› Por Fernando Krapp
En varias entrevistas de otro tiempo, Fabián Casas se jactaba, de un modo casi lúdico, de no tener imaginación. Supo asegurar que no podía tener ideas como las de Tolkien o C. S. Lewis, menos como las que alimentan a Harry Potter, por más que lo intentara, y que lo suyo pasaba por otro lado. Por eso sorprende ver en los títulos su nombre: Jauja es realmente un cambio en el universo de Casas, quien parece moverse en diversas disciplinas artísticas como lo hacía William Burroughs cuando de golpe sacaba un disco con Tom Waits o hacía sus apariciones en cine o en galerías de arte. “Hay un cambio, un viraje, sí, en mi forma de escribir de ahora. De hecho, este guión empezó siendo una novela titulada El parche caliente, que todavía no terminé, pero terminé el guión.”
Es decir: Casas no adopta un modo “profesional” para trabajar (aprender el oficio, lanzarse en la carrera, etcétera) sino que lleva su propio mundo, su propia experiencia para cruzarlo y proponer una mixtura. Y ahí están los personajes típicamente “casasianos”: un soldado llamado Birrita, personajes que llevan el nombre de sus amigos de la infancia (Zuluaga y Pittaluga), un tipo que habla en francés y parece remitirse al coronel Mansilla pero en realidad se llama Milkibar, como una golosina, frases que recuerdan al flaco Spinetta y giros coloquiales que remiten a un presente incierto, un perro que hilvana las historias. “Se dice que esta película es un cambio en la estética de Alonso, pero yo tengo que decir que Alonso modificó mi propia estética. Y ahora no puedo pensar mi narrativa de un modo distinto a la experiencia con Jauja.”
¿Cómo surgió la idea de trabajar juntos?
–Yo era fan de sus películas antes de que él me contactara. Cuando nos conocimos, él me dijo que tenía ganas de cambiar la manera de contar, quería probar otra cosa; me propuso que trabajáramos juntos en un nuevo proyecto. Yo le dije que antes de hacer eso, teníamos que conocernos y hacernos amigos. Así que estuvimos dos años comiendo asado, tomando cerveza, conociendo amigos en común, hasta que finalmente nos sentamos a escribir. El tenía una idea de algo que quería contar en un lugar medio incierto y yo soy fanático de Mad Max. Así que fuimos tirando ideas, en muchas yo le decía “acá quiero que un hombre se convierta en perro”, y él me decía que eso no se puede hacer, y así fuimos puliendo un guión. El guión fue mutando y modificándose (hasta en el mismo rodaje). Lisandro es un tipo que te deja libertad para trabajar, tanto a mí como al resto del equipo. Cuando lo terminé, se lo pasé a Viggo, le encantó y propuso producirlo.
Supongo que muchas personas deben preguntarte por el significado de cada cosa.
–No te puedo decir lo que quise decir, sí te puedo decir lo que quise hacer: quise (y con esto digo “quisimos”) crear algo donde el espectador tuviera que poner su propia experiencia. Es una película que te queda resonando. El otro día hablando con Viggo me decía que tenía la película en la cabeza. Después de haberla filmado hace tiempo, todavía le quedaba resonando en la cabeza.
¿Qué tipo de metáforas encierra para vos el desierto?
–El desierto para mí es lo que se dice en la película: va contra la megalomanía del personaje y trabaja contra tu propio yo, contra tu propio miedo. Siento mucha empatía por los tipos, en este caso, por los personajes que están muertos de miedo. Y yo siento que el coronel Dinesen es un tipo muerto de miedo. También el desierto es algo que te purifica. Escribí una vez una canción para Pez titulada “Bettie al Desierto”, que dice algo parecido, cuando Bettie se va al desierto se purifica: “El desierto limpia todo lo que sobra / devora todo lo que no podés pagar / imposible volver atrás / y en cuestión de segundos ya no estás”.
La película trabaja con los lazos familiares.
–La familia es una patología que te acompaña toda la vida. Hay que meterla en la heladera para que no se pudra ni te termine tapando.
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