Domingo, 24 de mayo de 2015 | Hoy
FOTOGRAFIA En nuestro país, la fotografía se ha dedicado, en su mayoría, a retratar el universo de la marginalidad y, en contraposición, a las clases altas. Pero se ha acercado menos a los sectores medios. Esos son los sujetos más destacados en la retrospectiva 35 años de fotografía de Ataúlfo Pérez Aznar, que con su mirada impactante y en ocasiones extrema refleja personajes fácilmente reconocibles sin eludir ni el grotesco ni el realismo.
Por Marcos Zimmermann
Hay un autorretrato entre calaveras, dos gordas imponentes, una mujer sosteniendo un caniche, gente rarísima haciendo una manifestación contra el divorcio o manifestando durante la visita del papa Juan Pablo II y un sector con varias mujeres desnudas precedidas por una pareja de monos abrazados. Hay también una fotografía familiar en el velorio del padre de Pérez Aznar, el esqueleto de una momia llorando, varios entierros en Brasil, dos travestis, algunas bailarinas de cabaret, una novia en el Central Park y Superman delante de un edificio moderno. Estas extrañas personalidades del mundo no son nada frente al extremo más espeluznante de esa fauna, que aparece vacacionando feliz en Mar del Plata: gente tirada en la playa como sapos, durmiendo en la arena con sus muletas al lado, intentando taparse del sol con una toalla diminuta en la Rambla, cargando caniches peluqueados o luciendo sus pieles disecadas por los rayos que atraviesan los litros de bronceador embadurnado sobre cuero acartonado. Tal es el espectro de personajes que componen la retrospectiva Ataúlfo Pérez Aznar, 35 años de fotografía, que se presenta en la Biblioteca Nacional hasta el 5 de junio.
A primera vista, las fotografías de Pérez Aznar dan la impresión de buscar el impacto fácil. Pero, en cuanto calamos un poco más profundo nos damos cuenta de que en ese horror está resumida una buena parte de nuestro bien amado “ser nacional”. La fotografía argentina ha descripto muchas veces, con gran profundidad, las clases sociales más menesterosas de nuestro país: retrató sus vidas desde diferentes puntos de vista y exhibió muchas situaciones que tocan el corazón. Y también las clases altas. Pero han sido menos los intentos argentinos de fotografiar la clase media, sobre todo en sus estratos más cercanos a los bordes. Los retratos de Pérez Aznar muestran, en cambio, al argentino mediocre por excelencia. Ese que peregrinó con monseñor Tórtolo a Luján en el ’76, se indignó en el ’78 con las “Locas de la Plaza” “porque los argentinos somos derechos y humanos”, y dijo asombrarse en el ’83 cuando se enteró de que los gritos desgarradores que oyó desde la casa de al lado, durante los ocho años de dictadura, eran de torturados y no un grupo de expresión corporal. Ningún otro fotógrafo describió hasta ahora, tan crudamente, a ese ciudadano deleznable, típico “argentino de bien, occidental y cristiano” que jamás pagó un solo impuesto en su vida porque siempre encontró una justificación para no hacerlo, y en el 2001 golpeó la olla en Plaza de Mayo reclamando los deberes del Estado para con ciudadanos honestos. El que hoy repite cada vez que puede que “la yegua” es una chorra y que este modelo político es sólo para los habitantes de Puerto Madero, pero que se jubiló, al igual que su mujer, la suegra y tres hermanas que jamás trabajaron... “con una jubilación de mierda”, claro. El que está indignado con las “entraderas” diarias que ve en TN y asegura que, “en este país, ya no se puede vivir” aunque, “por suerte”, a él nunca le tocaron. El que, ahora, ya más asentado económicamente, se dispone a votar a la derecha porque “el problema de este país (nunca dice ‘nuestro país’) es la gente de mierda que tiene (nunca dice ‘tenemos’) y los chorros que son todos los políticos (nunca dice ‘que somos’)”. El mismo que sostiene que “los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra y somos los trabajadores los que tenemos que vivir entre rejas” y está convencido de que el candidato de apellido cortito y fácil no va a chorear “porque tiene guita...”.
En suma, hasta Lisette Model, Dianne Arbus y Rober Frank hubieran quedado paralizados ante semejantes bellezas que nos legó Sarmiento. Pero, en nuestro país, este espectro de calamidades constitutivas de una buena parte de “nuestra maravillosa clase media” tiene, hace tiempo, rostro verdadero gracias a Ataúlfo Pérez Aznar. Fue él quien durante muchos años persiguió a los protagonistas de la mediocridad nacional por lugares públicos y privados, para dejar este testimonio en fotos que hoy presenta la Biblioteca Nacional.
Es también en el rescate de estos símbolos donde se encuentra la primera respuesta fotográfica, hasta ahora ensayada, a parte de las preguntas que se hacía Martínez Estrada en su Radiografía de la Pampa cuando intentaba definir la argentinidad. La lectura en clave psicológica de los fenómenos míticos y sociales desarrollada en la Radiografía y resumida en la frase final del libro, es la misma transferencia cultural que realiza Pérez Aznar, de la realidad a la fotografía, pescando algunos personajes de nuestra realidad que transforma luego en símbolos. Decía Martínez Estrada en la última frase de su libro: “Lo que Sarmiento no vio es que civilización y barbarie eran una misma cosa, como fuerzas centrífugas y centrípetas de un sistema de equilibrio. (...) Los baluartes de la civilización habían sido invadidos por espectros que se creían aniquilados. (...) Conforme esa obra y esa vida inmensas van cayendo en el olvido, vuelve a nosotros la realidad profunda”. Esa misma parte decadente de nuestro ser nacional, definida por Martínez Estrada, la que se asoma maltrecha en las fotografías de Pérez Aznar. Pero la tristeza, la pobreza y la melancolía no están tampoco ausentes: ciertas de sus fotos hacen reír pero, luego de mirarlas un rato, empujan al llanto.
Nada de esto es casual. La relación de Pérez Aznar con lo social comienza hace tiempo. Con su primera mujer, Helen Zout, tuvo que irse de La Plata, su ciudad natal, para evitar a los parapoliciales que los buscaban. Se encerraron durante meses en un departamento de Buenos Aires, casi sin salir a la calle. Fotografiar lo devolvió a la vida. Poco después, con el advenimiento de la democracia, Pérez Aznar abrió en La Plata la primera galería fotográfica del país, que contrafácticamente llamó Omega. En ella hicieron sus primeras muestras muchos de los fotógrafos que hoy poseen una obra reconocida. Oscar Pintor, Marcos López, Eduardo Gil, Juan Travnik y tantos otros, expusieron sus primeros trabajos fotográfico allí y dejaron su imágenes de arte en la retina de los platenses.
Quizá sea la misma pasión cruzada por la escasez de medios con la cual Ataúlfo gestionó esa galería durante tantos años, la que haga que se entremezclen en la sala Juan L. Ortiz de la Biblioteca Nacional el color, el blanco y negro, travestis, muertos, desnudos y objetos, un poco caóticamente. Y tal vez sea esa costumbre de “hacer” como se pueda, aquello que lo hará también reunir ese material en un libro que llamará Todos somos argentinos. En él estarán presentes temas tan diversos como las series de la visita de Juan Pablo II a la Argentina en 1981, del centenario de la ciudad de La Plata en 1982 y de la marcha contra el divorcio sucedida en 1986. Es obvio que esta acción es posible porque, aquello que ligó siempre los trabajos de Pérez Aznar, es la idea en que se fundan. Y su mirada crítica sobre el mundo aquello que los unifica.
Lo nuevo, ahora, es que esta exposición retrospectiva de Pérez Aznar no se limita a una sola sala, como hasta ahora era habitual, tanto para él como para las muestras fotográficas en la Biblioteca Nacional. En esta ocasión y, además de ocupar también un pasillo del tercer piso, hay varias fotografías puestas en paneles en la Plaza del Lector, contigua al edificio principal de la Biblioteca. Imágenes que componen el retrato más significativo de ese argentino mediocre que él fotografió durante tanto tiempo. Esa es la mejor idea de esta muestra. Allí, la misma clase de personajes que hoy ven el espacio público como un lugar de terror y violencia, pero que Ataúlfo fotografió en los años ’80, quedan obligados a permanecer inmóviles en el sitio del miedo y a sanar su vínculo con la sociedad. A la vez, llaman la atención a los habitantes de la Recoleta sobre la capacidad de la plaza pública de convertirse en lugar de encuentro y de discusión con otros estamentos sociales, algo a lo que el barrio no está acostumbrado.
Quizá sea esta la manera de Pérez Aznar de producir, con su retrospectiva fotográfica, un hecho no sólo artístico sino también político. Algo que hoy parece haberse diluido en muchos espacios expositivos porteños gracias a la idea de que sólo la ruptura dentro de los límites estéticos es válida en el arte. Pero el arte ha sido, muchas veces, también motor para la revulsión de valores culturales, y hasta sociales. El caso es que, luego de ver esta exposición, uno tiene la impresión de que, lo más movilizador de la obra de Ataúlfo Pérez Aznar está expuesto a la intemperie, donde ocupa un lugar simbólico aún más amplio, incluso, que sus propias fotografías. Como si el sitio que eligió el fotógrafo para mostrar la parte más sustanciosa de su trabajo de 35 años, propiciara que el viento que atraviesa la plaza impulsara su mensaje fuera del cuadro fotográfico. Y aventara de una vez y para siempre la mediocridad argentina que ha fotografiado, durante tanto tiempo, muy de cerca.
La muestra retrospectiva Ataúlfo Pérez Aznar, 35 años de fotografía tiene lugar en la Biblioteca Nacional, Agüero 2502, en la Sala Juan L. Ortiz y el la Plaza del Lector contigua. Hasta el 5 de junio.
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