Domingo, 2 de agosto de 2015 | Hoy
ENTREVISTA LILA DOWNS
Creció entre dos culturas, la de su madre, una cantante mixteca y la de su padre, un biólogo de Minnesotta. Ella repitió la historia: se casó con otro norteamericano, Paul Cohen, que además es su socio musical. Este año, después de un grave problema de salud de su pareja, Lila Downs decidió grabar un disco que, de otra manera, también se refiere a la dualidad: las canciones de Balas y chocolate son casi todas festivas y, al mismo tiempo, todas hablan casi exclusivamente sobre la muerte. En esta entrevista, poco antes de volver a tocar en Argentina, habla sobre cómo el folklore mexicano le enseñó a combinar lo oscuro y lo festivo, sobre las letras que reflejan la violencia y la crisis política de su país y sobre cómo fue grabar con el legendario Juan Gabriel.
Por Juan Andrade
En el juego de opuestos que funciona como motor creativo de Lila Downs, las que giran ahora en el aire son las dos caras de esa moneda de valor universal: la vida y la muerte. Nada menos. El disco Balas y chocolate, contó en varias ocasiones, empezó a tomar forma hace dos años, cuando Paul Cohen, su pareja y padre de su hijo Benito, además de socio musical y coautor de sus canciones desde mucho antes de que se convirtiera en una estrella latinoamericana de proyección internacional, fue diagnosticado de una grave enfermedad del corazón. En esos días en los que la posibilidad de la pérdida era una realidad concreta, ella tomó una decisión valiente. “¡No me iba a rendir! Pensé que si me iba a quedar sola, pues vamos pa’lante a componer canciones sobre la muerte. Entonces eso refleja el disco: tratar de alegrarme a mí misma en un momento de crisis”, explicó en una entrevista. Y así fue como surgió uno de los primeros temas, “Son de difuntos”, una cumbia rabiosa y festiva que invita a sacudir el esqueleto y a mostrarle los dientes a la Pelona, como también se conoce a la Parca en México.
Afortunadamente, Cohen se recuperó y toda esa energía emocional que brotaba en forma de letras y melodías hoy se puede escuchar como uno de los mejores trabajos de Downs. Balas y chocolate plantea esa dualidad primaria entre la vida y la muerte, pero también la proyecta en todas las direcciones posibles: el amor y el odio, lo dulce y lo salado, el dolor y el goce, la tradición y lo contemporáneo. “Sí, somos todo eso”, confirma la cantante y compositora al otro lado de la línea telefónica. “En México tenemos la costumbre de celebrar el Día de los Muertos. En esos días hay una sobriedad en la nación, porque en cada rincón del país se acostumbra a hacerlo de manera distinta: hay que poner la fruta, la caña, el mole, los panes. Se tiene un diálogo que, de alguna manera, es como revivir a los muertos. Se trata de recordarlos, para pensar que nuestra vida es efímera. Y eso hace que nos acerquemos a la reflexión. Estamos tratando que no se pierda con las generaciones más jóvenes, porque tenemos al vecino yanqui que está muy agresivo con su Hollywood. Así que decidimos hacer este disco también con esa misión.”
A pesar de su punto de partida, uno de los rasgos que distinguen a Balas y chocolate en el mapa imaginario que traza su discografía es su espíritu festivo y bailarín. “Claro, pues fíjate que es el disco más alegre, el más prendido, curiosamente”, coincide la cantante. “Aunque las letras pueden ser un poco darkies, oscuras, porque estamos hablando de la Parca, de la Pelona y demás, la estamos retando, estamos cantándole fuerte y haciéndole preguntas. Y eso es algo característico de nuestro folclore, donde conviven esos dos mundos: la posibilidad del diario vivir y lo doméstico, con el reto que plantea el futuro y la vida en general”, completa. Hay otras capas que sostienen el andamiaje conceptual del álbum. “En parte, también tiene que ver con ese enamoramiento que tenemos los seres humanos con el peligro. Me fascina la idea de explorarlo, de buscar cuáles son todas sus vertientes. A mí me da temor jugar con el peligro, pero también me queda la duda...”, desliza, y suelta una risita. “El chocolate también tiene que ver con lo mismo: las semillas de cacao eran el sistema monetario de la antigüedad aquí en México y también en Centroamérica. Y eso es una referencia a las cosas que nos complacen en el mundo material.”
Hija de Anastasia Sánchez, una indígena de la región Mixteca que solía cantar en un cabaret de Oaxaca, y de Allen Downs, un biólogo, cineasta y fotógrafo de Minnesota que se enamoró después de escucharla una de esas noches, Lila Downs creció entre dos culturas. Durante su infancia y su adolescencia alternó largas temporadas en México y Estados Unidos, pero luego de la muerte de su padre se instaló en Oaxaca. Y más tarde hizo las valijas nuevamente para estudiar canto clásico y antropología social en la Universidad de Minnesota, adonde obtuvo la licenciatura en la primera carrera y egresó de la segunda con una especialización en los textiles indígenas de la región Mixteca. ¿Qué le aportó esa doble formación a su propuesta estética? “A mí me alimentan mucho los libros de antropología, obviamente, pero también el arte: trato de estar siempre cerca de artistas que demuestran una profundidad con su expresión del alma”, dice la cantante, que cuida cada detalle de su puesta en escena, incluyendo las texturas y los colores de las telas y accesorios que la visten.
“Todo el tiempo estoy leyendo la historia, porque pasan cosas muy terribles que me afectan mucho. Y creo que desde que era muy jovencita, esos cambios culturales provocan en mí la necesidad de encontrar un diálogo entre los mundos culturales que conviven en mí misma. Eso ha hecho que mi música siempre tenga como unos tentáculos gigantes, que incluso van hacia otros géneros”, describe. Con un perfil artístico que le valió comparaciones con Frida Kahlo no sólo por cierta similitud física, con un registro vocal de una profundidad visceral que remite a su adorada Chavela Vargas, Lila Downs ha sabido construir una obra tan personal como única. Su repertorio abraza los motivos populares tradicionales de Oaxaca y el folclore mexicano en general, pero también el jazz, el hip hop y, como se puede escuchar en Balas y chocolate, también la cumbia, el reggaetón o la música klezmer. “Estas mezclas se han dado muy naturalmente en mis canciones. También sucede que yo también me aburro con un solo estilo de música, o una sola forma de interpretarla. Por suerte mis compañeros músicos me aguantan en mi psicosis”, bromea.
Otro elemento que distingue a su último trabajo en el marco de su obra previa es la dimensión social y política que abren sus letras, con líneas dedicadas a la violencia que contamina la vida cotidiana, la corrupción de la clase dirigente, el medioambiente sometido por el capitalismo y el caso de los normalistas desaparecidos en Ayotzinapa, entre otros temas. “No fue algo consciente, sino que se fue dando a medida que empezamos a componer los temas. En esta ocasión me encantó tomar a los personajes del folklore y hacerlos participar en el diálogo y en la crítica social. Y eso es algo que no había hecho antes con tanta facilidad”, explica. “En parte es así porque mi banda, La Misteriosa, aportó mucho en este disco. Hicimos unos talleres de música en los que comíamos, bebíamos y luego grabábamos el track. Y ya quedaba como una joyita, a la que después posproducíamos un poco. Fue la primera vez que hemos hecho este proceso de trabajo y era maravilloso ver cómo iba naciendo cada propuesta.”
Por estos días, Lila vive un tiempo en Oaxaca y otro en el Distrito Federal mexicano. “Pero cuando estoy en Oaxaca, afortunadamente, puedo salir a recorrer los pueblos. Y ésa es una gran inspiración para mí”, cuenta. “Sigo acercándome más y más a mi raíz étnica, la mixteca, que es la de mi madre. Y sé que en algún momento voy a terminar yendo para allá, para estar más cerca de mi familia y de mi idioma, que es muy poético. Extraño esa proximidad con la tierra, con las mujeres que viven en casitas acercadas a los pinos, a las montañas”, dice. ¿Cómo explicaría el diálogo entre el pasado y el presente, entre lo regional y lo global que resuena en su obra? “Pues bueno, es parte del ser humano adaptarse, tomar la esencia de las cosas, así como una plantita toma los minerales del suelo en el que crece. Pero también abarcar un poco más allá, para sobrevivir en algunas ocasiones si se seca la raicita un poquito. Y siento que así funciona para mí el contacto con los demás. Cuando estuvimos en Croacia y en Serbia, por ejemplo, recuerdo haber sentido un apego muy grande con las orquestas de metales de esa zona. También me pasa con las bandas de mi pueblo, que tienen una dotación similar pero son muy diferentes musicalmente.”
Uno de los gustos que se dio en Balas y chocolate, dice, fue grabar con su compatriota Juan Gabriel una versión a dúo de “La farsante”. “Juan Gabriel es una leyenda viviente y tuve la fortuna de que se acercara a cantar conmigo ese gran tema suyo, un clásico que le pide mucho a la voz. Fue un gran regalo que él pudiera estar presente, porque no siempre puede hacerlo y, ahorita, está en un muy buen momento.” A pocos días de comenzar una minigira por el país (el 14 de agosto en Rosario, el 15 en Córdoba, el 17 en Mendoza y el 21 y 22 en Buenos Aires) para presentar el disco en el que también participa como invitado el colombiano Juanes, la cantante dice que argentinos y mexicanos “tenemos muchas cosas en común. Que tengan cuidado los vecinos yanquis, porque nos juntamos y ya verán”, tira, cómplice. “Me encanta estar en Buenos Aires, tomar mate, ir por la ciudad, entrar a las librerías, buscar a Borges, aunque sea súper difícil leerlo: me leo una página suya de vez en vez, es una belleza su interpretación de los grandes pensadores.”
La vena latinoamericanista es una de las vertientes que alimentan sus nuevas canciones y ella, sin dudarlo, afirma que “ahí está la solución para el futuro de la humanidad. Los latinoamericanos tenemos un alma, un corazón muy grande”. ¿Cambió su mirada sobre el mundo con su crecimiento personal y profesional? “Ha sido un aprendizaje la vida, como lo es para todos los que vamos caminando como hormiguitas con nuestra carga. Igual, creo que añoro la carga de cuando era más joven, cuando estaba muy angustiada, triste, enojada. Sentía mucho odio por la cuestión de la colonización en Latinoamérica, por esa historia que tenemos en común, no importa cuál sea nuestra raza: todos surgimos de ese gran encuentro de culturas. Y creo que la música me ha dado la posibilidad de caminar con ese odio, con ese temor, con esa angustia. En especial, en este disco siento que quiero caminar. Ahorita hemos estado un mes sin cantar, más o menos, y ya lo extraño mucho: siento que tengo que decir estas poesías, porque me van a ayudar a mí y también a muchos otros.”
Balas y chocolate es, al fin y al cabo, “una celebración de la vida ante la lección más fuerte de la vida de todos, que es la muerte. El Día de los Muertos lo heredamos de un componente indígena muy interesante, que es la dualidad constante: está en nosotros, en nuestra cultura, no es algo conciente. Y ahí está la belleza: en su naturaleza. Esos mundos encontrados son muy fascinantes”, dice. “El disco reflexiona sobre este momento de mi vida. Ahorita ya empezaré a ir de bajada, y en qué sentido: físicamente. También es una reflexión sobre la sensualidad a flor de piel, es muy importante apreciar cada momento de tu vida como mujer, como ser humano.” ¿Qué pasa en su interior a la hora de interpretar esas composiciones? “Lo vivo profundamente: el efecto de un canto puede ser trágico y yo lo experimento en el escenario. Y eso me destroza, a veces en el final de la noche quedo terrible, por una parte. Pero también feliz por lo que hubo de celebración. Son esos contrastes los que hacen que la música en vivo sea especial. Y nadie nos va a quitar eso nunca.”
Lila Downs toca el 14 de agosto en Rosario (Teatro el Círculo), el 15 en Córdoba (espacio Quality), el 17 en Mendoza (auditorio Angel Bustelo) y el 21 y 22 en Buenos Aires (Teatro Gran Rex)
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