Domingo, 5 de abril de 2015 | Hoy
Por Claudio Zeiger
En una época, en las redacciones, se podía fumar. O mejor dicho, en una época legendaria y onettiana no podía concebirse siquiera una redacción que no estuviera envuelta en volutas de humo, bajo una luz perenne verdosa de pecera turbia y unos dedos amarillentos de nicotina aporreando la vieja y tozuda Remington. Supongo que Lilia Ferreyra habrá conocido algo de esas leyendas en sus tiempos de La Opinión donde, como contaba hace poco en un documental, hacían una olla popular que más parecía una suculenta paella que un guiso aguado. Yo la conocí en dos redacciones, una de ellas ésta desde donde escribo, bastante bohemia todavía, por cierto, pero donde no se puede fumar, salvo que seas Lilia.
Trabajamos varios años dándonos la espalda y la nuca, y no es una metáfora, ella trabajaba en un escritorio detrás mío que se fue llenando de marcas y quemaduras de los puchos que apoyaba y que se terminaban quemando en solitario. Hablábamos un poco así, de costado, dándonos media vuelta como semiclandestinos, como si nos pasáramos data de una conspiración que nunca se concretaba. Eran los tiempos del conflicto del campo, del nacimiento de Carta Abierta. Hablábamos y susurrábamos y después de una hora de masoqueo sobre lo-que-va-a-pasar, cada quien se hundía en su computadora. Ahora que acaba de morir, lo digo, lo escribo: me encantó, me siento orgulloso de haber sido no su amigo sino su compañero de oficina, de redacciones, el que le había tocado posicionalmente en suerte, como esos amigos del alma que hacés en el colegio sin darte cuenta, sólo porque te sentaron azarosamente en el banco a su lado. A pesar del humo y del ejército de ceniza que me tocó en suerte. O por eso mismo. Me gustaban esos arrebatos libertarios de quien no se doblega aunque se haga mierda. Jamás me hubiera atrevido a decir que, por su bien, dejara el cigarrillo. Tampoco la alenté a fumar ni compartí uno con ella, jamás. Y por supuesto hablábamos de otras cosas, además de política. De Rodolfo, obviamente, porque ella hablaba todo el tiempo de él como en un diálogo interno ininterrumpido; era muy fuerte presenciar eso, constatar que tarde o temprano siempre éramos tres en la conversación. Y hablábamos de literatura. Dejó poco escrito hasta donde sé, aunque Lilia era una narradora exquisita. Pero como corresponde a un dandy o a un militante, su obra fue más ella misma, la construcción de una subjetividad mediante el discurso, la palabra y la acción, la famosa praxis. Un militante escribe por medio de su pensamiento traducido en actos. Y, seguramente, si se detiene mucho tiempo a escribir, sentiría que está haciendo sus memorias y que eso lo enmohece y desalienta. Tampoco me extrañaría que en algún lado, en la heladera por ejemplo, aparezca un inédito de Lilia. Lilia era muy intelectual, un gran cerebro que no descansaba y que tenía mucha conciencia de la importancia de lo que queda escrito. Y por supuesto era un cuadro, como se dice. Era impresionante.
Varias veces, en esas conversaciones con las sillas de costado, como en las sobremesas despatarradas de las fiestas, hablábamos de peronismo. Y sin énfasis, sin impostación de dedos en V. Me gustaba que a diferencia de otros militantes que venían de los años duros, no tuviera ni una pizca de arrogancia y que tampoco hubiera en ella ni una gota de cinismo. Tampoco se abría como una flor nocturna. Al contrario, durante esas charlas típicas del cafecito antes de largar la tarea, uno constataba cómo se iba cerrando después de un movimiento de fresca apertura. Hasta ahí. Un fondo de reserva del que se ha educado en el rigor del silencio, en la cautela, en la parquedad de la mesa chica.
Y así compartimos esos fugaces momentos de redacción hasta que la abandonó para su último destino, laboral y personal. Primero fui notando que bajó el nivel de humo, el olor a quemado, que todo se fue haciendo más tenue y aburrido a mis espaldas, que ya no había cenizas en el viento. Hoy, mientras escribía estas líneas, miré varias veces hacia atrás, a mi costado. Giré la silla, varias veces, y ella ya no estaba.
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