Domingo, 12 de julio de 2015 | Hoy
HISTORIETA SERGIO LANGER
El mismo confiesa que se trata de su libro más autobiográfico y al repasar las 300 increíbles páginas de Judíos (Planeta) queda claro que estamos frente a un Sergio Langer puro: irreverente, brutal, a veces ingenuo, otras osado. Hijo de inmigrantes rumanos y polacos –su madre estuvo prisionera en campo de concentración–, criado en el barrio de Once, autor de La Nelly y Mamá Pierri, en su nuevo volumen se dedica a repasar cuestiones de su universo judío: el Holocausto, los nazis, el conflicto de Medio Oriente y la religión, siempre desde la ironía y el humor negro, en ocasiones negrísimo.
Por Mariano Kairuz
“Nunca me propuse hacer un libro sobre judíos”, dice Langer en el extraordinario prólogo de su extraordinario, salvaje, incorrecto y divertidísimo libro Judíos. “No me considero un ‘humorista judío’, ni recorrí ese género”, agrega, aunque para explicar a continuación que “con los años me di cuenta de que la temática judía se repetía en una serie de trabajos. La serie tenía un peso propio que reflejaba mi manera de ver algunas cuestiones de mi universo judío: el Holocausto, los nazis, el conflicto de Medio Oriente y la religión, siempre desde la ironía y el humor negro, tratando de evitar el lugar común y a veces metiéndome de lleno en el estereotipo y en la carne de un antisemita”.
El humor de Langer (y su estilo gráfico) puede ser, a veces, verdaderamente brutal, como tuvo oportunidad de comprobarlo cualquiera que haya seguido sus historietas a lo largo de más de tres décadas en revistas como Humor e Inrockuptibles; a su esperpéntica Mamá Pierri en Barcelona; a La Nelly en Clarín, o a su serie “Clase Media” en distintas publicaciones, o se haya acercado a alguno de sus libros, como Blanco y negro o el Manual de historia argentina, de Carlos a Néstor. Judíos (Ed. Planeta) combina algunos chistes francamente inocentes sobre la cultura judía (o sus estereotipos más difundidos), con otros inofensivos pero repletos de hombres-bomba y fundamentalistas de distinta laya, y otros más que bien podrían erizar los pelos de más de un miembro de las más importantes instituciones judías argentinas. El tono que resulta de esta cruza aparece definido con nitidez en la página introductoria de la historieta La vida es bella, que Langer publicó originalmente en Fierro y que ahora, con algunos agregados, abre el libro. En esa primera página, un niño le pregunta a su madre dónde estaría hoy si el Holocausto no hubiera ocurrido, lo que le da pie a la mujer para imaginar una vida venturosa con un tal Isaac y la familia que hubiera formado con él. “O sea que no hubieras venido a la Argentina... No hubieras conocido a papá, yo no hubiera nacido...”, dice el chico, como cayendo de pronto en la cuenta de que una condición indispensable para su mera existencia es que haya tenido lugar uno de los episodios más aberrantes del siglo XX. “¿Y si pudieras cambiar el destino qué harías? ¿Salvarías a los seis millones que mataron los nazis o a la familia que armaste acá en la Argentina?”, insiste el chico, entre alarmado y excitado. A lo cual sigue una suerte de relato contrafáctico, en el que los ciudadanos alemanes salen a detener el avance del antisemitismo en su país en 1932, los barones de la industria renuncian –en nombre de un improbable impulso humanitario– a la mano de obra esclava de la que se beneficiaron en los ’40, los oficiales de la SS se suicidan en masa empujados por la culpa, y la Iglesia Católica reclama fervorosamente el fin del plan de exterminio nazi.
“Este libro es para mí el más autobiográfico”, le confirma Langer a Radar, y no es poco decir para un tomo impresionante de más de 300 páginas en cuya tapa una estrella de David caricaturizada –con el trazo sucio y algo crispado que caracteriza a su autor– parece bailar con una expresión entre alegre y psicótica.
Y ese chico que interroga a su madre es, claro, el propio Langer, Sergio Langer, arquitecto, dibujante y humorista gráfico nacido en 1959, hijo de una mujer rumana que fue prisionera en los campos de concentración entre 1941 y 1944, y de un comerciante polaco que, como buena parte de su familia, llegó a la Argentina en los años ’30, antes de la guerra, para trabajar en el sur. El es ese muy inquieto pequeño de segunda generación, para quien el Holocausto forma parte de su propia historia, y a la vez empieza a serle un poco ajeno, o al menos un evento que ve con una perspectiva distinta de la de sus padres; una perspectiva vital, la de quien cree que sin olvidar la historia ni negar sus capítulos más oscuros, hay que tratar de seguir adelante. El chico que puede dibujar las escenas más tremendas con los campos como escenografía; hacer chistes con rabinos, parodiar el estereotipo del judío amarrete o hábil negociante; que se obsesionó con la guerra contra los nazis (y antes de empezar el secundario ya había leído El gran proceso, de Santander, sobre el juicio a Eichmann) y que aprendió a combatir el horror con humor, a reírse como la mejor manera de sobrevivir. Que sabe que no, que la vida no es bella, pero tiene sus momentos.
Langer se crío con su madre y dos hermanos (uno mayor y otra menor) en el Once. “Ahí éramos todos judíos: mis amigos, los chicos de la escuela, los vecinos. Pero no éramos religiosos”, dice. “Podíamos ser judíos sin ser religiosos. Eran los años ’60, así que estábamos muy identificados con el Estado de Israel, que en ese momento luchaba por su subsistencia. Yo le pregunté a mi vieja ¿por qué no te fuiste a Israel?, y me dijo: ‘Porque en Palestina, que era colonia británica, a los judíos no nos dejaban entrar, y nos mandaban a un campo de refugiados en Chipre, así que ¿qué iba a hacer, pasar de un campo a otro?’”
La vida es bella, dice, “tiene que ver con todas esas cosas eso con las que yo me crié: la idea de Hitler y del nazismo para mi tenían una carga muy fuerte de chico. La primera vez que vi una esvástica fue en la tapa de un libro oscuro con estética de los años ’50, o tal vez en La novicia rebelde. Me impactó mucho y me la pasaba dibujando batallas y soldados nazis y jugando a la guerra con mi hermano. Estaba obsesionado con la serie Combate: mi vieja no quería que la viéramos; y cuando la veíamos se tapaba los oídos; me decía que ella ya había escuchado los tiros y las bombas en la vida real. Pero a mi me importaba tres carajos: ¡Yo quería ver Combate! En mi la culpa no alcanzaba; verla era casi una necesidad fisiológica. Hasta estuve obsesionado con las armas un tiempo. En los dibujos encontré una manera de exorcizar esta obsesión”.
¿Tu madre no te decía nada de tus dibujos de guerra?
–No, a duras penas nos pudo criar. Lo que hizo fue contratarme un profesor de acordeón, que era un hijo de puta; un judío alemán que se enojaba mucho, me gritaba y me apretaba los dedos contra las teclas cuando me equivocaba. Lo sufrí mucho, pero yo tenía sensibilidad para tocar; aprendí algunas canciones porque era más importante agradar a mi madre. Tenía 9 o 10 años y no podía rebelarme, pero cuando crecí regalé el acordeón. Un amigo me dice que tal vez haya sido mejor así: que si las cosas me hubieran resultado más fáciles, hoy no dibujaría como lo hago. Capaz que todo lo que hizo mi madre en ese sentido agudizó mi dramatismo y mis contradicciones; contribuyó a generar una resistencia.
En 1971, al padre de Langer lo mataron en un asalto a su tienda de Río Gallegos, el lugar en el que pasaba varios meses al año separado de su familia. “A mi vieja, la muerte de mi viejo la desmoronó. Ella había aprendido a sobrevivir; era dura, y eso tiene un costo interno. En un momento de mi adolescencia, a raíz de un conflicto familiar, decidió que nos fuéramos de casa, aunque era su casa, a un hotel a cinco cuadras. Pasábamos de un hotel a otro y a mi me parecía normal, hasta divertido en un punto, porque desayunaba medialunas con café con leche todos los días. Pero lo ves ahora y era heavy. De grande, tras horas de análisis, entendí que de esta manera mi vieja había revivido el escenario de los refugiados.”
Sobre el final, el libro de Langer incluye un apéndice en el que compila documentos de su archivo personal y familiar que narran fragmentariamente su íntima relación con muchos de los temas que trata el volumen. “El autor tiene un par de documentos que quiere compartir...”, le dice una Estrella de David a otra, que contesta: “Se quiere cubrir por si lo acusan de antisemita”. Y a continuación se exhibe una foto de Motl Cinnamon, su bisabuelo, que murió en 1933 en su aldea polaca, en un accidente trágicamente ordinario, así como la viñeta-homenaje al tío Iasha Baron, que combatió en Stalingrado; y la postal que Langer realizó en 1999 para el quinto aniversario del atentado a la AMIA, y, fundamental, la carta que le envió a Simon Wiesenthal junto con su libro Langer. Blanco y negro, que en su dedicatoria lo llama “Mi superhéroe más querido”. Y, claro, la carta de agradecimiento que le envió el propio Wiesenthal desde Viena en noviembre de 2000, en la que se lee: “Hojeé su libro de historietas con mucho interés. Aunque admito que no he entendido todas, el humor negro en algunas de ellas es muy efectivo –las ganas de reír quedan atravesadas en la garganta–.”
Esta sección asume con humor y gran conciencia el riesgo que adoptó al publicar un libro que contiene algunas páginas que los sectores más conservadores de la comunidad judía argentina podrían tomar por irrespetuosas o insensibles. La discusión es la de siempre, y es interminable: los límites de la comedia. “Yo hago esto con humor, riéndome de mí mismo –dice Langer–. Pongo estos documentos como diciendo: ven, no soy un antisemita. Y puedo decirlo con ironía porque nunca tuve grandes problemas por el tipo de humor que hago, solo algunos episodios con sectores minoritarios, que me acusaron de racista y antisemita sin ningún tipo de argumentación. La idea es que se entienda que esta es mi historia; soy hijo de sobrevivientes, y elaboro mi propia historia como puedo y como quiero.”
Esto no quiere decir, aclara Langer, que él crea que solo un judío puede hacer humor sobre judíos (aunque es cierto que, dice, tiene cierto sentido que cada artista trabaje sobre aquello que mejor conoce). Langer fue uno de los primeros en firmar la solicitada en defensa de Gustavo Sala cuando, tres años atrás, publicó en el suplemento NO de este diario una tira –el del DJ Gueto en el campo de concentración–, que motivó acusaciones de antisemitismo y hasta una denuncia penal. “Y a Gustavo le dije: ‘pero boludo, hacer chistes sobre judíos y jabones, es entre nosotros, si lo querés publicar te vas a comer un garrón’. Era por ahí un chiste para la Barcelona, pero en Página/12 lo iba a leer mucha gente, lectores judíos que no saben nada de historieta. Yo tengo algo así como un carnet libre para hacer humor porque soy judío, y por eso creo que tengo que defender el derecho de los demás a hacerlo también e incluso a equivocarse. Un artista es alguien que tiene una antena y capta la onda de lo que rodea, y tiene que hacerlo con total libertad.”
Dicho lo cual, aclara: “Nunca me vi como un dibujante judío, yo soy dibujante primero, luego judío. Por supuesto que hay cosas que me asocian al humor judío, cosas que tengo incorporadas, guiños, climas, maneras de pensar que viene de la experiencia europea, maneras de ver el sufrimiento desde un lugar de resignación, con ironía y hasta cinismo. Vengo de la misma tribu pero a veces me siento muy distinto a los religiosos judíos; los veo desconcertado. Y me dan ganas de dibujar ese desconcierto”.
Judíos estaba casi listo para salir en septiembre del año pasado, cuenta Langer. Pero de pronto, cuando ya lo había entregado a la editorial, se encontró con el bombardeo de Israel sobre Gaza. “Estaba todo muy sensibilizado, y había posiciones muy duras. Estaban los que cuando decís que el bombardeo es atroz, te contestan que el conflicto de Medio Oriente no es tan sencillo; y estaban los que ya están en contra del gobierno de Israel y le tienen un poco de asquito a los judíos, y se mezclaba todo. En Planeta me dijeron ‘esto es una brasa; esperemos un poco y lo sacamos a principios del año que viene’. Pero entonces llega enero y matan a los humoristas de Charlie Hebdo y aparece el Estado Islámico decapitando gente en YouTube. Era complicado: yo me hubiera sentido honrado de trabajar en la Charlie Hebdo, que publica chistes como los que hago yo. Así que hice treinta páginas más del libro cuando ya estaba cerrado y cambié el prólogo porque ya no podía no hablar de todo esto que estaba pasando. Y me dio un poco de miedo, y me dije: ¿qué necesidad tengo de hacer todo esto? Pero yo mismo me contesté: esto es lo que hago, que sea lo que sea y pase lo que tenga que pasar; no puedo hacer otra cosa.”
Por otro lado, dice Langer, le parece que la Argentina actual provee un contexto apto para un libro políticamente incorrecto como el suyo. “Crecí con el fantasma del antisemitismo porque mi madre nos transmitió ese miedo, pero no padecí en carne propia agresiones como que alguien me gritara ‘judío de mierda’. Recuerdo de chico las pintadas con alquitrán en la AMIA, o las violaciones de tumbas que eran un clásico a fines de los ’60. Estaba claro que en los servicios, la policía y el ejército había un filonazismo que ni siquiera disimulaban; pero que después de los juicios a los militares se fue despejando. Hoy siento que lo que hay acá es más bien un odio a los bolivianos, a los peruanos; a los negros, al otro; pero en cuanto al judaísmo, sí creo que hay un clima propicio en Argentina para que salga un libro como el mío, incluso que es probable que haya pocos lugares en el mundo en los que sea posible un libro de estas características, que apunta al sector más liberal de los judíos. Acá hay cierta apertura de cabeza que acepta este tipo de humor salvaje. Hay que jugar con lo incorrecto y los estereotipos, hacer barbaridades como las que hace Sacha Baron Cohen con Borat; es lo más saludable. En algún punto, ahora pienso incluso que debería haber sido más zarpado con mi libro, que me quedé corto.”
Si hasta el editor del libro le confesó que, después de leer el prólogo, le habían dado “ganas de ser judío”. “Bueno, pero después bancátela –le contestó Langer, en línea con el humor bestial de sus páginas–, bancate los insultos y los quilombos. ¡Mirá que la culpa de todo siempre es de los judíos!”
El libro Judíos (Ed. Planeta) será presentado por su autor acompañado por Rubén Mira y Oscar Brahim, la actuación de Carlos Belloso y la banda de música klezmer Cábala. Este martes a las 19.30 en Moebius, Bulnes 658.
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