Desde Los muertos, el cine de Lisandro Alonso siempre se destacó por los ambientes que pueden recrearse con muy pocos elementos, un impactante uso de la fotografía y de la luz y un sobrio manejo artesanal de los rubros técnicos. Faltaba reunir algunos cabos sueltos para llegar hasta este nuevo film, parecido y diferente a los anteriores: en Jauja, Alonso incorporó a Fabián Casas como guionista y a Viggo Mortensen como uno de los actores (junto a un reparto que incluye a actrices danesas) que agregan brillo y extrañeza a la propuesta. Paisajes mentales proyectados sobre una esquiva utopía, la idea de que el desierto es un lugar que purifica y que también resulta propicio a la fuga y a las búsquedas pueblan esta película que obtuvo el premio Fipresci de la crítica en el Festival de Cannes y que se estrena la semana que viene en el Festival de Mar del Plata para pasar luego a los cines comerciales.
› Por Fernando Krapp
Como en las películas postapocalípticas, las fantasías épicas o las odiseas del espacio, Jauja, la última y esperada película de Lisandro Alonso, arranca con una leyenda. En su característica tipografía roja sobre negro se nos anuncia acerca de una tierra desconocida, mítica, de los tiempos de la colonización española. Una tierra donde los placeres terrenales serían saciados, donde encontrar prosperidad, libertad condicional para los presos que escapan, y tantas otras delicias. Si bien Jauja es un lugar real, fundado en el centro de Perú por Francisco de Pizarro en el año 1534, fue también una contraseña que se extendió por el imaginario europeo medieval (tan propenso a las fantasías) como una tierra mítica, también conocida como País de la Cucaña, una suerte de regreso al Jardín Edénico que servía de atractivo para los marineros que viajaban a la Nueva Tierra con la esperanza de hallar un lugar donde te pagaran para dormir y las plantas tuvieran sabor dulce. Tanto cautivó al imaginario europeo que Lope de Ruega publicó en 1547 un libro titulado La tierra de Jauja (donde la comida es tan buena que hablaba y pedía a gritos por ser comida) y el artista flamenco Brueghel pintó un cuadro donde los comensales se echaban a hacer la digestión después de una panzada. En oposición, Ezequiel Martínez Estrada señala la contrapartida de semejante idilio en su Radiografía de la Pampa: “Sudamérica parecía un vasto mercado de placer, un lenocinio regenteado por las autoridades y dirigido por especuladores”.
Pero quien explica todo esto no es otro que Viggo Mortensen en un blog que mantuvieron con Fabián Casas (guionista del film) y Alonso mientras estrenaban Jauja en el último Festival de Cannes, donde obtuvieron el premio Fipresci de la crítica. Tan enganchado y fascinado quedó Mortensen con la película que en las conversaciones que mantiene actualmente con Alonso o Casas no para un segundo de pensar y pensar en los significados ocultos que puede tener el film. Cuando Alonso se sienta para hablar sobre Jauja, también se lo nota abstraído, ante una pregunta técnica vuelve sin embargo la conversación hacia aspectos de los personajes, aristas de la historia que lo dejan ausente, evocando tal o cual escena. Y es él mismo quien de pronto se detiene, se pasa la mano por la cabeza, y deja caer el cuerpo nuevamente sobre la mesa: “Hablar mucho de la película quizás hace que resulte complicada, y yo no creo que lo sea. Si la bajás a una frase es la historia de un padre que pierde a una hija, y cómo hace después para sobrevivir a eso. ¿Cómo hacés para sobreponerte a una cosa así? ¿Cómo hacés para que tu vida siga funcionando?”.
Lo cierto es que Jauja funciona como una suerte de campo magnético al que lentamente se le van pegando referencias, ideas, sensaciones e impresiones. Narra, sí, la historia del coronel Dinesen, quien pierde a su hija Ingeborg mientras pelea contra “los cabezas de coco” en una guerra muy similar a la Conquista del Desierto. A pesar de que en ningún momento se habla del Desierto como la Patagonia, el hecho de que estén cavando trincheras permite pensar algún vínculo posible con la campaña de Roca de 1882, pero la pregunta persiste, ¿es el desierto en la Argentina? Esa primera parte, filmada increíblemente en Lobería, es lo más divergente en cuanto a la filmografía de Alonso: mucho diálogo, parlamentos más cercanos al teatro, una puesta en escena basada en el uso del plano y contraplano desfasado.
Cuando Dinesen se lanza a la búsqueda de su hija, la película se transforma: el paisaje entra en cuadro no como un complemento del plano, sino como en John Ford, un personaje más. De a poco, ese desierto va mutando nuevamente hacia un desierto más espiritual y poético, y Jauja comienza a tener resonancias con el cine de Ingmar Bergman de Fresas salvajes y La hora del lobo, el Tarkovsky de El espejo y Stalker. Su estructura se abre, los tiempos alternan en puntos de vista de un modo extraño, no de un modo abrupto ni caprichoso, sino leves como los cambios temporales y las mutaciones invisibles. Hasta lograr reminiscencias con los märchen, aquellos relatos de hadas alemanes y nórdicos. No son casuales los nombres de sus dos personajes principales: Coronel Dinesen y su hija Ingeborg. La estructura de Jauja remite mucho a los elegantes devaneos de los cuentos góticos de la escritora danesa Isaak Dinesen (sobre todo al cuento “El Mono”) y la hija del coronel lleva el nombre de Ingeborg Bachman, la reconocida poetisa austríaca que aseguraba haber nacido en una tierra sin nombre y cuyos versos de su libro Invocación a la Osa Mayor parecen haber caído del cielo en las escenas nocturnas.
“¿Se puede soñar con algo que no viste antes? Esas cosas me abren un signo de paréntesis”, dice Alonso, y repregunta para tener otra opinión, o para ver si se parece a la suya, pero rápidamente lo deja de lado y vuelve a insistir: “Me cuesta tanto trabajo encontrarle palabras a lo que pasa en la película, que prefiero abandonarme a las imágenes. Es lo que me pasa con algunas películas, por ejemplo, y sin ánimo de compararme ni mucho menos, de Lynch. Vos no sabés por qué pasa lo que pasa, pero algo te queda. O las veces que veo una pintura que me gusta; quizás no logro interpretarlas, no logro descifrarlas, pero aun así me contienen un rato. Nunca me cierran del todo, pero algo siempre me queda. Eso me gustaría lograr con el cine”.
Jauja está poblada de referencias y de citas. Los personajes principales toman los nombres de dos escritoras.
–Sí, no sé. Se hablaba de muchas cosas durante el rodaje. Viggo leía mucho. Fabián, por ejemplo, pensó el final de la película como en Mad Max II, y puede ser. Resulta raro hablar de Mad Max en una película como Jauja, pero puede ser. Y si querés darle un significado al final, lo podés dar. A veces cuando me preguntan por mis influencias, yo puedo decir; “son tales”. Pero cuando trabajás con un equipo de veinte personas, hay influencia de todo el mundo. Quizá Timo (Salminen) tiene influencias del cine clásico. La película preferida de Viggo es Juana de Arco de Dreyer. Y decís “es Aragorn”, bueno, sí, pero también vio Dreyer, Bresson, Tarkovsky. Uno trata de canalizar todas esas influencias, de organizarlas, aunque a veces resulte imposible.
A diferencia de tus otras películas, acá trabajaste con un guionista, ¿cómo fue esa experiencia?
–Fabián no es un guionista; es un escritor, un poeta. Y lo bueno de trabajar con él fue eso; no te venía con el formato del guión: esc, int, casa, día. El tenía una especie de “protonovela” con algunas ideas que le di yo, pero enseguida se fue por las ramas y empezó a escribir cosas que le salieron naturalmente. Y yo a partir de eso tomé personajes, diálogos, locaciones y situaciones, y las llevé a formato guión. Algún diálogo en un personaje se pasó a otro, y así. Fue una cosa mucho más libre. Eso es lo que me gustó de Fabián: quizá te escribía una escena en un fortín incendiado, que no iba a pasar, y después te escribía los diálogos increíbles de la caverna.
El casting de Jauja es, dicho llanamente, el sueño del pibe. Hay actrices danesas que nunca habían trabajado, reconocidos actores de la escena teatral argentina como Diego Román, Adrián Fondari y Esteban Bigliardi, y el papel más misterioso de todo el largo lo hace Ghita Norby, una de las actrices danesas más activas y reconocidas del teatro y del cine en su país, con más de cien películas en su trayectoria. Amiga de los reyes, no solo les prestó la voz a varias producciones de Disney (hasta en Pocahontas) sino que estuvo al servicio de, entre otros directores, Ingmar Bergman. Y, claro, está Viggo.
Es ya cuento conocido la relación de Viggo Mortensen con la Argentina, su pasión desenfrenada por San Lorenzo, su manejo perfecto del español, el tiempo que vivió en el Chaco y su amistad literaria con Fabián Casas. Después de haber filmado en el Tigre Todos tenemos un plan se esperaba que hiciera otra película más en la Argentina. Nadie esperaba, sin embargo, que hiciera algo con Alonso. Cuando se conocieron surgió entre ellos una amistad natural. Viggo se entusiasmó tanto con el proyecto que terminó siendo co-productor, y hasta hizo la música junto con Buckethead, un guitarrista con herencias metaleras que toca con un cubo de pollo frito en la cabeza y una máscara blanca, y en sus recitales es conocido por hacer exhibiciones marciales con un nunchaku entre tema y tema. “Viggo tiene sus prioridades bien definidas, sabe lo que quiere hacer y lo que le gusta; escribe, saca fotos, tiene una editorial, pinta, hace música. No tiene necesidad de mostrarse como estrella, o al menos ya no la tiene, o no la tuvo conmigo. Y cuando viene para la Argentina, para en la casa de Fabián (ahora que viene en estos días para en casa, se lleva bien con mi hijo). Se da el lujo de hacer esa clase de cosas, además de ser una gran persona. Trabajar con él me dio toda una estructura que no tenía antes. Y sé que lo hace por nada a cambio; lo hace porque cree en lo que hace y en lo que ve.”
¿Cómo lo marcabas?
–No, no, marcar a un actor es para los “directores”. Yo no me considero un director en ese sentido. Mi trabajo fue darle una seguridad a Viggo para que él hiciera lo que sabe hacer. Yo no creo que lo dirigía a Viggo cuando hacíamos las tomas. Sí hablábamos mucho antes, nos pusimos de acuerdo en ciertos aspectos del personaje. Pero Viggo compuso a su personaje como él quiso, y yo me senté y aprendí de él. De hecho, la primera toma con Viggo me acerqué, con un poco de vergüenza, y le dije, “che, qué se les dice a los actores antes de actuar” (risas). ¡Pero no se lo dije pensando en él! Se lo dije pensando en la otra actriz que nunca había actuado, ni siquiera en cortos. Viggo me miró y me dijo: “yo también soy actor”. “Pero a vos qué te voy a decir, ¡si sos Viggo!” Se lo dije bien, porque en verdad quería darle confianza a la actriz. Con tanta experiencia, a Viggo le alcanza con mirar al equipo de reojo para saber si está haciendo lo que el fotógrafo espera, lo que el guionista espera, lo que el director espera. Esa es la experiencia que tiene un actor que un no-profesional no tiene.
¿Cuál es la diferencia entre trabajar con actores y no actores?
–Los actores saben lo que están haciendo. Entienden mejor por qué estás filmando de una determinada manera, por qué ponés la cámara donde la querés poner. Entienden más el intento de relato que querés hacer. Aunque, en el caso de Jauja, no lo hayamos entendido ninguno del todo en un principio, porque eso es lo bueno que tiene esta película: la fuimos buscando a medida que la íbamos haciendo. No tuvo una forma definida, la fuimos encontrando a medida que la hacíamos. Eso es lo bueno que tiene trabajar con gente que confiás, porque si no lo hacés, se te pone medio complicada.
¿Cómo planteabas la puesta en escena?
–Si ya sabés dónde vas a poner la cámara, ya tenés algo muy planificado de antemano, a mí me aburre hacer las películas después. Me gusta ir descubriendo qué tipo de luz quiero, qué encuadre voy a usar, y recién a la mañana, antes de empezar la jornada, saber cómo vamos a filmar la escena. En Jauja había una selección de escenas y de días, un plan de rodaje, pero la cámara no se sabía bien dónde iba a caer, ni cómo iban a decir las cosas los actores. Quizá mis otras películas partían de algo más de observación, de acción y movimientos; pero acá, al tener más diálogo, nos apoyamos mucho en un sistema de Timo (Salminen) de plano y contraplano. Y tampoco podía filmar todo en un plano secuencia porque al filmar en 35 mm se complica; los chasis duran cuatro minutos, así que no me entraba toda la secuencia.
Es raro que sigas filmando en 35 milímetros cuando todo el mundo habla ya de digital.
–No sé por qué lo prefiero. Se me hace que porque estudié con ese formato, pero sí; siempre filmo en 35. En digital todavía no probé. Ya va a venir, supongo. Mientras pueda filmar con película, me gusta más. Me siento más cómodo con el ritmo de rodaje, con la dinámica que se genera. Soy un poco hijo del rigor de lo que significa filmar con película; es un poco más caro, tenés que transferirlo, nunca sabés con lo que te vas a encontrar, pero todo eso hace que prestes más atención a lo que estás haciendo. Creo que si filmo en digital, al tener la posibilidad de tantas retomas, me relajaría más y así perdería la intensidad de la toma que quiero lograr. Esa pequeña adrenalina que siento en 35 no sé si la sentiría en video, porque total tenés la retoma y todo el backup que podés hacer, donde podés tirar cuarenta tomas. Solo hacés dos, salvo que dialoguen mucho, ahí tirás unas cuatro, como mucho. Aparte que me gustan los fierros, esa cosa de enchufar, la película, la carpa negra, tener cuidado con el material.
Como siempre pasa en las películas de Alonso, así esté colgado de un barco pesquero en el sur, navegando por el Paraná o bajo el sol tremendo de la pampa, los rubros técnicos se mantienen impecables. Su cine es reconocido por los ambientes que logra generar con muy pocos elementos, desde la alucinación de Los muertos hasta la incógnita que deja el fuego quemándose hacia el final de La Libertad fuera de campo. El sonido, heredero de Tarkovsky, siempre teje una telaraña de ruidos muy precisos que tienden a comunicar todo lo que los personajes no logran decir: ambientes metálicos en los interiores y opresivos aturdimientos cuando los personajes se lanzan a mezclarse con el entorno.
En cuanto a la imagen de Jauja, hay un velo de recuerdo, como el que empaña el comienzo de Allá lejos y hace tiempo de W. H. Hudson (otra referencia posible a la hora de pensar la película): “No hay ningún orden ni secuencia ni progresión regular; nada, de hecho, sino lugares o manchas aisladas, brillantemente iluminadas, que se ven nítidas en el medio del velado paisaje mental”. Esa es la textura de Jauja, que, al igual que su estructura dramática, también va mutando de una escena a otra sin cambios abruptos. No tiene la profunda opacidad del sueño o la confusión contrastada de la pesadilla, sino la difusa duermevela de la evocación; más que un sueño es la memoria de alguien que se alucina por recuerdos ajenos.
Al igual que en Liverpool, su anterior película, cada plano parece pensado como un cuadro. Pero en este caso, los kilos de luz usados en exteriores hacen que los personajes resalten del fondo como pinturas del Renacimiento. Este logro se debe fundamentalmente al trabajo de Alonso con Timo Salminen, el fotógrafo de Aki Kaurismäki. “Nos conocimos con Aki por medio de mi distribuidor, y él le dijo a Timo que yo tenía muchas ganas de laburar con él. Así que le mandé un mail, para conocerlo, cuando estábamos por filmar en Dinamarca las primeras escenas. Y Timo se vino desde Portugal (Aki y él viven en Portugal) en auto: estuvo tres días viajando hasta Dinamarca con su cámara de 35mm, adonde se vino a filmar cuatro días. Es un punk de 52 años al que le gusta mucho trabajar. La verdad que desarrollamos una química muy buena y terminamos en buenos términos para hacer cosas a futuro. Pienso que parte del laburo como director es ese: encontrar las personas que siento que me van a ayudar en el rodaje y respetarlas. Porque llamar a gente que admiro o respeto demasiado para decirle lo que tienen que hacer, no me cierra mucho.”
¿Cómo pensaste el montaje?
–El montaje pasa por saber dónde empezar y dónde terminar el plano. Muchas de las cosas no salen del guión, sino de tu propia percepción sobre lo que les pasa a los personajes. Mis películas se sienten más intuitivas en relación con el espectador, que la información que dan. No hay tanta información si no la da el espectador. El enrarecimiento lo da el tiempo y el espacio, cómo avanza la narración. Y en ese ritmo aletargado que tiene, incluso con el formato que tiene, que es como de proyección de diapositiva, uno no espera tanta acción. Empieza de a poco a transformarse en otra cosa; en algo más introspectivo, algo más inconsciente, algo que no puedo definir porque no sé bien qué es. Y no es por hacerme el rebuscado, es algo que le pasa a mucha gente que laburó conmigo en la peli, que no terminan de saber bien por qué se da cada cosa. Pero al otro día se despiertan y siguen pensando en la película.
Se habló de Jauja como un quiebre en tu filmografía, pero lo cierto es que tiene muchos vínculos con películas anteriores. Sobre todo con Liverpool y Los muertos.
–Jauja es más sensitiva. Quise darles a los personajes algunas concesiones, también; la verdad que la veo como una película que muta, que se transforma sobre sí misma. La libertad es una película cíclica, empieza y termina en un mismo lugar. Los muertos también es más cerradita, si bien narra un viaje, comienza con la liberación de un preso pero el personaje termina preso por otras razones. Fantasmas es una película más caprichosa, una comedia muy particular, más laberíntica. Es más un punto muerto, que es la metáfora del punto muerto del cine que a mí me gusta.
¿Cómo te llevás con las series, que ahora están tan en boga?
–Quise ver Breaking Bad, y la dejé. Ahora quería ver True Detective. Pero no tengo cabeza para mirar una serie, me pierdo, no me engancho. Y me molesta que sean tan cortas. La verdad, si me siento a ver algo, quiero que me hagan viajar un poco más, y lo digo más desde la estructura cinematográfica. Necesito que tenga una propuesta sólida, en tiempo y en concentración, como para que yo me pueda adaptar. Por ejemplo, hace poco leí Los detectives salvajes, y si bien tiene esa cosa de la capitulación, que parece una serie, “la duración” que se propone como un todo me hace ver las cosas diferentes; en cuarenta minutos, la verdad, no puedo ver nada.
Hace poco dijiste en una entrevista que te gustaba más hacer películas que mirarlas.
–¡Tampoco me la paso filmando! Jauja es mi primera película en seis años. Me lleva mucho tiempo pensar una idea y después juntar todas las fuerzas para llevarla adelante. Pero realmente no soy un director que esté mirando muchas películas todo el tiempo. Hay directores que son mucho más cinéfilos que yo. Miro lo de mis amigos, sí. Y a veces algún amigo viene con una película y me dice, dale, mirá ésta, entonces me siento y la miro. La última de Rejtman, Dos disparos, me gustó muchísimo. Durante los tres, cuatro años que estudié, vi mucho cine, sí, y también me guardé muchas películas para cuando sea más grande... No sé. Es lo mismo que cuando me dicen ¿te gusta el fútbol? Y... no. ¿Pero te gusta jugarlo? Sí, me encanta.
Es una visión atlética del cine, como la que plantea Herzog.
–Tenés que estar ahí. Para buscar historias, también: viajo a los lugares y estoy, me quedo. Paro en pensiones, porque es más barato. De pronto me pregunto, ¿qué estoy haciendo acá, mirando el techo de una pensión en Ushuaia?, y me digo, nada, pasando el tiempo, esperando a que por la calle se me cruce uno a quien quiera seguir por un rato. Y es así como voy viendo. Estando. Otra no queda.
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