CONTRA LA CORRIENTE
La voluntad de poder
Teatro ciento por ciento pampeano, “Tango nómade” enfrenta a una madre y una hija en un duelo sin cuartel, grotesco y salvaje, apenas endulzado por la melancolía de los tangos del treinta.
Encerradas en una casa rodante pop y decadente (todo es amarillo y turquesa, y los electrodomésticos no andan del todo bien), una mujer adulta y una adolescente se trenzan durante casi una hora en una lucha por dominar la escena y controlar el espacio. Luchan sin hablar, con embates físicos violentos, teñidos de un humor grotesco y la melancolía que destilan las melodías entonadas con solvencia por la madre. Tango nómade es una creación ciento por ciento pampeana: tiene dirección, diseño de escenografía y dramaturgia de Silvio Lang y actuaciones de Edith Gazzaniga y María José Jerónimo, todos oriundos de La Pampa. Para los porteños, ver teatro del interior del país resulta –lamentablemente– una excentricidad. Y este espectáculo deja con ganas de más: transmite la mezcla de contundencia y misterio que diferentes públicos ya saborearon desde su estreno, en el ‘91, y que, según su director, conmovió aun más a los brasileños. “Creo que lo que sucedió en Brasil, en el estado de Paraná, bien al sur, cerca de Misiones, fue que el público pudo ver la obra con piedad. Se enternecieron con los personajes y sintieron compasión”, asegura Lang, un joven de 24 años que empezó a soñar con dirigir actores en el taller de cine al que asistió en Santa Rosa entre los ocho y los trece años.
Desde el comienzo de la propuesta, con la joven sacudiéndose ferozmente dentro de la heladera y recibiendo el jugo de zanahoria que su madre le tira al salir, queda claro que aquí habrá de todo menos ternura. Y así es. Poco importa la comunicación verbal; la preocupación de los personajes pasa por desplegarse a gusto, sin ningún tipo de interferencias, en esa especie de hogar perdido en algún lugar desolado. Para ello echan mano de sifonazos, antorchas, alimentos varios, empujones y forcejeos, siempre con la intención de confinar al otro a un encierro que no llega. La mayor (Gazzaniga) aporta una ridiculez arrolladora: versión rubia de la actriz española Rossy de Palma (la del perfil griego que asoma en muchos films de Almodóvar), esta mujer emula a una diva del cine que oscila entre la sensualidad y cierta masculinidad. Lástima que del brillo de aquellas luminarias sólo le quede ese maquillaje burdo que le llega hasta las sienes y esa malla de baile celeste tan poco agraciada. El personaje se pasea, ensaya poses como poseída y parece calmarse cuando se pone a cantar tango. Es ahí cuando se distiende, transportada a otro paisaje, y enciende un viejo equipo de música o un televisor y acompaña con bella voz piezas de los años veinte y treinta como “Loca”, “No salgas de tu barrio” o “La muchacha del circo”. Canta en forma atípica, acostada en un catre metálico, bizca, sosteniendo con una mano la antena del televisor, suspendida en lo alto de una silla de circo sobre la casa rodante. También la menor practica sus coreografías, aunque con mayor dificultad. Y para aliviarse del delirio que la rodea, recurre a una jeringa que comparte con su madre.
A la dosis de energía y nitidez que domina la puesta se suma un halo de misterio que la enriquece. ¿Qué se inyectan las mujeres? ¿Droga, insulina, un bálsamo? ¿Y si esa madre y esa hija, amigas hacinadas en un monoambiente, fueran artistas de circo? Lo cierto es que cuando la adolescente clava la aguja en una de sus piernas y después en el cuello de su compañera, se abre un espacio para el encuentro, efímero y, enseguida, paródico. Pero las agresiones cesan por un tiempo. Según Lang, el cambio acontece justo antes, cuando el personaje menor escucha al otro interpretar “Yo soy Graciela Oscura”: “Ahí es cuando un personaje se instala en el deseo del otro, cuando se puede acceder al cuidado y al bien”.
Tango nómade. Sábados y domingos a las 20 en la sala Auditorio del Centro Cultural Recoleta, Junín 1930.