CINE DOS DíAS, UNA NOCHE
Se estrena la película más comercial de los hermanos Dardenne, Dos días, una noche, donde vuelven otra vez sobre la ciudad industrial belga de Seraing –que es parte de sus vidas y el lugar donde comenzaron su carrera–, pero esta vez con una estrella como protagonista: Marion Cotillard, la ganadora del Oscar por La vie en rose, donde interpretó a Edith Piaf, y también nominada por esta película. A pesar de la apuesta por una cara conocida, la historia es bien Dardenne: Cotillard es Sandra, una mujer de clase media trabajadora que es semi despedida por la empresa donde trabaja. El despido es decidido por sus compañeros, quienes tienen que votar entre su reincorporación o un bonus de mil euros. Ella tiene un fin de semana exacto para convencerlos de que no voten por su despido y pueda volver a trabajar, como todos los lunes, yendo casa por casa a pedir por su puesto. Las mezquindades cotidianas, la crisis del capitalismo y el mundo obrero en una Europa deprimida son los temas de este drama sobre el miedo a perder el empleo y, de alguna manera, la vida.
› Por Fernando Krapp
“Nacimos en Bélgica, y en Cannes”, dijeron los hermanos Dardenne –no importa cuál de los dos– unos años atrás en una charla en Buenos Aires, cuando vinieron a presentar su film anterior El chico de la bicicleta. Un poco en broma, un poco en serio, los Dardenne saben el lugar casi central que ocupan en el cine europeo actual. Por eso no desdeñan Cannes: para ellos es la ventana al mundo. El festival los vio “nacer” con La promesse en 1996, los premió con la Palma de Oro en dos ocasiones, por Rosetta (1999) y El niño (2002), y le abrió las puertas nuevamente, el año pasado, para su última película Dos días, una noche. Suficiente como para entender que estrenar en Cannes es para los hermanos, de sesenta años y pico cada uno, lo mismo que ir a comer a la casa de los padres un domingo al mediodía.
Sin embargo, no estuvieron muy de acuerdo con la valoración que el director del festival hizo cuando presentó la película en la Competencia Oficial; para Thierry Frémaux Dos días, una noche es una película de cowboys hecha a su estilo; un “belga western”. Los Dardenne, conocidos por practicar un cine no cinéfilo, muy poco propenso a las intertextualidades o a los homenajes nerds, levantaron sus blancas cejas ante esta interpretación, el parentesco les parecía un tanto forzado: “Quizás – dijeron ante The Guardian, poco importa cuál de los dos habla cuando se trata de un cine siamés– Thierry se refería a esa rama específica de la economía global donde la palabra cowboy se usa para describir a gente sin recursos que toman el dinero y desaparecen sin terminar su trabajo”. Pero la referencia es bastante clara y quizá no tan desacertada: una mujer que debe sobreponerse ante sus pares de igual rango social, golpeando puerta a puerta, y pidiendo la ayuda de sus compañeros de trabajo que le dan la espalda remite obviamente al clásico de Fred Zinnemann, A la hora señalada, donde el Marshal Will Lane, interpretado por el flaco Gary Cooper, golpeaba puerta a puerta e intentaba reclutar y convencer sin éxito a un pueblo entero para que tomaran las armas y se defendieran de unos forajidos. Los tiempos cambian, las mezquindades del sistema sobreviven: lo que funcionaba como una clara metáfora del miedo al macartismo en A la hora señalada, se convierte en Dos días, una noche en un miedo neoliberal a perder el trabajo, a no cobrar una plata extra, a quedar en la calle sin poder mantener a una familia de inmigrantes árabes, a no poder comprar un sofá cama que armonice bien en el living.
La historia de Sandra es muy Dardenne: una mujer de clase media trabajadora es semi despedida por una empresa de paneles solares para la que trabaja. El despido, sin embargo, es decidido por sus compañeros quienes tienen que votar entre su reincorporación o un bonus de mil euros que incrementaría su salario anual y su economía doméstica. Sandra tiene un fin de semana exacto para convencer a sus compañeros de trabajo de que no voten por su despido y pueda volver a la empresa, como todos los lunes. Sandra, sin embargo, no es otra que la ganadora del Oscar Marion Cotillard.
La verdadera apuesta de los hermanos Dardenne con Dos Días, una noche fue justamente esa: trabajar con una actriz de renombre mundial que sin duda les dio –y les está dando actualmente– una proyección mucho más comercial. Aunque, en verdad, parecía una oportunidad única para Cotillard de despojarse de sus ataduras de estrella multinacional tras ganar el Oscar, y, seamos sinceros, perderlo años más tarde en su olvidable papel como villana de la saga de Batman versión Christopher Nolan (su “muerte” está considerada como una de las peores muertes de la historia del cine jamás representada). Pero había algo que atrajo, sin duda, a los hermanos; una belleza sencilla, que, si se rasca detrás de toda la pesada luz de Hollywood, puede ofrecer una expresividad muy natural, simple y poco artificial. “Nos preguntábamos si ella podía formar parte de la familia como el resto del equipo. Una estrella así llega con su propio equipaje; con todo su glamour y su éxito. De a poco, sin embargo, vimos que dejaba de ser Marion Cotillard para ser sencillamente Sandra. Nuestro objetivo era que dejara a un costado todo el peso de su pasado, se sintiera cómoda y pudiera formar parte de la aventura. Queríamos despojarla de todo su glamour y dejarla ser.”
El protagonismo de Marion Cotillard pareció no alterar al equipo sino a un determinado sector de la crítica, seguidora del cine de los Dardenne, que no pudo evitar sentirse traicionada por la elección del casting. Ante este cuestionamiento, los hermanos se mostraron tan implacables como lo son con sus personajes: “Trabajar con ella fue un riesgo, sí. Pero ahí radicaba la belleza de este desafío”.
El Monument Valley de John Ford, las fachadas de los viejos edificios del Upper East Side de New York en Woody Allen, el Bronx para Spike Lee, incluso la Pampa de Hugo Fregonese; algunos directores mantienen una relación particular y cinética con el lugar donde filman, al que necesitan volver una y otra vez para explorar, redescubrir, incluso abusar en cada nueva película. Si se habla de los Dardenne resulta inevitable hablar de Seraing, la zona industrial y fabril de Bélgica, una “pequeña Detroit”, donde miles de obreros se levantan por la mañana para ir a trabajar hasta bien entrada la tarde, y revelar un costado mucho menos glamoroso que la Bélgica de Brujas, inmortalizada en Internet por la cantidad abrumadora de turistas que recibe día a día para sacarse sus fotos digitales en sus canales, o incluso por la corrección política de Bruselas con su parlamento europeo.
“En Seraing, se manufacturan un montón de cosas que permiten la construcción de edificios en ciudades como Nueva York, con muchos equipos de acero. Hay mucho trabajo manual. Y el trabajo manual tiene un rol importante en nuestro cine, y ha jugado desde siempre un papel crucial en nuestras vidas, también.” Es algo bien sabido: el origen de los Dardenne en el cine fueron los documentales que filmaron para la televisión belga en un clásico estilo de cinema verité. Durante casi 18 años, desde 1978 hasta 1996 recorrieron las fábricas y los barrios de su lugar natal. Entrevistaron a la gente, palparon la situación real de muchos trabajadores sobreexplotados, situación permeable también a muchos inmigrantes que en función de ganar un salario mínimo deben tener hasta tres trabajos. Algo que se revela en el periplo que Sandra tiene que hacer para recuperar su propio empleo, y en la angustia que vive cuando recibe respuestas muy poco humanistas por parte de sus compañeros. Todo ese bagaje “documental”, de todos modos, no definió una técnica; sino una estética.
Escenarios naturales, mucha cámara en mano, sonido ambiente, poca música incidental, luz natural, actores poco conocidos y cada tanto no actores. El peso de la historia del Cine Europeo caía de maduro sobre estos dos ex documentalistas: los Dardenne herederos de neorrealismo italiano. Pero hay una diferencia: su cine no es urgente (como lo era Roma Ciudad Abierta de Roberto Rossellini, filmada bajo la ocupación alemana) sino de urgencias. La situación de los inmigrantes en La promesse y Le silence de Lorna, el desempleo en Rosetta y Dos días, una noche, la delincuencia juvenil en El hijo, los chicos abandonados en El chico de la bicicleta y El niño, no son captadas con la intensidad del momento sino reinterpretadas con las herramientas clásicas de la ficción. Sus personajes corren, se caen, desesperan, se precipitan a decisiones irracionales; no es casual que muchos de sus films se desarrollen casi en tiempo real, en espacios muy acotados de tiempo, apresurados por la urgencia que les impone el momento; dos días, una tarde, una semana, unas horas. Con una economía de recursos admirable, ese tiempo condensado genera en sus personajes una intensidad particular. Sus películas van conformando un fresco social sobre las miserias del capitalismo tardío en una región que no se particulariza por ser pobre, pero que sí revela claroscuros en sus intersticios y su estratificación empresarial. En Dos días, una noche, por ejemplo nunca se sabe quién es el jefe de Sandra y son los empleados mismos los que deben decidir el destino de una compañera de trabajo, como aquella lección que reveló André Bazín en El ladrón de bicicletas.
El mundo que construye Dos días, una noche se aleja del “Europa para ver” que todo turista anhela y en el puerta a puerta del recorrido vemos inmigrantes que llevan una doble vida laboral, más inmigrantes al borde del despido, un hombre golpeado por su hijo porque quiere su bonus de mil euros, una mujer que atiende a Sandra por el timbre y le asegura que necesita la plata para comprarse muebles, una mujer manipulada por su marido. Lo interesante de sus “registros” es siempre el modo que tienen de meter la cámara en los lugares huecos donde la gente trabaja para que las cosas funcionen como funcionan en un continente como el europeo. Pero toda esa carga “real”, si se quiere, sólo puede contenerse en una película – entienden los Dardenne– apelando a recursos dramáticos.
Y, a pesar de todo, las películas de los Dardenne son pequeños thrillers mundanos. Su método radica, según revelaron en aquella charla en Buenos Aires, en un intenso trabajo previo con los ensayos. Marion Cotillard no fue una excepción a la regla: “Tuvimos la suerte de tener a Marion con nosotros por un mes”. Cuando los directores se acercaron a la actriz en el set de la película de Jacques Audiard De rouille et d’os (producida por ellos mismos) tenían otra idea en la cabeza; de hecho, el personaje de Marion iba ser una médica. Pero tenía una vieja idea gestada diez años atrás, que les surgió después de leer un ensayo de Pierre Bourdieu de 1993 titulado La miseria del mundo. Libro que llegó a ser best-seller en Europa, en donde el filósofo-sociólogo francés reunió una gran variedad de testimonios y entrevistas a hombres y mujeres con profundas dificultades sociales para llevar una vida adelante en la Francia de los noventa. De esas historias, nació Sandra.
Uno de los dos finalmente terminó el guión y Cotillard aceptó el papel sin dudarlo. El ida y vuelta con los directores previo fue crucial también para ella, y tuvo la intensidad del trabajo teatral; para lograr ese nivel de tensión y de veracidad, los Dardenne tuvieron que repetir una y otra vez (incluso filmar ellos mismos en cámaras de teléfono) las escenas buscadas. Cotillard llegó cansarse de tener que repetir una y otra vez acciones que resultan tan sencillas de ver como levantarse de la cama, hacerse una tostada o abrir una puerta, acostumbrada, quizás a un tipo de cine donde se prioriza más el parlamento que las acciones. Pero son las acciones las que van revelando el carácter de Sandra, un personaje que, tras una internación por depresión y una imposibilidad de enfrentarse a los conflictos, se muestra como una pequeña masa humana de nervios a flor de piel. A medida que visita a todos sus compañeros e intenta convencerlos, sus gestos de desesperación y vergüenza ante una negativa, o sus saltos de alegría y emoción cuando logra un voto a favor construyen el drama emocional de la historia.
“Fue demandante pero no fueron manipuladores. Algunos directores necesitan hacer cincuenta tomas más aún cuando ya tienen lo que necesitan. Con los Dardenne siempre supe que tenía que hacer las cosas una vez más, ellos tendrán sus razones”, dijo Marion Cotillard en la rueda de prensa, cuando la alfombra roja volvía a extenderse debajo de sus pies, los resabios de la pequeña Sandra parecían quedar opacados por las luces de los flashes, y por la súbita y sorpresiva nominación a mejor actriz femenina en los últimos Oscar. El experimento –porque no deja de ser uno– propuesto por los Dardenne resulta, sin embargo, fascinante de ver: una actriz de renombre mundial, llevando al hombro una trama tan sencilla, buscando apelar, con una economía de recursos estilísticos, a emociones básicas. Quizá lo más llamativo de ver no sea a Marion Cotrillard frente a una cámara en movimiento sino verla justamente en ese contexto; en una casa común y corriente, en un barrio obrero, pidiendo puerta a puerta no ser despedida de su trabajo. Para revelar, lenta y dolorosamente en su tour de force, una determinada “pasión”, una forma de conectar y de transformar la realidad de los otros, o no, y al mismo tiempo la propia. Como señaló uno de los hermanos Dardenne, qué importa ya cual: “Creo que uno de los deseos más grandes de la humanidad es transformar cosas, trabajar en las cosas para construir, para destruir, y para construir otra vez. Y no solo para mirar el mundo, digamos, de un modo pasivo. Creo que la voluntad de la humanidad, sea un hombre o una mujer, es cambiar. Y el cine es eso: mostrar el cambio de las cosas”.
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