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Domingo, 27 de septiembre de 2015

BOLSAS

 Por Angel Berlanga

Al principio reparo en un celular que una señora rubia tiene en sus faldas. Rosa, la funda del celular. Tengo frente a mí el respaldo negro de una silla. Miro alrededor: el plástico está por todas partes. En las zapatillas de un tipo de mi edad, en el cartel que avanza los turnos para pagar impuestos, en las bolsas que carga la gente afuera, en las calles. Pienso en la biodegradabilidad del plástico. Y en el Gato Pereyra.

La invitación a juntar tapas de gaseosa, las islas plásticas de basura de miles de kilómetros cuadrados que flotan en el océano, el paso del tiempo sobre los colores del plástico, las bolsas plásticas que mi madre y mis tías tejían con los sachets de leche cortados en tiras finas. En 1980 Rubén Argentino Pereyra, el Gato, profesor de electricidad de la ENET 1, Santa Teresita, organizó una excursión para traernos una semana a Buenos Aires. Segundo año. Hotel Gendarmería. Proceso. Fuimos de visita a varias fábricas. Una de ellas era Siemens. En un sector nos detuvimos ante una máquina enorme que trabajaba sobre una novedad en el país: la inyección plástica. Unas carcasas marrones, hacían. No era un color atractivo, pero era, decían, la vanguardia en esto de hacer objetos en serie de ese material. Nos hablaron de futuro.

Creo que también todo esto encontró forma porque estoy leyendo unos textos recuperados de Camus. Hasta antes de empezar a tomar notas leía un artículo en el que Camus confrontaba a Breton. (Hicieron de humus unas cosas de Meyerhold y Jarry que vi en un ciclo de teatro.). Nos hablaban de futuro y ahora el Gato Pereyra apenas percibe los movimientos inútiles de las bocas y unos ruidos indescifrables, por más que ponga al máximo los audífonos, también marrones, también plásticos. He intentado charlar con él alguna vez, preguntarle qué lo motivaba para armar aquellos viajes, pero apenas oye y tampoco alcanzo a entender lo que responde por reflejo. Que tiene que ajustar algo, que algo hace interferencia, quizás. Seguía andando en una bicicleta que le quedaba chica, seguía pedaleando como entonces, con las rodillas bastante abiertas hacia afuera. Creo que usaba broches en las botamangas. Era un tiempo de botellas de vidrio y de bolsas de hilo para hacer las compras, y todavía no sonaba el término “descartable”.

Ah, veo que lentamente convido a pasear a la melancolía: la del mucho tiempo por delante, sus bellas posibilidades. Nos reíamos del Gato, nos burlábamos de él porque omitía letras en la pronunciación de algunas palabras y solía trabucarse en las explicaciones para armar sus míticos tableros eléctricos, crueldades entreveradas con las suyas, porque cuando se enfurecía iba poniéndose bordó y tomaba sus represalias. Casi siempre, luego, las atenuaba. A veces parecía que también era capaz de reírse de él mismo. Era galante con las chicas, de un modo tan viejo ya por entonces. Algo indefinible me emparienta la mejora del color de los recuerdos con el deterioro de los colores sobre el plástico. En aquel viaje que hicimos para visitar el Planetario, Siemens, Atma (Atma era una de esas palabras), una noche nos mandamos a su habitación, le vaciamos una botella de Teem que guardaba junto a otras en el placard, se la llenamos de agua y le enderezamos lo mejor que pudimos la tapa de chapa. El Gato apareció un rato después por el pasillo: algo se había tomado, porque no mantenía muy bien el equilibrio, también en su cara el bordó. Nos ofreció sánguches de milanesa y gaseosa: justo agarró esa Teem. La tapa casi saltó del pico de la botella. Puta que lo parió, no tiene gusto a nada, dijo.

Del celular del tipo de mi edad reconozco unos tonos de “Bohemian Rhapsody”. Era fantástico, en las noches de aquel viaje, recorrer el dial de FM. En el micro en el que nos movíamos escuchábamos una y otra vez The game. A esa altura todavía faltaban unos años de secundaria para aprender de memoria las canciones de Moris, “Ayer nomás”, “De nada sirve”, y algunas de Rubén Blades, “Pedro Navaja” y “Plástico”. La chica plástica, el muchacho plástico, la pareja plástica, la ciudad de plástico: apa, eso era una consigna, aunque luego nos pareciera ver plastificado, en Hollywood, al propio Blades. En el tablero todavía falta para que llegue mi número. En el banco de la plaza un indigente apresta sus pertenencias para ir con su música a otra parte. Enrolla lo que parece un saco para dormir y lo mete en una bolsa negra, de consorcio, que va a parar junto a otras, dentro de un carrito que fue de supermercado. Encara por la avenida.

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