Domingo, 14 de septiembre de 2014 | Hoy
FENOMENOS Desde que apareció La clave del éxito, donde sostenía que las ideas, los comportamientos y tendencias que se imponen lo hacen a la manera de un contagio viral, el periodista y divulgador científico Malcolm Gladwell se catapultó a esa fama y éxito que tanto buscaba difundir. Con sus conferencias, libros y entrevistas, se ha convertido en una verdadera máquina de explicarlo todo: desde por qué hay pocas variedades de ketchup y muchas de mostaza hasta por qué nacer con un trauma o perder a los padres a corta edad puede ser una ventaja en el futuro. Naturalmente, Malcolm Gladwell cuenta con muchos seguidores y no pocos detractores.
Por Federico Kukso
Su delito fue tener rulos. Hace algunos años, mientras caminaba en trance como un zombie por la calle 14, en el centro de Manhattan, a Malcolm Gladwell lo detuvieron tres policías. Algo sucedía. Y era bastante malo. “Resulta que andaban buscando a un violador y, según dijeron, se parecía mucho a mí”, recuerda el periodista nacido en Londres en septiembre de 1963, pero criado en Ontario, Canadá. “Me enseñaron el retrato. Yo lo miré y les hice ver lo más amablemente que pude que, en realidad, el violador no se parecía a mí en absoluto. Lo único que teníamos en común era la cabeza grande y el pelo rizado.”
No era la primera vez que ese plumero que lleva en la cabeza –herencia de su madre jamaiquina y que lo emparienta capilarmente con Bob Patiño de Los Simpson– lo metía en problemas: luego de dejárselo crecer como en su época de corredor de media distancia adolescente, empezaron a multarlo con frecuencia por exceso de velocidad. Y, durante el avance de aquella niebla paranoide que cubrió todo post 11-S, no faltó ocasión en que lo separasen de las colas de los aeropuertos para interrogarlo y palparlo en privado más de la cuenta.
El afro de científico loco no dejaba de meterlo en problemas. Hasta que de repente la cosa cambió: la gramática capilar que gobernaba su vida dio un vuelco y sus bucles infinitos lo catapultaron al éxito. Esa maraña de folículos indomables y descontrolados –que en la cabeza del ser humano promedio escalan a un millón– transformó a este hombre desgarbado de amplia sonrisa andrógina e irritante, ojos curiosos, frente isabelina y, desde entonces con una cuenta bancaria con una hilera kilométrica de ceros, en algo más que en un periodista ineludible de The New Yorker, la Meca del periodismo cultural. En la misma época en que la burbuja “puntocom” languidecía, el pelo convirtió a Malcolm Gladwell en el superhéroe del ensayo, en el dios del marketing, el epítome del intelectual hipster, un nombre con el poder de invocar a emprendedores con el mismo tirón desorientador y desconcertante con el que un tubo de luz atrae a los insectos. A la misma velocidad que una oruga se transforma en mariposa, Malcom Gladwell mutó de periodista inquieto e interesado en temas de ciencia y economía –desde 1987 en The Wa-shington Post y desde 1996 en The New Yorker– a celebridad. Salió del cascarón para ser hoy uno de los escritores de non-fiction mejores pagos y más influyentes del mundo.
Para conseguirlo, sólo tuvo que escribir y publicar un artefacto tan tecnológicamente anacrónico como un libro. Uno de sólo 280 páginas, al que bautizó The Tipping Point: How Little Things Can Make a Big Difference (traducido al español como La clave del éxito), en el que insistía en aquello que ahora todos, tan mareados y aplastados por las redes sociales, damos por sentado: cómo las ideas, tendencias o comportamientos sociales se contagian en una cultura de forma similar a como se esparce un virus. Una mirada socioepidemiólogica que –hay que decirlo– se le había ocurrido al biólogo inglés Richard Dawkins en El gen egoísta 30 años antes.
Había nacido un fenómeno literario. Un best-seller man, de aquellos que cada tres, cuatro o cinco años aterrizan en las librerías con un nuevo evangelio pagano y provocan –para bien o para mal– un pequeño sacudón cultural. Ocurrió en 2005 y 2008. Y ahora vuelve a suceder. Las sirenas ya suenan: ¡Terremoto!
Hijo de un profesor inglés de matemáticas e ingeniería llamado Graham y de una psicoterapeuta, Joyce, Malcolm Gladwell heredó de sus padres no sólo sus genes –una impronta multicultural que reluce en cada pose, en cada foto: un aspecto singular con resonancia exótica– y su adicción por la lectura sino también un apellido que predispone la primera reacción que tiene el mundo hacia él. Literalmente, Gladwell significa “bien contento”. Sus primeros años de vida tuvieron un ritmo provinciano: se crió en una granja rodeada de colonias menonitas donde la Biblia era la única puerta abierta al entretenimiento y en la que sus únicas amigas eran las ovejas que cada diciembre devenían en comida. Con un look similar al de la huerfanita Annie (la recordada pelirroja del musical), compitió durante el secundario en carreras de atletismo hasta que le perdió el gusto y colgó los botines. No tuvo televisor hasta los 20 años. Y lo primero que hizo cuando llegó a la Universidad de Toronto para estudiar historia fue empapelar su cuarto con posters de Ronald Reagan.
Hoy, con 50 años, es todo un ensayista pop, una marca, un vendedor de ideas raras. Desde el segundo piso de su dúplex en el West Village de Nueva York, piensa cómo funciona el mundo. Cobra 4 millones de dólares por libro y alrededor de 70 mil para revelar el secreto del éxito y la innovación en cada charla. Y da muchas: alrededor de 25 al año. Charlas TED, participaciones en foros de negocios, campus universitarios, festivales literarios, discursos en empresas. Libros light y charlas mesiánicas: dispositivos de legitimación de la intelligentsia pop.
Como un performer camp, Gladwell desfila por talk shows promocionando su más reciente revelación. Busca los aplausos, la palmadita en la espalda, colarse en aquellas listas arbitrarias y antojadizas que arman revistas como Time para ordenar el universo y catalogar quién influye y quién no en las mentes y sueños de presidentes, empresarios y verdugos económicos de países del tercer mundo. Gladwell es adicto al éxtasis de las masas que ovacionan a todo aquel que es señalado con el dedo: “He aquí el genio de nuestra época, alabado sea”.
“Soy un popularizador, un simplificador, un sintetizador”, se define. Y lo es: un gran compilador y barajador de datos, dosis breves de información que iluminan en la oscuridad de la ignorancia. Su devoción es llenar el vacío de lo inexplicable: engancha, entretiene, excita intelectualmente gracias a su pasmosa habilidad de conectar puntos y de mezclar en una licuadora estudios científicos, curiosidades y regularidades históricas con relatos de vida increíblemente bien narrados –la casuística, el único aspecto que lo emparienta con el neurólogo Oliver Sacks– para hallar respuesta a por qué somos lo que somos y por qué hacemos lo que hacemos.
A años luz de distancia del estilo del físico y periodista inglés Philip Ball –conocido por sus maravillosos tratados de arqueología de las ideas científicas como Contra natura: sobre la idea de crear seres humanos– o de la narración enciclopedista y acompasada de Bill Bryson –Breve historia de casi todo–, Gladwell se desmarca del resto como el maestro del pensamiento contraintuitivo. Su secreto se esconde no tanto en qué cuenta sino cómo lo cuenta. Mientras nada contra la corriente del sentido común, transforma datos científicos duros e insípidos en ideas digeribles y sabrosas para los oídos de sus lectores militantes y revela los hilos ocultos que impulsan a los fenómenos de la cultura pop: por qué Plaza Sésamo fue un éxito, por qué hay pocas variedades de ketchup y muchas de mostaza, qué hizo que los zapatos Hush Puppies se volvieran una moda o cómo la limpieza de los graffiti de los subtes logró disminuir en manera drástica el crimen en Nueva York en los ’90.
Estructuralmente, sus libros son clones. En ellos, repite la misma fórmula, una receta “gladwelliana”: con una gran capacidad para dosificar el suspenso, cuenta una historia, sintetiza anécdotas, plantea una pregunta y luego apoya una hipótesis revolucionaria con toneladas de evidencia científica, sociológica y psicológica que, además de convencer al lector de que mientras lee aprende, prueban que lo que creíamos que era de una manera en realidad es de otra muy diferente.
En su segundo batacazo luego de los cinco millones de ejemplares vendidos de The Tipping Point, por ejemplo, revaloró el pensamiento intuitivo. En Blink: The Power of Thinking Without Thinking (o Inteligencia intuitiva: ¿por qué sabemos la verdad en dos segundos?, 2005), una celebración del golpe de vista, describía el trabajo del doctor John Gottman, en cuyo “laboratorio del amor” desde hace más de dos décadas analiza las conversaciones de matrimonios. En sólo 15 minutos, Gottman puede predecir si una pareja seguirá o no junta dentro de 15 años. La moraleja: hay que prestarles atención a los instintos, ser prejuiciosos, valorar las primeras impresiones. “Las decisiones adoptadas a toda prisa pueden ser tan buenas como las más prudentes y deliberadas”, proclamaba Gladwell a contrapelo del pensamiento convencional.
Su afición por las frases pegajosas y eslóganes lanzados para ser replicados ad infinitum hasta que se infiltran en el reservorio lingüístico de la época –personajes como Donald Rumsfeld y Howard Schultz, director de Starbucks, suelen usar sus conceptos en público– quedó expuesta en Outliers: The Story of Success (Fueras de serie: Por qué unas personas tienen éxito y otras no, 2008), donde popularizó su teoría de las 10 mil horas de práctica para alcanzar la maestría en cualquier área al disecar los casos de Bill Gates, Los Beatles, Robert Oppenheimer.
Ese efecto de escáner sociocultural es uno de los factores más notables de la obra de Gladwell: haberse convertido en una máquina de explicar, un dispositivo que revela la lógica del éxito. Así lo hace en su reciente David y Goliat: desvalidos, inadaptados y el arte de luchar contra gigantes (Taurus) en el que vuelve a su primer amor, las metáforas bíblicas, para exponer cómo las desventajas –traumas, dislexia, falta de recursos, el rechazo, perder a los padres a corta edad– pueden deparar a la larga en un beneficio. Un manual para perdedores y desahuciados.
Aunque, curiosamente, es en sus embates y polémicas públicas donde se produce la inflación de su figura como escritor interesante, diferente, iluminado. “En 50 años nadie se acordará de Steve Jobs” atizó hace unos años. “La gente venerará a Bill Gates. Habrá estatuas del fundador de Microsoft a lo largo del tercer mundo. Hay posibilidades de que una vacuna, patrocinada con su dinero, cure la malaria.”
En su prontuario, además de pataleos contra las redes sociales (“soy muy escéptico sobre el rol esencial que se les atribuye en las revoluciones”), figuran choques con el psicólogo experimental Christopher Chabris, que denuncia la ausencia de rigor científico en las hipótesis gladwellianas, el sesgo con el que elige la evidencia (el llamado proceso de cherry picking), su tendencia a simplificar la realidad o la ausencia de pruebas sólidas de que, por ejemplo, nacer con dislexia conduzca inevitablemente al éxito. “Sus libros son tan científicos como El Secreto”, dice con ironía el autor de El gorila invisible.
Del investigador David Epstein, Gladwell recibió un cross a la mandíbula. “La hipótesis de las 10.000 horas es mentira –señala el autor de The Sport Gene, apoyado por estudios de la Universidad de Princeton–. No existe ninguna evidencia estadística a tal respecto. No se puede generalizar que la práctica continuada de una disciplina garantice la maestría en la misma.”
Aunque fue su cruce con Steven Pinker, un verdadero Goliat de la ciencia, el que dejó a Gladwell malherido y sangrando: en una especie de vivisección realizada en las páginas de The New York Times, el lingüista y psicólogo trató a Gladwell de populista, de realizar generalizaciones banales, obtusas y equivocadas.
No le perdonan que sea periodista, un outsider, un bárbaro intelectual que viene a saquear sus aldeas científicas. “Soy un narrador, un storyteller, un puente entre las investigaciones académicas y el público”, se defiende este agitador cultural que en breve debutará como guionista de la serie médica The Cure.
En una época dominada por el coaching neurocientífico y manuales para (sobre) vivir, Malcolm Gladwell –con sus virtudes y defectos– demuestra el poder narcótico de la narración. Recuerda que las historias mejor contadas funcionan como divas photoshopeadas: construcciones artificiales capaces de secuestrar nuestra atención y nuestros sentidos mientras empujan la verdad del mundo a un segundo plano hasta reducirla a un mero decorado.
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