Domingo, 21 de junio de 2015 | Hoy
ESPECTACULOS Con la presencia estelar de Susana Giménez en el teatro Lola Membrives, pero también con ofertas teatrales para todo público y elencos provenientes de la televisión y el mundo del espectáculo, transcurren por estos días unas veladas inolvidables en la avenida Corrientes, que nunca duerme y ahora menos, atestada de público y estrellas. Obras como Piel de Judas, Fátima para todos y Casa Fantasma marcan el nuevo vivo televisivo pero en el teatro, con la obra-fenómeno de Susana a la cabeza. A continuación, una crónica de tres noches a pura marquesinas, luces, tachos gigantes de pochoclo y humor para la familia.
Por Julián Gorodischer
Por suerte, una señora me sostiene el vaso de Coca justo en el segundo en que se me patinaba hacia el piso. No me alcanza el brazo para sostener el tacho gigante de pochoclo de único tamaño extra-large, la entrada al teatro, un block para anotar, la lapicera, y además el vaso. El hall del Astros (Corrientes 746) es una escenografía en dorado y rosa, con muchas damas de flequillos platinados y cutis brillosos como recién salidos de la cosmetóloga haciendo la fila, y muchos dientes manchados de rouge. Boinas negras, pañoleta dorada con flores, niña de vestidito fucsia y moño en la cabeza. Su mamá la luce ante cuanta anciana se agacha y le pregunta: “¿Cuántos años tiene la princesa?”. Enmudecida está la princesita empachada de azúcares, la mirada al piso, el rictus previo al llanto.
Después, ya estamos adentro: llenamos una tercera parte de la sala Jorge Guinzburg; esperamos, todavía mansos, lo que será un desfile de furcios y olvidos con intención –por lo recursivos y festejados– de algunas partes del libreto. Lo mejor que se puede ostentar, en este espacio, es naturalidad, espontaneidad, “transparencia”, cercanía. El capocómico clásico, Emilio Disi, impuso el tono: está dado por la mirada que huye al fuera de campo como marca la vieja escuela del sketch de No toca botón a Rompeportones; así se define a ese tipo suave de la ironía que se agota en el descreimiento sobre lo narrado, sin aportarle un sentido que lo resignifique.
Aquí, el humor no se plasma en chiste, sino que se instala como intención autoparódica. La excusa que hace avanzar la trama es de un nivel de incorrección que la tele no soportaría; es discursivamente etno-estigmatizante: una mansión es disputada por unos hermanos y un impostor, y todos ellos, los blancos, son espantados y amenazados por el fantasma de un indio feo y malo que la habitó hace siglos y la maldijo, tras serle expropiada.
Promedio de edad: 60. Pero justo al lado mío, uno de unos 30 aproximados: pibe obeso, pelilargo, actor “del off” –escuché que así se identificaba ante unos conocidos, antes, en la fila–, quien me viene peleando el apoyabrazos a pura liberación de la carne trémula y lechosa de su antebrazo. Ahora existe sólo eso. El contacto –la conciencia de tocarlo– se renueva cada 1, 3, 5 minutos, cada vez que este actor –hoy espectador– celebra aplaudiendo cada nuevo ingreso (según el protocolo de la extinta comedia televisiva de living), cada vez que suelta un poco más la carne blanda, hasta que me muevo hacia atrás.
Un poco más hacia atrás. Ahora, a mi lado: mamá y la nena. Pochoclo y Saladix para una sola criatura. El crujiente masticar y el hedor de ese barniz me llevan cada vez más atrás, más al costado, al lado del pasillo. La creciente excitación colectiva llega a su apogeo total cuando irrumpe Lizy Tagliani, renovación promisoria del icono travesti-masmediático, que se va haciendo cada vez menos glamoroso, menos femenino, más cerca de las ramplonas “chicas” de los antros del under gay. “Ese proceso es interesante”, concluyen los especialistas en cultura queer, que ahora ven realismo y construcción de identidades complejas donde antes sólo se veían estereotipos mediáticos, machismo, y acatamiento a los mandatos de la doxa.
Acá se siente el nuevo “vivo” televisivo pero en el teatro: los destellos se dan con la camaradería entre dos que se equivocan –por ejemplo Emilio Disi y Freddy Villarreal–: otra vez, ¿cuántas van?, sus miradas van a los culos apretados de Laurita o Lourdes, las soñadoras de Tinelli, chicas bonitas, “botineras de los productores”. Así se instala la corriente de empatía con la obra, basada en el tono de “detrás de escena”, en la suave denigración de todos. Extasiados quedamos cada vez que llegan los picos de esta comunión desaforada en la que la misma que antes la ovacionó ahora le grita: “¡Ay, por favor, mi amor!”, para apoyar a la ídolo repentino del momento, a Lizy. “Peligroso es encontrarse conmigo sin afeitar a las 10 de la mañana”, sigue la travesti, y decreta el clímax.
“Indígena cagón, cacique”, le gritan los actores a la imagen proyectada del indio con mueca de payaso y aullidos a lo Poltergeist. Cada tópico de terror infantil, cada reducción al absurdo de un motivo argumental, es la prueba de que los actores se están divirtiendo; no actuando; están “jugando”, representando una virtud muy televisiva: ser cándidos como niños. Cada micrófono que no funciona, cada gaffe, cada traspié, merecen un aplauso o un “Bravo”. A falta de recursos histriónicos, abundan las inflexiones de la voz. Y prima la actitud vacilante al pasar la letra, como si siempre fuera la primera vez, nunca rutinarios, jamás burócratas.
Acá estamos, otra noche, sentados en la platea colmada del Tabarís, esperando que empiece Fátima para todos. Ah, la confortable seguridad del “humor para toda la familia” –tal como se presenta– de vertiente televisiva; hay cantidad de señoras con la mano apoyada en el dorso de la del marido. Uno de esos señores adquirirá, en minutos, una relevancia impensada.
“Vos, Mantelito (de Fátima al señor de la camisa cuadrillé roja, en la quinta fila), ¿cuántos años de casado tenés?” Así empieza el escarnio. Será una obsesión, la referencia a Mantelito, a la que Fátima volverá varias veces, durante lo que dure la obra. Después, la autorreferencialidad es constante: la trama indica que un psiquiatra (el doctor Tusikis, Julián Labruna) nos presenta el “caso Fátima”. La hipótesis es que ella se dedica a imitar porque “la abuela le decía Fat-imita”. Otra argumentación patologiza el trabajo del imitador a rango de variante esquizofrénica. En este tipo de teatro participativo alguien se deberá sacrificar para satisfacción del resto de los presentes. No hay posibilidad de negarse a subir si Fátima te señala. De tocarme subir, voy a llevar hasta el extremo la inmovilidad y la negativa en mi butaca, a ver en qué deriva. Pero no habrá experiencia performática. El hombre ya fue elegido hace rato; Mantelito es quien sube, con su señora.
Estamos siendo muy exigidos: a reír, aplaudir, ovacionar... Se nos interpeló para un aplauso de pie ante la caricatura de Sandro. Lo hicimos. Es molesto pararse y sentarse, levantar el bolso, sostener el abrigo. Ahora, sí, el momento alto del show, me pone contento: es cuando Mantelito sube con su esposa al escenario. “¿Cuál es el secreto, mami?”, dice Fátima a la señora, de pie, de la mano de Mantelito. “Aguante”, dice ella, sin sonreír. “Piquito”, grita el público a la pareja de septuagenarios; ella, pudorosa, retrocede. “Piquito-piquito-piquito-piquito-piquito”, al borde de un linchamiento discursivo. Fátima señala a Mantelito: “Más alzado que primer nieto”, lo define. Dice de ambos: “Otra que Onur y Scherezade de Las mil y una noches”.
Y sí, “se puede”, vira más tarde, al tono como evangélico, en la cima eufórica: se levanta, la gente, y alaba a Domingo (Mantelito) y a Beatriz, 57 años juntos. Amemos a los viejos, y tributemos a los ídolos muertos. Qué experiencia edificante. Ya quiero ir a comer la promo de dos de Cheddar a Kentucky, que le robó la franja junior a Güerrín y Banchero y, la verdad, cómo las ansío ahora. “¡Pero qué aplaudidores se vinieron los de esta función del viernes!”, sigue Fátima, inclinada a extenderse en bises. Llegan los cuadros de Madonna y Michael, sigue otra invocación a ponerse de pie para Mantelito, que a esta altura ya cabecea.
Con respecto a Fátima: qué notable es su cualidad mimética, subrayada en el bloque final, cuando interpreta sin disfraz ni máscaras. Atraviesa con destreza cada estereotipo gestual. Y sus divas y cómicos y cantantes son de una correspondencia inobjetable con el referente real. Falla, eso sí, en el guión, que se mueve entre la ingenuidad y la subestimación de quienes no deberíamos habernos quedado con sentidos tan toscos y anacrónicos sobre el matrimonio, la femineidad, el éxito, la nacionalidad. Salimos cabizbajos, los disfuncionales, los apagados, los que no vibramos con la escena del “matrimonio perfecto, asexuado, para darse compañía”, entre otros tópicos que los hicieron levantar sus brazos y batir las palmas con fuerza, por ejemplo cuando Fátima le señaló a Mantelito “la carpita” que se le había armado bajo el cinturón, después del piquito o por proximidad con las bailarinas, y él bajó la mirada como disculpándose.
El espontáneo debate está subiendo en decibeles: están las que reclaman que la cola dé la vuelta por Talcahuano y las que –no se sabe cómo– impusieron la voluntad de que haga un rulo y dé la media vuelta por Corrientes, obstruyendo el paso de los transeúntes que no tienen por qué complacerse con que “la obra-fenómeno” le haya devuelto el pulso intenso a la avenida, sobre todo cuando la cuenta regresiva anuncia la salida de la diva a las devotas que acampan junto al vallado. Pero esta escena transcurre mucho antes de esa salida de la diva máxima; todavía no comenzó la función. Y ya se ha generado un caos de colados y lentitud que hacen que la fila no avance. Faltan quince minutos para que empiece Piel de Judas, y se corre el rumor de que hay una mujer con muletas que, por pagar la entrada más barata, está demorando a todas y exige ayudantes para ser subida a la tertulia por escalera. Sus defensoras piden no juzgar a la que, seguramente, no pudo haber pagado por una ubicación mejor. La ansiedad puede llevar a comportamientos viles. Avanzamos tensos y ansiosos, hostiles y molestos.
Una señora –bronceada de junio– es víctima del hábil histeriqueo de un vendedor que les va diciendo “Qué linda que sos” o “Venimos del mismo pueblo” y las enreda en la galantería hasta hacerles pagar el DVD de musicales de Broadway que ofrece; está ubicado casi llegando a la puerta del Lola Membrives, y algunas no se resisten a su parla. “Apure, señora”, se le atreve otro pibe, al lado mío, a la bronceada de junio, detenida junto a los DVD. El que gritó es el novio de una chica de dos trencitas enlazadas con un broche en forma de corazoncito. Entramos al teatro: “Muy Susana”, exclama la mayoría cuando ve la proliferación de dorado, con mucho despliegue escenográfico; se ha contemplado la rotación de diferentes rincones de una mansión en las afueras, y su entorno campestre, que van quedando expuestos al público.
“Usted es la reina de las zorras”: ésa es Marion, el personaje de Susana, una arpía dedicada a injuriar que hace de “mujer de un hombre importante” hasta que aparece una peor (el personaje de Mónica Antonópulos) que la redime por ser lo más bajo que puede afectar, o afectó en el pasado, al colectivo de espectadoras televisivas que compran el valor Susana: la otra es una robamaridos; Susana-Marion es “una mujer”. La otra representa la suma de los males: impostura, seducción mal intencionada con la mira en un hombre que tiene dueña, carajo; la realización femenina se mide en la habilidad para retener al macho; y nada es más grave en este mundo que una “trepa” se meta con un hombre casado.
Un folklore de lo nacional, deslucido e intercambiable –pasado por la cultura de masas– se hace presente en el elogio del insulto porteño que, en el caso de Susana, genera el clímax de empatía. “Conchuda de mierda”, dice (aplausos). “Cornuda de mierda”, dice (una ovación). Extasis del público al ver brillar al icono que elegimos como ídolo: ese colmo de la falla, del no saber, del equivocarse (aquí, el “dinosaurio vivo”, aludido alguna vez, se ofrece como souvenir). “Te cagó una paloma, boluda”, sigue Marion-Susana. Esta es la Su de la gente, marcando identidad contemporánea desde “Shock” a “La Mary”, brillando como su marquesina traída especialmente de la China en la calle que, ahora sí, no duerme en serio, por el ruido de las que, desde temprano, se disputan un mejor lugar para la próxima vez que salga del teatro. Su modelo de “extraviada temperamental” es la paradoja que construye magnetismo; es la mujer doble, niña fatale, vieja joven, enamorada y dejada, semiconsciente, con la mirada un poco bizca que parece dirigirse a un fuera de campo, estilo Belle de Jour.
Quedan, a la salida, el sabor de la reducción de personajes a estereotipos y la bajada de línea sobre los modelos legales y legítimos de vincularse en el amor; quedan el rictus fijo y la interpretación de única gama: dos gamas, en verdad, una en cada mitad de la obra (de “yegua mala” que habla grave a “esposa víctima” que habla agudo), el packaging antepuesto al contenido, y una dificultad enorme para movernos, público, cuando estamos yéndonos, saliendo del hall del teatro hacia la calle, justo atrás de unas señoras que no piensan ni moverse de la puerta del teatro hasta la una, hasta que Susana salga y la marquesina digital traída de la China vaya descontando los minutos. Y es un detalle si taponan o no el flujo de personas. Se plantan junto al vallado, otras en el primer piso que funciona como palco, en esta interminable coda. A punto del momento memorable que se guardarán de por vida: cuando vean salir, ubicadas a centímetros, a una rubia de extensiones de gemela albina. En apenas un instante, la veremos subir a su 4x4, y nos iremos felices a la cama.
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