Domingo, 21 de septiembre de 2014 | Hoy
De entre todos los críticos que están pensando en este momento bisagra para el cine, un momento en que no sólo ha desaparecido su soporte material, el fílmico, sino que se inserta en un cambio cultural mayor y desconocido a partir de la revolución digital, el neoyorquino Jim Hoberman es el más lúcido y el más inquieto. Acaba de editarse en castellano El cine después del cine. O ¿qué fue del cine del siglo XXI? (Paidós), el libro donde piensa la muerte del cine tal como lo conocíamos, marcada por el triunfo del digital y también por el atentado a las Torres Gemelas en 2001 que, para Hoberman, desafió, desconcertó y provocó a los cineastas al punto de verse compelidos a “superarlo” en sus recreaciones de catástrofes. En charla con Radar, Hoberman desarrolla los temas de su libro y también habla de Mel Gibson y Steven Spielberg, de nuestro nuevo mundo simulado y de cómo cambiamos nuestra forma de ver y consumir esos artefactos todavía conocidos como películas.
Por Mariano Kairuz
El cine ha muerto. Lo dijo Godard en una entrevista reciente (“El film se terminó. Es triste que nadie lo esté explorando. Pero ¿qué se le va a hacer?”), aunque la verdad es que lo viene diciendo de una manera u otra desde hace casi cincuenta años. Lo dijo Tarantino en la última edición del Festival de Cannes (“El hecho de que la mayoría de las películas hoy no sean proyectadas en 35mm significa que la guerra está perdida. Las proyecciones digitales son como televisión en público. Aparentemente, para muchos eso está bien, pero lo que yo consideraba cine ya no existe”). Lo dijo también, bastante tiempo atrás, Peter Greenaway; lo dijeron hace unos meses nomás, y a su manera, Spielberg y George Lucas (“Va a haber una implosión en la que dos o tres o seis películas gigantes de los estudios van a ser un terrible fracaso, y va a cambiar el paradigma una vez más”).
El cine ha muerto, se viene diciendo desde hace décadas. El cine tal como lo conocíamos, al menos. Alguna vez, cuando irrumpió el sonoro, lo que moría era el cine mudo, pero para muchos era el cine a secas, es decir, ese medio irrenunciablemente visual, obligado a cargar la mayor parte de su significado en la imagen. Cuando apareció la televisión, pareció que iba a morir todo el cine que no podía reaccionar con más inmediatez al mundo que lo rodeaba.
Así que, una vez más, y casi con el siglo XX, lo que ha muerto no es sino el cine que conocíamos. Pero puede ser que esta vez la transformación sea la más profundamente ontológica de toda su no tan larga historia de algo menos de 120 años. Para empezar, lo que ha muerto de manera casi definitiva es el “film”, esa expresión que funciona como sinónimo de película pero a su vez designa el soporte en que se registraba y proyectaba la película desde los orígenes de este arte y negocio: el fílmico. Y con la desaparición física del cine –que pasa ahora a archivarse en formatos digitales, virtuales, en diferentes soportes, automáticamente replicables e intrínsecamente desprovistos de materialidad–, el cine ha muerto pero ya renació transformado en otra cosa. No es fácil decir en qué otra cosa, pero definitivamente no la misma.
La pregunta por esta nueva cosa es uno de los puntos de partida del nuevo libro del prestigioso crítico y ensayista neoyorquino Jim Hoberman, El cine después del cine. O ¿qué fue del cine del siglo XXI? (Paidós), recién editado en castellano. En el prefacio escribe: “Apenas poco más de una década de iniciado el milenio, puede sonar un poco absurdo hablar de ‘un cine claramente distintivo del siglo XXI’. A pesar de la predilección universal de organizar las tendencias por décadas, es evidente que el desarrollo cultural no está determinado por un cronograma ni atado a un calendario arbitrario. Y, sin embargo, en el caso del cine hay dos razones –y hasta dos razones y media– para considerar la posibilidad de que, desde 2001, la naturaleza y el desarrollo del medio cinematográfico se hayan alterado irrevocablemente”. Una, dice, es el “paso del soporte fotográfico al digital, que comenzó a darse tentativamente en la década de 1980 y cobró impulso a partir del decenio siguiente”. La segunda es una, sigue, “más inesperada y menos racional, que explica la nueva situación que se dio cuando todavía no habían trascurrido ni nueve meses del sigo XXI. Aquel fue un acontecimiento mundialmente histórico: los hechos ocurridos el 11 de septiembre de 2001. Observados ‘en vivo’ por millones de espectadores, transmitidos insistente y rotativamente por la televisión –lo que equivale a una forma de cine–, aquellos acontecimientos no pudieron sino desafiar, desconcertar y provocar a los cineastas en su condición de individuos, al tiempo que dramatizaban directamente su medio de comunicación de una manera impersonal. Tanto como Titanic, la trilogía de El señor de los anillos o la saga de Harry Potter (y, en realidad, mucho más que ellas), los acontecimientos del 11/9 fueron un espectáculo de enorme fuerza cinematográfica”.
El estilo analítico y reflexivo de Hoberman es único en tanto no es uno de esos teóricos que dibujan sus ideas en un pizarrón abstracto para veinte lectores imaginarios sino que tiene una gran vocación didáctica y de diálogo: su larga trayectoria escribiendo para influyentes medios masivos –principalmente el semanario neoyorquino The Village Voice, del que fue expulsado por una nueva administración hace algo menos de dos años– lo ha convertido en uno de los pocos críticos estadounidenses de gran alcance y accesibilidad, que se ha dedicado consistentemente a pensar más allá de cada estreno individual y sus más o menos pequeños aciertos y fracasos, para tratar de ver el panorama completo; para pensar el cine –semana a semana– desde una perspectiva filosófica y abiertamente política. O, como indica en toda su ambigüedad el título original de su libro (una ambigüedad que se pierde inevitablemente en la traducción), Film After Film: película tras película. Compilando cronológicamente textos escritos para el Voice y otros medios, y algunos ensayos preparados para sus clases universitarias, y que complementa y conecta mediante nuevas anotaciones que hacen más fluido el pasaje de uno a otro, Hoberman va construyendo un cuerpo teórico que da cuenta de cómo, entre fines del siglo XX y la primera década del XXI, el cine fue viviendo una irreversible transformación de “su naturaleza esencial”, de modo irreversible.
Hoberman registra el comienzo de un cine inmerso en la virtualidad a principios de los ’80, con Golpe al corazón, de Coppola, y Tron (que tematizaba ese universo de bits), dos experimentos que insertaban gente real en entornos no reales y aunque el CGI (los gráficos digitales) tienen una larga historia que se despliega a lo largo de esa década, encuentra en Jurassic Park de Spielberg el primer intento realmente exitoso de integrar convincentemente actores vivos y criaturas dibujadas en una computadora. “Ya sea como fuente de datos visuales o como un sistema de exhibición, la creación de imágenes generadas por computadora ha introducido una impureza radical en el aparato cinematográfico que se desarrollaba en los últimos años del siglo XX y que, salvo por la introducción del sonido sincrónico, había permanecido acentuadamente constante durante cien años. Así, Matrix (1999) representa un hito híbrido que combina la acción en vivo con la manipulación digital cuadro por cuadro.” Según las reacciones de algunos críticos que recoge Hoberman en su libro, “Matrix cambió no sólo la forma de ver las películas sino las películas mismas”.
“Lanzada en el momento culminante de la burbuja de las punto.com, durante un período en el que las computadoras saturaban el mercado del entretenimiento para el hogar como lo había hecho la televisión en la década del ’50”, Matrix estaba producida por Time Warner, que menos de un año después del estreno se fusionaba con el mayor proveedor de servicios de internet del mundo, AOL. “Evocando una prisión que no puedes oler ni saborear ni tocar (...) ‘una prisión para la mente’, la premisa de Matrix invitaba a la alegoría.” Un nuevo universo de cine que lleva a cierta nueva forma de disociación total de la realidad, dice Hoberman.
Hoy, escribe, la mayor parte del cine es, en esencia, cine de animación –animación digital que busca simular la realidad–, y ese paso digital, que ya se imponía a fines del siglo XX en la confección de la imagen, pasó a tomarlo todo: el registro de la mayoría de las películas –abandonando el celuloide–, su exhibición y hasta su distribución. Pero, antes de seguir, vale detenerse un segundo y preguntarse qué vendría a ser exactamente lo que cambia si uno sabe que eso que está viendo es menos “material” que aquello que veíamos antes.
“Si me estás preguntando si la mayoría de la gente lo distingue –dice Hoberman al teléfono desde su hogar en Nueva York–, yo diría que no. Al público masivo probablemente no le importa. Pero creo que para el medio en sí hace una gran diferencia, al punto de que podemos recrear una conciencia de la realidad. Porque el cine, como la fotografía, tenía una relación privilegiada con el mundo real, y ya no es así. La manera más simple de ver esto está en que ahora la lógica central del cine ya no tiene que ver con la realidad, sino con la animación. Es el cambio de un medio fotográfico a un medio gráfico.”
¿Y qué dirías que es lo que se está perdiendo?
–Bueno, primero quiero aclarar que no me opongo a la idea del cambio, no soy un ludita, no me siento atado a la vieja máquina. Sé que la tecnología cambia y que las cosas cambian con ella, y que a la vez que perdemos algo también ganamos algo, en la manera en que se hace hoy la imagen digital. Siento que lo que podemos perder es cierta forma de compromiso con la imagen, por la que la imagen pierde parte de su autenticidad. Pero uno también podría decir “¿Y qué?” Porque de alguna manera siempre fue así: la imagen cinematográfica siempre fue la sombra o el reflejo de algo que ocurre. Pero creo que, en esencia, lo que cambiará es nuestra interacción con el mundo, a partir de esta idea de que todo es simulado. Vivimos en un mundo de simulación, mientras que antes había algo ahí, algo detrás de la imagen de cine, que era tangible.
Como un fenómeno concomitante, se da una concentración del mercado del cine, que cada vez más parece sólo estar interesado en películas digitales enormes y carísimas (y en 3D). “Creo que esta situación en la que cada vez es más difícil ver películas personales e independientes –dice Hoberman– se daría incluso si no hubiera una nueva tecnología digital, que por otro lado ya no es tan nueva. No es fácil de comprobar que el hecho de que las películas más populares hoy sean sólo films como Transformers, que dependen de efectos especiales, tenga que ver con que la gente va cada vez menos al cine a ver films independientes, porque la tendencia al blockbuster viene de más lejos, de los ’70 y ’80. Incluso los críticos están cada vez más interesados en los grandes blockbusters de los estudios, pero eso se debe a que son películas muy caras y distribuidas tan ampliamente que atraen un montón de atención. En todo caso, es probable que la tecnología digital haya facilitado esta situación; lo que es seguro es que ha facilitado otros cambios más dramáticos, que tienen que ver con cómo ve la gente las películas. Yo dicto varios cursos universitarios y mis estudiantes rara vez pagan para ver una película: por un lado, porque una entrada de cine es muy cara, pero porque además siempre la pueden ver en streaming en sus computadoras o en sus teléfonos. Y esto sí que es un cambio más grande, más que el hecho de que los críticos hayan volcado su atención a los tanques de Hollywood.”
No ves tampoco en estos alumnos, que después de todo estudian cine, esa ansiedad de la transformación del analógico al digital.
–No, creo que a los chicos no les preocupa. Por supuesto que siempre hay estudiantes que son por su cuenta anacrónicos, que por la razón que sea ya vienen con un gran interés en el cine proyectado, pero incluso yo mismo ya me acostumbré a mostrar las películas a la clase en DVD. Cuando empecé a enseñar me oponía bastante; quería mostrarlo todo en fílmico; pero terminé haciendo las paces con los DVD porque lo cierto es que muchas de las copias en 16mm que hay disponibles se ven terribles. Terminé aceptando que muchas películas se ven mejor en un DVD, proyectado, claro, no en un monitor, pero donde la calidad de la imagen y el formato del cuadro eran correctos, cosa que no ocurre siempre en 16mm. Sin embargo, siempre empiezo mi curso de historia del cine con algo proyectado en fílmico para que la gente pueda ver cómo se veía un corto de los Lumière. Hay mucha gente, muchos alumnos jóvenes, que jamás han visto esto. Además, con sólo ver la máquina proyectando una película de 16mm, uno sin saber mucho puede darse una idea de qué es lo que está pasando ahí. Mientras que hay que ser un ingeniero diplomado para entender cómo es que un proyector de DVD convierte la información en una imagen. Esto quiere decir que la tecnología era antes comprensible de un modo en que ya no lo es, y eso es un efecto colateral del digital: mistifica la imagen. A su vez, hace que el material esté más disponible que nunca, y que jamás haya sido tan fácil hacer una película como ahora. Y la imagen digital es más estable, es la mejor manera de preservar un film.
Por alguna razón, también era más fácil creerse algunos monstruos de goma o la sangre falsa del viejo cine clase B, que los robots fotorrealistas de Transformers, que no parecen tener peso real.
–Eso es algo que yo menciono en el libro, que se ha dado en llamar el “valle inquietante” (the uncanny valley). Cuanto más se parece una de estas criaturas digitales a un humano real, más desconcertante se vuelve. Y esto es así porque sentimos agudamente la diferencia, es algo sutil: es inquietante porque es como un humano, pero no es humano. En lo personal, claro, nunca el digital va a ser lo mismo que el fílmico, no tiene el mismo grano, el parpadeo, cierta calidad de la luz. Pero al final es una cuestión puramente intelectual, académica, porque pronto todo va a ser DCP. Probablemente queden situaciones en las que se proyecte una película en 35mm o incluso en 70mm, pero va a tratarse de eventos especiales, como ir a la ópera.
A los 66 años, Hoberman suele hablar con gratitud de la posibilidad que tuvo de dedicarse a escribir sobre cine y vivir de eso en una ciudad como Nueva York, en la que nació y se crió. Aunque en su juventud quiso dedicarse al cine experimental que hoy sigue analizando con auténtica pasión desde sus artículos en diversos medios, en la segunda mitad de los años ’70 fue invitado a escribir en el Village Voice y ya no dejaría de hacerlo nunca más. El Voice es el legendario semanario que había sido fundado dos décadas antes por, entre otros, Norman Mailer, y que se consolidó como una de las publicaciones alternativas, auténticamente contestarias y más influyentes de la ciudad. “Crecí en Nueva York, así que para mí el Voice era una invaluable fuente de información en mis épocas de estudiante –contaba Hoberman un par de años atrás, en ocasión de su visita al Bafici–. Esto era así por las reseñas de cine, pero también por lo que se escribía sobre la ciudad, así que fue muy natural para mí trabajar allí. Era un periódico hecho por los redactores, nosotros éramos los textos, los que llevábamos las ideas, cada uno con su estilo, con puntos de vista muy fuertes. Uno escribía de lo que creía que era importante, armaba su propia agenda; la redacción era una cosa colectiva, caótica pero que funcionaba; una gran atmósfera.” Hoberman empezó a publicar bajo la jefatura de Andrew Sarris, uno de los grandes impulsores de la teoría del cine de autor en Norteamérica, aunque sus ideas eran más cercanas a las de la hoy reverenciada crítica y teórica enfrentada con Sarris, Pauline Kael. Allí Hoberman empezó escribiendo –antes de convertirse cabal y algo forzosamente en un “crítico de cine”– de lo que le venía en gana, y de ese modo forjó su idiosincrática visión sobre el cine, que le permite hilvanar muchos de sus textos e ir dando forma a través de ellos, como lo hace en El cine después del cine, a un enorme cuerpo de trabajo conceptual. El idilio con el Voice se terminó hace unos años, cuando el semanario fue comprado por el conglomerado New Times, que le impuso varios cambios que vulneraron su identidad, a la vez que efectuó un proceso de “reestructuración” por el que, a principios de 2012, despidieron a Hoberman, tras 33 años como redactor y los últimos 12 como crítico principal de la publicación.
Hoy Hoberman escribe para varios medios de distintos lugares del país (y sube buena parte de sus artículos a su blog j-hoberman.com) pero sigue siendo esencialmente un crítico neoyorquino, lo cual hizo acaso inevitable que un evento de repercusión obviamente mundial como fueron los atentados del 11 de septiembre de 2001 se convirtiera, habiéndolo tocado tan de cerca, en un eje esencial a partir del cual seguir estudiando el cine que se produce en EE.UU. desde la mirada política que siempre les imprimió a sus notas.
La segunda parte de su libro, titulada “Una crónica de los años de Bush”, explora las películas que “mejor reflejaron el clima posterior al 11-S”, mayormente superproducciones estadounidenses como Daño colateral (el film sobre terrorismo ambientado en Colombia, protagonizado por Schwarzenegger, cuyo estreno original pautado para ese septiembre debió ser postergado), La suma de todos los miedos (la del agente Jack Ryan, que especula con la idea de una detonación nuclear en suelo americano), La pasión de Cristo de Mel Gibson, y lo que él llama la trilogía post 11-S de Steven Spielberg (La guerra de los mundos, La terminal y Munich), así como algunos films más pequeños (Vuelo 93, Donnie Darko, y Samarra, de De Palma). “Por supuesto, creo que el final del fílmico y el 11-S y sus efectos en el cine –le dice Hoberman a Radar– son una coincidencia histórica. El 11-S podría no haber ocurrido, pero el cine digital era algo que ya estaba en progreso hacia 2001. Pero creo que el 11-S creó una especie de crisis, especialmente para los realizadores de Hollywood, porque fue altamente inusual tener a todo el mundo viendo este suceso espectacular, si no al mismo tiempo, bastante cerca en el tiempo, una y otra vez. Fue todo muy cinematográfico, y cambió el sentido de lo que era el cine y de lo que puede ser. Creo que también, a cierto nivel, los cineastas sintieron que se trató de un tipo de suceso muy competitivo, que sus películas, en particular las de gente que filma catástrofes, como Michael Bay o Spielberg, parecían vagas en relación con lo que acabábamos de presenciar.”
En el libro analizás la trilogía 11-S de Spielberg como si fueran películas muy directamente influidas en lo que tratan de decir, pero ¿te parece que Spielberg tiene total conciencia de estar enviando un mensaje político, sobre un mundo en el que el otro es un peligro?
–Recuerdo algo que dijo Spielberg creo que a principios de los ’80: “Soy liberal acerca de un montón de cosas, pero soy un ferviente defensor de América”, lo cual fue su manera de decir que se identifica con los EE.UU. de Ronald Reagan. Creo que es una criatura que pertenece completamente al sistema de Hollywood, y que le resulta muy difícil, tal vez imposible, imaginar algo por afuera de ese sistema, y es por eso que es tan exitoso. En todo caso, lo que sí se puede decir es que se ve afectado por cuestiones como el 11-S y la política exterior posterior. No le son indiferentes y no importa quién escriba sus guiones, la marca autoral va a ser suya. Es lo que explico cuando, hablando de Munich, digo que su guionista, el dramaturgo Tony Kushner, parece escribir en una dirección y Spielberg dirige en la dirección contraria, y al final se impone el director y por eso es que termina con una alusión directa al 11-S, mostrando las Torres Gemelas.
La tercera y última parte de El cine después del cine, “Notas tendientes a elaborar un programa de estudios”, se compone de veintún breves ensayos sobre los programas de películas que Hoberman viene dando en sus clases, mayormente films internacionales que, escribe el autor, “considero la quintaesencia del cine del siglo XXI”. En esta sección se habla de Elogio del amor, de Godard; de films de la vanguardia experimental, como Corpus Callosum, de Michael Snow, y títulos de Kiarostami, Jia Zhangke, Carlos Reygadas, Lars von Trier, Tsai Ming-liang, Manoel de Oliveira y otros. “Dedico unas cuantas líneas a defender El arca rusa, de Sokurov, y la razón es que hay un libro muy inteligente de David Rodowick que dice que es una película que, como está hecha en digital, no tiene una indexicalidad (es decir, que no es ‘indicio de algo real’, de aquello que muestra), pero yo digo que sí la tiene, porque documenta su performance, su puesta en escena.”
Pero, agrega Hoberman, “me interesa dejar claro que una de las cosas que estaba tratando de decir en el libro es que creo que, conscientemente o no, los cineastas ponen en escena su propia resistencia a esta especie de cambio de fuerzas. Por eso yo utilizo la palabra realness, que no es gramaticalmente correcta en inglés, pero que me sirve para diferenciarla de realidad como ‘naturalidad’. La pasión de Cristo no es una película que me encante, justamente, pero me pareció que servía muy bien para encontrar cierta intención de autenticidad que es muy diferente de las otras doscientas o trescientas películas que se han hecho sobre el tema, incluso de la de Pasolini. Mel Gibson intentó establecer este otro tipo de autenticidad. Y hay otras películas que hacen eso: incluso Steven Spielberg ha dicho que su versión de La guerra de los mundos es una suerte de documental, y al principio uno se pregunta qué puede haber querido decir con semejante declaración, pero la ves y es una suerte de post 11-S, y muchos dijeron: ‘Así es como se ve una catástrofe verdadera por televisión’. Esto es lo que hizo Spielberg, tratar de recrear eso mismo pero en otro contexto, con marcianos”.
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