Dom 30.11.2003
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CINE

La dama desaparece

En Yo no sé qué me han hecho tus ojos, un documental que atrapa como un film noir, Sergio Wolf y Lorena Muñoz salen tras las huellas de Ada Falcón, la gran diva del showbizz que reinó en el tango, la radio y el cine de los años treinta y diez años después, en la cima de su carrera, vendió su palacete de Palermo Chico y sus joyas, pasó a buscar a su mamá y huyó en tren a Córdoba, donde desapareció para siempre.

POR HORACIO BERNADES

A lo largo de su historia, con hitos tan considerables como Apenas un delincuente, No abras nunca esa puerta, A sangre fría, La bestia debe morir o La parte del león, el cine argentino cortejó con cierta regularidad el género policial y produjo un montón de morralla y cuatro o cinco obras maestras. Sin embargo, ni la más negra de esas películas puede considerarse un ejemplo de film noir tan canónico, y a la vez tan anómalo, como Yo no sé qué me han hecho tus ojos, la opera prima de Sergio Wolf y Lorena Muñoz que se estrena el jueves próximo.
En este thriller no se dispara un solo tiro y no se comete un solo crimen. Pero hay un investigador (de piloto, para más datos), una melancólica voice-over, un cadáver, un pasado que pende como una nube negra y, sobre todo, una sensación general de pérdida irrecuperable que impregna fuertemente la película desde las primeras imágenes. Lo raro es que Yo no sé qué me han hecho tus ojos es un documental. ¿Puede un documental ser un policial? Sí, claro. ¿O todo gran documental no se narra inevitablemente como ficción de género? ¿Qué otra cosa es Nanouk el esquimal sino una épica familiar? ¿Qué encarna Shoah sino la presencia de lo ausente? ¿Cómo entender Ruta Uno, USA si no como una road movie que atraviesa el pasado y presente del sueño americano?
Si la película de Wolf y Muñoz reclama alguna genealogía, definitivamente no es la de esos documentales que van al rescate y homenaje de figuras olvidadas sino la de películas como Phantom Lady, Laura, Regreso del pasado y Vértigo, donde lo que se persigue es una mujer-fantasma. Sólo que, en el caso de Wolf y Muñoz, el fantasma que intentan cercar tuvo –se supone– existencia real. Y tal vez siga teniéndola: en esa incertidumbre se asienta el enigma que sostiene la película. El fantasma es el de Ada Falcón, fabulosa cancionista de tango que, tras haber reinado en los años treinta en la radio, el disco y el cine, se volatilizó a comienzos de la década si-guiente y desapareció para siempre.

LA FAMILIA FALCÓN
Llamada “La emperatriz del tango”, “El alma del tango” y “La sacerdotisa del tango”, Ada Falcón fue una de las grandes cancionistas del género en los treinta, junto a (y a veces por encima de) nombres como los de Rosita Quiroga, Mercedes Simone, Azucena Maizani, La Lamarque y La Merello. Reina de la radio con timbre de mezzosoprano y voz pastosa, durante toda esa década la menor de las hermanas Falcón (las otras dos eran la cantante Adhelma y la actriz Amanda) llegó a grabar 17 discos en un mes y ganó la suma (delirante, para la época) de 7 mil pesos mensuales. Iniciada como cantante cuando era apenas una niña (“La joyita argentina”, la llamaban por aquel entonces), la Falcón no esperó a tener 30 años para mudarse a un palacete en Palermo Chico con columnas de mármol, cerca de una docena de sirvientes, ambientes rociados con perfume francés y dos descapotables espectaculares a los que se montaba, recién bañada, para rumbear hacia San Isidro y secarse el pelo a 80 kilómetros por hora.
Su belleza –ojos verdes, exuberante melena morocha– había adquirido una fama casi temible. “Es tan divina que duele mirarla”, llegó a decir Discepolín. Cuando la sacaba a pasear, Gardel, mirándola extasiado, le rogaba que le cantara el vals que da título a la película. “Usted no se imagina lo que yo era”, recordaría, ya en la vejez, la nunca-demasiado-modesta Ada a la periodista Irene Amuchástegui, que también trabajó un tiempo de cazafantasmas. “¡Qué ojos tenía! Bastaba con mirarme los hoyitos de las mejillas, los dientes, las piernas...” Como en una novela de Corín Tellado, un cuento de Adas o una entrega del Corto Maltés, se cuenta que el marajá de Kapurtala, de paso por Buenos Aires, la conoció y quedó tronado; le regaló un enorme solitario (la Falcón moría por las joyas) y estuvo, se dice, a punto de secuestrarla para llevársela con él. Si hubo un amor en la vida de Falcón, ése fue Francisco Canaro. Todo indica que es ahí donde la diva se quiebra en dos y la vida misma se le convierte en la letra de un tango, o el guión de un melodrama de los cuarenta.

(N)ADA
Canaro estaba casado y no muy dispuesto a dejar a su esposa. Según se cuenta, ésta llegó a aceptar el divorcio, pero con una condición: que el director de orquesta (de quien siempre circuló la versión de que compraba tangos y después los firmaba con su nombre) repartiera con ella su fortuna en partes iguales. Canaro le hizo un corte de manga y Ada terminó haciéndoselo a él. Pero con el corazón partido. Fue entonces cuando empezaron sus “borradas”, sus inexplicables ausencias, la manía de cantar en la radio a solas, sin público y hasta separada de los músicos por una cortina. Ada empezaba a separarse del mundo.
Enseguida vinieron las repetidas visitas a la iglesia de Pompeya, a la que entraba y de la que salía de rodillas. El creciente misticismo, los rezos, las visiones. “Tuve revelaciones prodigiosas”, contaría más tarde. “Un día se me apareció Cristo en persona. Tenía el corazón abierto y sangrante. Me tomó la mano, me sacó el solitario que el marajá me había regalado y se lo hundió en el corazón.” Ada entendió el mensaje: la diva presuntuosa y mundana debía despojarse de todas sus pertenencias, hacer voto de pobreza y encarnar la versión femenina de San Francisco.
No dudó: vendió el palacete de la calle Juez Tedín (cerca de donde ahora viven Mariano Grondona, Francisco Macri y Susana Giménez), remató las joyas, rompió todos sus discos, agarró a su mamá de la mano y se tomó un tren y no volvió nunca más. Ni a Buenos Aires, ni a lo que alguna vez había sido. A partir de ahí, la diosa viviría la vida de una asceta, una eremita, tal vez una santa.

SAL, SI PUEDES
Corría el año 1942, y nunca volvió a saberse de ella. Al menos hasta treinta años después, cuando algunos periodistas, coleccionistas y eruditos, guiados por la curiosidad, salieron tras sus huellas a reconstruir el camino que había emprendido hacia la nada. Poco más tarde, tras ese primer desbroce realizado por aquellos connaisseurs, el mapa del retiro de la Falcón quedó más o menos claro. Había partido a Córdoba con la intención de hacerse monja. No pudo o no la dejaron, tal vez por el peso de un pasado muy poco pío, y se instaló con su mamá (con quien se cuenta que durmió toda la vida en la misma cama) en el pueblito serrano de Salsipuedes. Imposible encontrar un nombre más emblemático.
Iba todos los días a misa, para lo cual debía trasladarse kilómetros. Quienes la vieron, aseguran que no vestía otro color que no fuera el negro, que iba enguantada y se cubría –con un sentido matemático de la represión– las dos zonas de su cuerpo que mayor concupiscencia habían despertado alguna vez: el pelo, con un turbante, y los ojos, sobre todo, con un par de anteojos oscuros que mantenían al resto del mundo apartado de la tentación. Tras la muerte de su madre, en su carácter de tercera franciscana (lo que se conoce como “monja civil”), la Falcón terminó trasladándose, primero, a una casa de retiro regida por padres de esa orden, y finalmente a un hogar para ancianos administrado por las monjas de San Camilo.
Hasta ahí llegan Wolf y Muñoz sobre el final de la película, sesenta años más tarde de la desaparición de la diva. Baten palmas bajo el sol, en medio de la mañana cordobesa, y esperan que alguien salga a abrirles. No saben si darán por fin con el fantasma, o sólo con el fantasma de un fantasma. Es algo que no se revelará aquí. Pero conviene estar preparados, porque en términos de poderío emocional, de descarga de una incógnita largo tiempo sostenida y de estricta y clásica resolución dramática, la última parte de Yo no sé qué me han hecho tus ojos es sin duda uno de los momentos más altos que el cine argentino nos haya dado en años.
Y aquí viene la confidencia que las evidencias imponen: Yo no sé qué me han hecho tus ojos es una obra maestra, una categoría con la que el cine local no suele contribuir muy a menudo.

SOMBRAS NADA MÁS
¿Por qué el film de Wolf y Muñoz es una obra maestra? Porque desde las primeras imágenes toma al espectador por asalto y lo mete en una máquina de tiempo que, lenta pero inexorablemente, viaja de lo tangible (fotos, notas de archivo, entrevistas y testimonios) a lo fantasmal. Y a lo largo del recorrido, los directores montan los materiales propios del documental sobre una narración tan fluida e intoxicante como la de cualquier ficción que se precie. Arrastrada por sus propias imágenes, Yo no sé qué me han hecho... va de la vigilia, del resto diurno, a una zona borrosa, fugitiva, que no puede ser otra que la de los sueños.
Y lo es. Con admirable intuición, los autores sospechan que aquello que persiguen pertenece a un pasado más mítico que real, y por lo tanto buscan sus rastros no en testimonios sino en la imaginación de la época. ¿Y qué otra producción imaginó más acabadamente la Buenos Aires de los años treinta y cuarenta que las letras de tango y el cine? De ahí que, gracias a una excavación de archivos cinematográficos de magnitud apabullante, Yo no sé qué me han hecho... persiga la huella del fantasma en medio de una multitud de fragmentos robados al cine de la época, intercalados para siempre con los que Wolf & Muñoz rodaron a su vez.
Así, Wolf y Muñoz no sólo logran fusionar pasado y presente; mejor aun, devuelven lo real y lo imaginario a esa zona brumosa de la que alguna vez fueron arrancados. El viaje que lleva al investigador a la que alguna vez fue la residencia del fantasma puede empezar en la Buenos Aires de los cuarenta, tal como la retrata un film de la época, y empalmar sin solución de continuidad con la ciudad de hoy, tal como se les aparece ahora a Wolf y Muñoz. En ese sentido, Yo no sé qué me han hecho tus ojos termina convirtiéndose en un pasaje a través de las sombras. Así lo explicita ese plano –robado vaya uno a saber de qué maravilla de la época– en el que las figuras que se mueven en un salón de baile típicamente porteño no son cuerpos sino siluetas espectrales, cuyas sombras se deslizan sobre el cuadro blanco como sólo pueden hacerlo en la pantalla de los sueños.

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