› Por Angel Berlanga
“Viene una represión muchísimo más grande que la que tenemos hoy en día y recordemos que Javier Duarte, al inicio de su mandato, dijo que era admirador de Franco.” El reportero gráfico Rubén Espinosa Becerril decía eso hace un mes, cuando ya se había asentado en el DF mexicano, en retirada preventiva tras ocho años de trabajo en Veracruz. Este estado de México, gobernado por el priísta Duarte, es considerado el más peligroso para el oficio periodístico: durante la gestión de este abogado de ojos desorbitados doce periodistas fueron asesinados, otros cuatro permanecen desaparecidos y 17 optaron por exiliarse. Especializado en movimientos sociales, el fotoperiodista sufrió un crescendo de hostigamiento: “Deja de tomar fotos si no quieres terminar como Regina”, le advirtió un agente gubernamental. Regina Martínez fue asesinada en 2012: trabajaba para el semanario Proceso y también era molesta. Espinosa, que entre otros medios también colaboraba en esa revista, era uno de los que se obstinaban en reponer en la plaza Lerdo, de Xalapa, la placa recordatoria de su compañera, que era sistemáticamente removida. Duarte estaba muy molesto con una fotografía que le tomó, en la que aparece de perfil, con una gorra policial, avanzando al frente de un grupito uniformado. Cuando vio que unos tipos muy sospechosos lo señalaban, lo fotografiaban y lo apretaban a la salida de su casa y de sus coberturas, Espinosa se fue al DF.
Allí lo asesinaron el viernes 31 de julio, en un departamento de la colonia Narvarte. En el lugar también fueron asesinadas la activista y gestora cultural Nadia Vera; la empleada doméstica Alejandra Negrete; la estudiante y maquilladora Yesenia Quiroz; y Mile Virginia Martín, cuyo nombre fue confirmado por autoridades colombianas. Todos fueron golpeados; las mujeres fueron abusadas sexualmente. A los cinco los ejecutaron con disparos a la cabeza. Nadia Vera también había tenido que irse de Veracruz, tras una serie de amenazas; era antropóloga, había participado del movimiento “Yo soy 132”, y además había denunciado al gobernador: “Responsabilizamos a Javier Duarte y a su gabinete sobre cualquier cosa que nos pueda suceder a los que estamos involucrados y organizados en este tipo de movimientos”, avisó en una entrevista, ocho meses atrás.
Los crímenes conmocionaron al país y repercutieron por todo el mundo. Sin ir más lejos, durante el partido entre River y Tigres en el Monumental, por la final de la copa Libertadores, los reporteros gráficos exhibieron carteles con un reclamo: “Basta de genocidio en México”. Cuatro años atrás el poeta Luis Emilio Pacheco advertía: “Aquí se empieza a hablar de holocausto”. El juez Raúl Eugenio Zaffaroni lo definió como un genocidio por goteo al que cifró en 100.000 asesinatos y 20.000 desapariciones en los últimos seis años: en la raíz, el tráfico de cocaína. Los femicidios y la trata en Ciudad Juárez. Las fosas comunes con cientos de cadáveres. Los represaliados que aparecen colgados en los puentes. Los descuartizados. La masacre y la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, el año pasado. El caudal y la ferocidad de los crímenes es espeluznante, pero los medios vinculados al poder los naturalizan y en muchas ocasiones ni los mencionan. Los carteles de la droga, las fuerzas militares y policiales, grupos empresariales y buena parte de la clase política aparecen entreverados en el narcotráfico: a cada rato salta un alcalde, un gobernador, funcionarios y oficiales, involucrados hasta el cuello. El mes pasado El Chapo Guzmán se les escapó del penal de máxima seguridad del país por el agujero de la bañadera de su celda, al que su gente conectó el famoso túnel de kilómetro y medio: todavía no apareció, y todavía no ha pasado nada.
Por el modo en que se ha ido filtrando la información en la prensa oficial, los investigadores van semblanteando sus pesquisas hacia el robo y los femicidios como móviles, con acento en “la intriga” sobre “la colombiana”: ni siquiera rozan las motivaciones políticas y las amenazas a Espinosa y Vera de la administración Duarte. Luego de algunas contradicciones, el procurador general de Justicia del DF, Rodolfo Ríos Garza, anunció la captura de un hombre de 41 años con antecedentes que, asegura, reconoció haber estado en el departamento de Narvarte. La desconfianza es enorme, y sumada a las truchadas en las investigaciones de otros crímenes de alto impacto, excede a los interrogantes de este, por el que siguen y seguirán las movilizaciones y los reclamos de justicia. “Javier Duarte, estado asesino”, dicen las pancartas de los fotoperiodistas que protestan con máscaras de papel con la cara de Espinosa en las principales ciudades del país. Se consideraba al DF como un sitio menos vulnerable a este tipo de homicidios: eso incidió en el grado de conmoción. La escritora Elena Poniatowska ha dicho que estas ejecuciones no la dejan dormir. Es que la aberración de los cinco crímenes instala además un mensaje potente: Espinosa y Vera eran dos jóvenes combativos y lúcidos, que leían perfecto los engranajes de violencia y poder, y en algún momento supieron que, por ellos y por sus personas cercanas, tenían que tomar distancia e irse de Veracruz para ponerse a salvo. Lo intentaron en el DF, pero hasta ahí también llegó el larguísimo tentáculo de los asesinos.
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