Domingo, 20 de diciembre de 2015 | Hoy
CINE > MACBETH
Cada época tiene su relectura de los clásicos y aún más cuando se trata de un texto de Shakespeare, siempre capaz de hablarle a cualquier época. Macbeth, quizá su obra más terrible, tuvo varias versiones y por directores geniales: Orson Welles, Roman Polanski, incluso Akira Kurosawa. Ahora acaba de estrenarse la más reciente, del australiano Justin Kurzel, con las estrellas Marion Cotillard y Michael Fassbender. Carlos Gamerro analiza esta nueva versión, la más bélica de todas, un Macbeth post-guerra de Irak y de Afganistán o, en términos cinematográficos, post-Apocalypse Now y post-Kathryn Bigelow.
Por Carlos Gamerro
El sentido del común, que no siempre coincide con el sentido común, ha tendido a ver en Macbeth una tragedia de la ambición, de cómo el ‘poder corrompe’. Pero esta lectura, menos política que moral, y muchas veces interesada (pocos matrimonios que actúan en política se salvan de la comparación con los Macbeth, como bien sabemos) es en el fondo simplista y tranquilizadora, y Macbeth está lejos de serlo: es una de las obras más inquietantes e insidiosas que ha creado la imaginación humana (si es que Macbeth es un producto de la imaginación humana). La dimensión política de Macbeth, con ser formidable, ni siquiera empieza a agotar su potencia. Alguna vez, tratando de explicar la diferencia con una tragedia meramente (y maravillosamente) política como Julio César, me salió decir ‘la sangre en Julio César es roja; en Macbeth es negra’. Supongo que lo que quise decir era algo así: la de Julio César es la fuente regeneradora en la que voluntariamente bañan sus manos los conspiradores para establecer su pacto y salen a exhibir, orgullosos, ante los ojos del pueblo: es la sangre derramada que no será negociada, la sangre de los muertos que nos lava los ojos, la sangre-idea, la sangre-símbolo político, la sangre-emblema. No es la sangre de César lo que derrota a Bruto sino, como él mismo señala, el espíritu de César, el del imperio que se viene.
La de Macbeth, en cambio, es la misma que, siglos después, hará gritar a Norman Bates “¡Sangre, sangre!” Es la sangre oscura y viscosa que protagoniza Simplemente sangre de los hermanos Cohen, la que se pega a las manos como alquitrán y no puede lavarse, la que motiva la infantil y asombrada exclamación de Lady Macbeth. “¿Pero, quién hubiera pensado que el anciano hubiera tenido tanta sangre dentro?” Aquí, sí, es la sangre de Duncan, y de sus otras víctimas, lo que destruye a los Macbeth: él literalmente se ahoga en la sangre de sus víctimas, que anega tanto las horas del sueño como las de la vigilia, y ella se vuelve loca.
Orson Welles realizó su Macbeth (1948) a partir de la puesta teatral de su compañía Mercury Theatre y ésta transcurre en sets que no hacen nada por disimular su origen teatral; lejos de intentar ocultar estas limitaciones espaciales, Welles las subraya: su Macbeth está literalmente atrapado en un escenario, como el Truman de The Truman Show pero menos feliz; los paisajes de Escocia no son tales, ni intentan serlo, sino paisajes de la mente alucinada del protagonista; las batallas no se muestran, pero Macbeth de Welles no es una película sobre la guerra: su héroe está más cerca del Raskolnikov de Dostoievski que del feroz guerrero que nos muestran las primeras escenas de Shakespeare y del Macbeth de Justin Kurzel.
En la versión de este, en cambio, prácticamente no hay escena trascendente que no preceda alguna panorámica de los lagos y montañas de los Highlands escoceses, que en sus mejores momentos recuerdan las tomas de El señor de los anillos o de las tierras del Norte de Game of Thrones y en los peores, cortos de la cámara de turismo escocesa. Pero tienen, sin duda, un sentido: el Macbeth de Welles es un prisionero, y el director lo recalca con los habituales recursos del cine expresionista que tan caros le eran: lentes deformantes, geométricas composiciones en profundidad, sombras que trazan redes o rejas sobre cuerpos y objetos. Kurzel sigue la estrategia contraria: nos muestra a sus escoceses empequeñecidos y anonadados por una naturaleza vasta y hostil; algo tiene su Macbeth del Kurtz de Conrad y del Aguirre de Herzog. O, en términos más locales, su mirada sobre el personaje y su mundo es casi sarmientina: lo propiamente demoníaco no es el lado oscuro de la mente humana ni las potencias infernales, sino una naturaleza ajena al hombre, hostil o indiferente. La comparación es menos aventurada de lo que parece: Kurzel es australiano, no europeo; como él mismo señala: “siendo un australiano blanco te encuentras rodeado por un paisaje que no es tuyo, que te intimida. Siempre estás esperando desaparecer en la montaña o que te trague la tierra”.
Hay tantas definiciones de Macbeth como espectadores o lectores de la obra, porque es imposible leer Macbeth sin identificarse con él. Están, claro, los que niegan o reprimen tal identificación (para ellos va esta sugerencia: si al leer o ver la obra no se identifican con Macbeth, es porque tal vez necesitan conocerse un poco mejor). En mi caso, la más sugerente, aquella con la cual mejor me identifico, o tal vez, que mejor me identifica, es la que propone Harold Bloom en Shakespeare, la invención de lo humano: Macbeth es una víctima de su propia imaginación. Apenas las brujas le dicen que será rey, él se ve matando al rey Duncan; apenas se ve haciéndolo, se sabe impotente para no hacerlo. Esta impotencia se dramatiza en la escena de la “daga de la mente” que le señala el camino y a la que no puede sino seguir. Lejos de la idea del héroe de la voluntad, Macbeth es extrañamente pasivo: sus soliloquios expresan no la ferocidad del hombre dispuesto a todo por alcanzar el poder (Shakespeare nunca se repite, Shakespeare ya había trazado un retrato de un hombre tal: Ricardo III) sino la de un hombre arrastrado por una corriente (de sangre, en su caso) a la que no puede resistir sin riesgo de ahogarse.
La relación entre los Macbeth también ha sufrido simplificaciones varias: él es un pusilánime dominado por su esposa, ella es la verdadera ambiciosa, ella la mente asesina, el poder detrás del trono. Pero es evidente desde las primeras líneas que los Macbeth son un equipo; dicho sin ironía, es una pareja que funciona. Cuando él titubea, ella lo azuza; cuando ella no puede matar al rey Duncan (dice que es por que le recuerda a su padre, lo cierto es que no puede) él clava la daga por ella, cuando él se olvida de dejar los puñales asesinos en la escena del crimen y se niega a volver, los lleva ella. Pero aun esto es una simplificación: él se da el lujo de titubear porque sabe que ella lo azuzará, para que ella lo azuce, si no, no titubearía. El de ellos es un pacto que se refrenda continuamente, casi inconscientemente, tan afinados el uno al otro están, hasta en los mínimos gestos. La grieta aparece cuando empiezan a ver, el uno en el otro, el espejo horrible de eso en que el crimen los ha convertido, y se hace infranqueable cuando Macbeth, a punto de asesinar a Banquo y su hijo, pronuncia con dulzura: Sé inocente de ese conocimiento, / querida mía, / hasta que puedas aplaudir la acción. Aparentemente, la está protegiendo de sus crímenes; en realidad la está dejando afuera. Shakespeare subraya en términos teatrales esta separación: a partir de estas escenas ya nunca volveremos a verlos juntos. La Lady Macbeth de Welles es la obvia y esperable: una mezcla de harpía y dominatrix, la mujer que lleva los pantalones y debe azotar al inútil de su marido para que se porte como un hombre; mucho más interesante, por inesperada, es la de Polanski: joven, bella y angelical, dice las cosas más terribles jugando, seduciendo y a lo sumo lloriqueando. La que compone Marion Cotillard es, sobre todo, una víctima: de la muerte de su único hijo, de las crueldades y el descenso a la psicosis de su marido. Posible, sin duda; pero una Lady Macbeth que no mete miedo es una pobre Lady Macbeth.
Se puede argumentar que con Macbeth, Shakespeare inventó la literatura gótica y el cine de terror moderno. Pero hay una gran diferencia: en éste la fuente del terror es siempre lo que puedan hacerte: el actor, con el cual se identifica necesariamente el espectador, está en el lugar de la víctima. El espanto de Macbeth es a sí mismo, o más precisamente, a lo que descubre, con horror, que él es capaz de hacer a los demás. La versión de Orson Welles sigue esta línea. Desde el momento que escucha la profecía de las brujas, hasta la batalla final, su Macbeth es un hombre atrapado en una pesadilla, y si da batalla al final es menos como el guerrero que se ha recuperado a sí mismo que como rata acorralada. No hay batalla en el final de su Macbeth: sus hombres lo han abandonado. En Trono de sangre (1957), Akira Kurosawa dobla la apuesta: su Washizu / Macbeth es asesinado por sus propios hombres.
En contraposición a la versión de Welles, la de Kurzel es una película sobre la guerra. La atención dedicada a las escenas de batalla es una de las marcas distintivas de su versión, que muchos críticos han denunciado como hiperviolenta o ‘descarnada’. En realidad, el uso y abuso de la cámara lenta y los filtros, las alternancias entre silenciamiento y sonido hiperrealista contribuyen a estetizarlas y quitarle mucho de su filo; su reiteración y preeminencia, sumadas a la mirada alucinada, ida, con que Michael Fassbender emerge de ellas, parecen sugerir que es ésta la causa principal de su posterior demencia homicida. Toda nueva adaptación de un clásico, si tiene alguna validez, es un comentario sobre su tiempo y sus angustias: este es sin duda un Macbeth post-guerra de Irak y de Afganistán o, en términos cinematográficos, post-Apocalypse Now y post-Kathryn Bigelow; este Macbeth sufre de stress postraumático y le cuesta adaptarse a la vida civilizada – si tal calificativo le cabe a la bárbara Escocia de Kurzel. Esta visión del personaje puede ser interesante en sí misma, en tanto dé una buena película, pero no es tan interesante como lectura de Macbeth de Shakespeare. Porque es evidente que el Macbeth de éste no sufre nada en la guerra: la pasa bomba, es su elemento natural, se mueve en ella como pez en el agua. No es que Macbeth sea un sádico, no goza con el sufrimiento ajeno; la emoción que lo embarga es difícil de recuperar, para la mayoría de nosotros; es la que intenta evocar Borges en sus cuentos de guerreros nórdicos, gauchos y cuchilleros: la alegría de la guerra, la batalla como la fiesta de las lanzas y la danza de las espadas. El sufrimiento de Macbeth es el de quien pasa del asesinato legítimo y sancionado y hasta glorificado por la sociedad al crimen infame; del guerrero que deviene asesino, de matar en el campo de batalla a asesinar a un anciano en su sueño, y Macbeth recorre ese camino en el transcurso de un solo día, y nunca se recupera. A partir de ahí vivirá acosado por el horror de lo que ha hecho, del que creerá librarse cometiendo más crímenes; recién sobre el final, cuando lo sabe todo perdido, y cuando comprende que ha sido vendido desde el primer día, recupera su viejo coraje guerrero y muere combatiendo.
En la versión de Welles puede entenderse que las brujas o aun Lady Macbeth son meras figuraciones de la imaginación de Macbeth, de una imaginación vuelta irremediablemente ajena para sí misma. En la de Polanski, las que mandan son las brujas, y las potencias del mal que representan o encarnan. Se entiende; Polanski venía de hacer El bebé de Rosemary y de sufrir en carne propia las consecuencias de meterse con las fuerzas del mal, en su caso encarnaron muy concretamente en el Clan Manson. Durante mucho tiempo creí que una de las fallas de su versión era la elección del inocuo e inexpresivo Jon Finch para el protagónico. Con el tiempo lo entendí: Macbeth, en la versión de Polanski, no es un hombre excepcional, sino cualquiera de nosotros. Su expresión dominante no es de terror, sino de un desencantado desabrimiento: ¿esto era? ¿Para esto vendí mi alma? El Macbeth de Polanski no es un hombre aterrado, sino estafado: lo ha entregado todo para obtener muy poco, casi nada, a cambio.
¿Qué factores, qué fuerzas dominan al Macbeth de Kurzel y Fassbender? El director se decide a enmarcar la acción propiamente dicha con dos preámbulos que no están en la obra: la muerte del hijo de los Macbeth, jamás declarada en el texto, y la batalla en que Macbeth derrota a los enemigos del rey Duncan, contada pero no escenificada.
La sugerencia para lo primero está en uno de los parlamentos más memorables de Lady Macbeth: He dado de mamar y sé qué tierno / es el amor al niño que amamanto: / pero habría arrancado mi pezón / de entre sus encías desdentadas, / mientras él me sonreía en la cara, / y estrellado sus sesos, en el caso / de haber jurado hacerlo. Sigmund Freud, a tono con el inveterado carácter causalista del psicoanálisis, busca la causa de la carrera criminal de los Macbeth en su esterilidad; Harold Bloom va más lejos y supone que Macbeth es impotente o, más precisamente, sufre de ejaculatio praecox. A mí me resulta más fácil leer Macbeth como una obra de consecuencias, más que de causas: la pregunta no es tanto por qué Macbeth mata a Duncan, sino qué le pasa a Macbeth después de matarlo, en qué lo convierte. Es indudable que el tema del filicidio recorre Macbeth (así como el parricidio domina Hamlet, y ambos a Rey Lear): el hijo muerto de Lady Macbeth y tal vez de su marido; el intento fallido de asesinar a Fleance, el hijo de Banquo, para cortar la línea de sucesión; el bebé asesinado que entra en la receta de las brujas, el ensangrentado que éstas muestran a Macbeth; el asesinato de Lady Macduff y sus hijos, que tiene lugar, insólitamente para un hecho tan atroz, en escena. Kurzel toma el motivo infantil y le da varias vueltas de tuerca: además del hijo muerto del comienzo, a las tres brujas agrega una cuarta, niña; aparecen niños guerreros, obligados a combatir con y como adultos, a los cuales sus padres atan las espadas a sus manos para que no puedan soltarlas; el hijo de Banquo es un niño, más que un adolescente como en otras producciones; y en una de las audacias más discutibles, Lady Macduff y sus hijos no son asesinados por los esbirros de Macbeth sino que son capturados y quemados en la hoguera en ceremonia pública, y es el propio Macbeth quien les prende fuego, y obliga a Lady Macbeth a contemplar la escena. De las llamas de la batalla final (otra innovación de Kurzel, ésta más interesante y verosímil: el bosque de Birnam ‘llega a Dunsinane’ como ceniza, cuando los enemigos de Macbeth le dan candela) emerge el pequeño Fleance, para tomar la espada que Macbeth dejó caer y hacerse cargo, entendemos, de su pesada herencia: pero luego nos da la espalda y se aleja. Debe tratarse de un mensaje antibélico; si es así, resulta un tanto inane. Si de revisar el final de Shakespeare se trata, mucho mejor el final cínico de Polanski: Macbeth ha muerto y Malcolm, el legítimo heredero, recupera la corona; pero la película cierra con la imagen de su hermano menor, Donalbain, cabalgando hacia la cueva donde los esperan las brujas, para que todo recomience.
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