Domingo, 21 de junio de 2015 | Hoy
Cine En dos semanas se estrena Te sigue (It Follows), la película de terror adolescente del director David Robert Mitchell que fue celebrada como la mejor y la más inteligente en mucho tiempo –después de pasar por Sundance, Cannes y otros festivales consagratorios–. La historia se inspira y abreva de la tradición de las películas slasher de los ’70 y los ’80 y en especial del subtexto sexual, entre la represión y el deseo, de películas como Halloween o Pesadilla: aquí la maldición, el fantasma, la cosa que “te sigue” se transmite sexualmente y sólo es posible deshacerse de ella teniendo sexo. Y toda esta persecución terrorífica, pesadillesca y erótica transcurre en una Detroit sin tiempo, donde los jóvenes que transitan esa ciudad desolada viven un brutal y sangriento salto a la madurez.
Por Mariano Kairuz
Sexo = Muerte. En la lectura más común del género slasher –películas consagradas a describir una serie de acuchillamientos de adolescentes, forjadas a partir de fines de los ’70 y principios de los ’80, con las sagas Halloween y Martes 13 a la vanguardia– el impulso sexual de los protagonistas equivalía a la muerte, a manos de los asesinos titulares. El sexo púber, en general consumado a espaldas de los adultos, era castigado, y las vírgenes, las mojigatas (o las “responsables”, que no se entregaban a la fiesta desenfrenada en ausencia de sus mayores) se salvaban, con un poco de suerte. Los estudios académicos y los artículos de especialistas y críticos sobre el género identifican un elemento central en estos argumentos, que puede ser leído tanto como una impugnación moralista de sus protagonistas como todo lo contrario: una expresión catártica de la ansiedad, de los miedos y represiones que acompañan el despertar sexual.
A mediados de los ’90, una nueva saga slasher, las Scream del guionista Kevin Williamson y el director Wes Craven, fundó algo así como la siguiente generación, al poner en negro sobre blanco, con total autoconciencia, las reglas de un género que había sido uno de los principales consumos de chicos que ya habían empezado a crecer en un entorno un poco más abierto en materia sexual. Hacia fines de la década se estrenó Asesino de vírgenes (Cherry Falls, 2000), del australiano Geoffrey Wright, que venía a proponer una aventura contraprogramática respecto de la tradición del género: la acechanza de un psicópata que mata a aquellos teenagers que aún no debutaron sexualmente y despertaba el pánico masivo entre la población estudiantil del pequeño pueblo de Cherry Falls, volviendo por una vez explícita la coincidencia entre impulso hormonal e instinto de supervivencia. La idea, que era brillante pero estaba bastante mal ejecutada, tenía al menos la virtud de plasmar en un producto de estas características escenas inusuales como la de una orgía gigante entre chicos y chicas en edad escolar. Una locura en términos de un cine que se estaba volviendo tremendamente conservador.
En mayo del año pasado, el director independiente estadounidense David Robert Mitchell presentaba en La Semana de la Crítica en Cannes (y luego en la edición de este año de Sundance), su segunda película, It Follows, y despertaba los comentarios más entusiastas de la crítica internacional (todos del tenor de “la mejor película de terror adolescente en mucho tiempo”) y volvía a evocar la fórmula: “Sexo = Muerte”. It Follows no es, técnicamente, un slasher porque no hay acuchillamientos, ni tampoco (técnicamente) un villano, sino que se parece un poco más a las películas de fantasmas, y en algún punto –por la amenaza invisible o mutante– a la serie Destino final. Pero coincide con las Halloween, las Martes 13, las Pesadilla y sagas afines, en que sus protagonistas en peligro son adolescentes. Como ellas –y más sugestivamente que muchas de las películas de este tipo– explora la ansiedad y los temores propios de la edad. Los que tienen sexo corren el peligro de morir, pero con una vuelta muy particular que ya le ha dado, a pesar de su presupuesto reducidísimo y su reparto de desconocidos, un aura de culto y una circulación masiva inesperada: a través del sexo, los chicos y las chicas les pasan una maldición a otros adolescentes. A su vez, para sacudirse esta maldición letal de encima, a los chicos “infectados” sólo les queda una alternativa: pasársela a otro por la misma vía por la que la recibieron, es decir, teniendo relaciones sexuales. Coger te puede matar (como en los slasher de los ’80) y, un poco como en la malograda Cherry Falls, sólo coger te puede salvar.
Definitivamente la película más original que ha dado el cine de terror en los últimos años, tras pasar por Sundance, Cannes, el festival de Mar del Plata y el Bafici, It Follows tendrá su estreno comercial en las salas argentinas, anunciado para el próximo jueves 2 de julio bajo el título, bastante fiel, de Te sigue.
Si los ciclos del cine de terror suelen surgir como reflejos más o menos indirectos de los terrores propios de cada época, se ha dicho que el renacimiento del cine de fantasmas ocurrido en los últimos años expresa de algún modo los tiempos paranoides que vivimos. Para el cine de Hollywood –que hizo confluir en este género las fórmulas del J-Horror, el cine de fantasmas japonés que tiene raíces tradicionales, y el found footage, el falso documental habilitado por la sobreabundancia de camaritas digitales y una socidedad de vigilancia total y permanente– pudo deberse en parte a que el fantasma es la amenaza invisible como el ántrax, a que el fantasma es el Otro en el que se esconde un enemigo al que no podemos identificar a simple vista; a que el fantasma es la sensación de miedo permanente, lo que nos priva del sueño, que nos lleva a mirar sobre nuestros hombros en todo momento, nos hace desconfiar de lo que vemos. En este sentido, en Te sigue David Robert Mitchell lleva el miedo paranoico a un extremo salvaje, no a través de recursos fantásticos, sino por la vía contraria: la de cierto realismo.
Como habrá de comprobar la joven protagonista Jay (la casi desconocida y estupenda Maika Monroe) tras la cita con su novio –cine, cena, sexo en el asiento trasero del auto de él estacionado en un descampado– cuando despierte de su sueño de cloroformo atada a una silla con rueditas, para escuchar las explicaciones del muchacho, la maldición que acaban de transmitirle tiene la forma no de un fantasma, sino de varios. Cada vez que sufra estas apariciones, el fantasma tendrá un aspecto distinto: más joven, más viejo, hombre o mujer, más saludable o más descompuesto; enteramente desconocido para quien sufre la persecución, o acaso alguien a quien conoce íntimamente. Todos tienen en común que se dirigen en dirección a la víctima caminando, a paso tranquilo pero que –un poco como Michel Myers, de Noche de brujas, que nunca corría– siempre la alcanzan. Como le explica con culpa el chico a la ya infectada Jay, el contacto con el fantasma puede ser mortal. Por supuesto que el infectado entra en un estado de paranoia fatal: en principio, sólo puede sacarse la infección de encima engañando a alguien más; y pronto se encontrará sumida en un estado de alerta permanente. ¿Es esa persona que viene caminando por allí, en la calle, en los pasillos de la escuela, en el supermercado, alguien real, o es un fantasma? ¿Los demás también pueden verlo? ¡¿Viene hacia mí?! Aunque reconoce varias influencias más o menos directas como las de George A. Romero –que creó al zombie infeccioso–, La invasión de los usurpadores de cuerpos y en particular varios títulos de John Carpenter –referencia que se hace explícita en los escenarios suburbanos del film pero especialmente en la banda sonora electrónica compuesta por Rich Vreeland, que firma como Disasterpeace–, Mitchell dice que la idea original de Te sigue, la del perseguidor que cambia de rostro cada vez, proviene de pesadillas que él mismo tuvo cuando tenía unos nueve o diez años. “Era un monstruo que se veía diferente todo el tiempo –recuerda–, y sólo yo podía verlo. Y como en la película, siempre caminaba hacia mí. En el sueño yo conseguía escaparme metiéndome en una habitación, o en un callejón, o corriendo calle arriba. Lo sexual entró después, en la adolescencia, pero lo importante era la sensación de horror y ansiedad, de saber que siempre había algo persiguiéndome. Entiendo que es eso, que es un sueño de ansiedad, y sea lo que fuera que me estaba pasando en ese momento –como el divorcio de mis padres– supongo que tuvo algo que ver.”
Por supuesto que al tratarse de una maldición que se transmite sexualmente, las principales lecturas que Mitchell recibió de la película decían que se trataba de un aggiornamiento del subgénero de sexo y muerte adolescente para tiempos del sida; pero aunque el director entiende que sea vista de esa manera, prefiere que no se la reduzca a esa única interpretación. “No quiero que se la etiquete como un STD Horror Film, el film de terror sobre enfermedades de transmisión sexual, porque creo que lo limita. Claro que lo pensé, y es una de las comparaciones más obvias, pero es sólo una de las posibilidades. Forma parte de la película, pero yo creo que la película es más bien una pesadilla, y por lo tanto es algo que no se puede explicar ni resolver. No quería que fuera una de esas películas de terror que se hacen a menudo, que pronto se convierten en una historia de búsqueda de origen. Muchas veces las películas de terror empiezan lidiando con este elemento que aterroriza a sus protagonistas, que al principio intentan sobrevivir pero enseguida salen a buscar respuestas. Jay y sus amigos van a intentar en grupo detener esta cosa, un poco como pasaba en las películas de los ’80, pero están atrapados en algo que es como mi pesadilla. Y lo cierto es que las pesadillas no pueden ser explicadas, ni entenderse del todo.”
Nacido hace 41 años y criado en Michigan, David Robert Mitchell se hizo de cierto renombre en el circuito independiente cuatro años atrás, cuando completó su ópera prima The Myth of the American Sleepover, una película pequeña –y sensible sin esnobismo ni pose– que conseguía capturar algo absolutamente genuino sobre la adolescencia en una serie de viñetas que se desplegaban a lo largo de un único día y una noche, como dos films seminales de ese subgénero, American Graffiti de George Lucas (en los ’70) y Rebeldes y confundidos de Richard Linklater (en los ’90). Como The Myth..., It Follows está filmada en partes de Detroit en las que Mitchell vivió de chico y que conoce muy bien. Y como en The Myth..., también hay en It Follows una sugestiva atemporalidad en la que se mezclan elementos (decorativos, automovilísticos, de comunicación) de los ’70, ’80, y las décadas siguientes. Nunca un iPad, ni una cuenta de Facebook, pero una de las amigas de la protagonista lee El idiota de Dostoievsky en la pequeña pantalla de una suerte de celular y e-reader inventado por la producción de la película, un aparatejo con forma de concha marina, un toque retro que probablemente hoy se vendería bien como producto de diseño pero que en el film apoya la construcción de ese escenario anacrónico –en el que Jay va a ver el clásico Charada a un viejo cine de revisión que existe en serio en Michigan, y que mantiene sus viejas butacas e incluso a su organista–; un tiempo que no es hoy ni tampoco treinta años atrás. Esto tiene bastante que ver con la credibilidad de la que logra dotar Mitchell a sus personajes adolescentes, en sus dos películas (a Maika Monroe la acompaña un reparto notable de ignotos, como Daniel Zovatto, Jake Weary, Olivia Luccardi, Lili Sepe, y Keir Gilchrist como el tímido amigo enamorado más o menos secretamente de Jay, tanto que está dispuesto a “sacrificarse” sexualmente a ella para liberarla de la maldición). “La cultura joven se mueve muy rápido –dice Mitchell–, y Hollywood apenas se esfuerza por mantenerse al día. Año tras año, varios equipos de guionistas ofrecen las mejores aproximaciones de la experiencia adolescente que son capaces de escribir, pero casi todas están basadas en sus reminiscencias de algo que caducó hace dos décadas.” Te sigue busca deliberadamente no quedar fechada, porque sus “jóvenes” –llamados en general jóvenes por gente que ya no lo es, casi nunca por otros jóvenes– pasarían a ser falsos adolescentes.
A su vez, la ausencia casi total de adultos en la que los adolescentes enfrentan su potencial muerte joven convierte la experiencia del film de terror en una suerte de relato de iniciación, de brutal, sangriento salto a la madurez; un elemento sobre el que se consolidan clásicos como el primer Halloween de Carpenter. También como aquélla, o como en la saga de Freddy Krueger, la pesadilla de los protagonistas funciona como una suerte de lado oscuro de la tranquila vida suburbana, pero a diferencia de aquellas películas –y de las producciones de Spielberg, como Poltergeist o Los Goonies, que empezaban mostrando las soleadas calles y casas de una clase media próspera y optimista para después castigarlos con posesiones y secretos oscuros–, la Michigan de Te sigue es desde el primer momento un espacio tranquilo, algo desértico, silencioso hasta la depresión; y cuando los chicos, que acompañan a Jay en su desesperación, salen un poco hacia las afueras, más allá de la famosa 8 Mile que divide las casas que siguen de pie de las áreas más empobrecidas, enseguida se encuentran con los baldíos, las mansiones abandonadas, las construcciones a medio hacer o incendiadas y las largas distancias llenas de nada que se han convertido en la postal más difundida de Detroit: la ruinosa desindustralización de la ciudad, golpeada por varias crisis económicas. “Escribí el guión para que transcurriera allí –dice Mitchell–. Uno de los temas de la película es la separación que existe entre la ciudad y los suburbios, y cómo se la siente. Para mí era importante filmar ahí, porque realmente me importa ese lugar y espero que no parezca que estamos explotando la pobreza de Detroit. Es muy difícil mantener ese equilibrio y confío en que la gente no vea sólo la desolación en mi película.”
Porque la ciudad se ha vuelto, como consignan algunas críticas norteamericanas, un lugar muy atractivo para la narrativa apocalíptica, pero en todo caso para Mitchell esa sensación apocalíptica es un poco la adolescencia misma, y los terrores de Te sigue –a la insondable naturaleza del deseo sexual, a la muerte, al otro– los componentes esenciales de nuestras vidas cotidianas como adultos.
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