FENóMENOS > MAKING A MURDERER
Desde que Netflix puso online la serie documental Making a Murderer –también puede verse en la versión argentina de la plataforma– se convirtió en un fenómeno impresionante e inédito. Son diez episodios que siguen, en tiempo real y durante diez años, la historia de Steven Avery, un hombre pobre de Wisconsin que a los 23 fue encarcelado por un crimen que no cometió –la mujer que lo acusó del ataque sexual reconoció su error y pidió disculpas públicas– y que, después de dos años de libertad, fue nuevamente acusado, esta vez de asesinato, en un caso que al parecer es una pura invención de la policía y la justicia locales. Drama tribunalicio, fresco social y policial true crime lleno de recovecos, la serie llegó a ser mencionada hasta por Barack Obama y, en menos de un mes, ya es considerada por algunos, The New Yorker por ejemplo, como demasiado parcial y poco seria –se señala que las cineastas ocultan ciertas conversaciones y el testimonio actual de la entonces novia del acusado– y por otros como un documento ineludible que demuestra cómo se puede viciar y corromper un proceso judicial y todo un sistema.
› Por Mariano Kairuz
La historia de Steven Avery es bastante impresionante y perturbadora. Habitante humilde del condado de Manitowoc, Wisconsin –miembro de esa suerte de subclase social que los americanos designan como white trash–, en 1985, cuando tenía 23 años, fue condenado por el ataque sexual e intento de asesinato de una mujer llamada Penny Beerntsen. Dieciocho años más tarde quedó en libertad, cuando la causa fue abierta y quedó probado mediante una prueba de ADN (para la que al parecer no existía la tecnología en los 80) que las evidencias utilizadas para condenarlo no solo no eran válidas, sino que señalaban inequívocamente al verdadero violador, otro hombre joven, rubio y con barba, como Avery, que para entonces ya estaba preso por otros crímenes. Beerntsen, la víctima de violación, que había contribuido al encarcelamiento de Avery al señalarlo sin dudar como su atacante en una rueda de sospechosos, reconoció con mucho pesar su error y se disculpó públicamente con él en 2003, cuando Avery, ya en libertad, y a pesar de la larga, falsa condena que había sufrido, dijo que ya “no sentía odio hacia nadie”.
Pero la historia del falso culpable Avery no es impresionante y perturbadora por los dieciocho años que pasó preso injustamente, sino porque no se terminó ahí. En 2005, menos de dos años después de salir en libertad, cuando Avery empezaba a rehacer su vida junto a algunos de los hijos a los que no había podido ver crecer, y mientras iniciaba una demanda contra el Estado en busca de una compensación económica (por 36 millones de dólares) que lo ayudara a recuperar algo del tiempo perdido, la policía de Manitowoc volvió a buscarlo, esta vez con un cargo de asesinato: el de una mujer, una fotógrafa de 25 años llamada Teresa Halbach, una de cuyas últimas llamadas telefónicas estaban dirigidas a Avery, y cuyos restos quemados fueron encontrados en el terreno de la casa del acusado, donde tenía un desarmadero de autos.
Para cuando termina el primer episodio de Making a Murderer, la flamante serie documental de diez capítulos que siguió el caso de Avery a lo largo de una década, lo único que conocemos es la perturbadora historia de su injusto encierro de dieciocho años, que parecía haber terminado en una mínima reparación pública. Pero al empezar el segundo episodio, nos enteramos de cómo siguió el asunto (el caso Halbach) y el relato empieza a tornarse pesadillesco y hasta un poco surrealista. De entrada se nos presenta que hay razones para creer que a varias de las autoridades de Manitowoc implicadas en el encarcelamiento de Avery en el ‘85, no les convenía que la causa se reabriera para determinar si al demandante le correspondía una indemnización y se examinara el comportamiento que habían tenido policías y fiscales hacia él. En el caso Halbach, no tardan en aparecer irregularidades y, por lo tanto, la sospecha de que algunas de las evidencias que lo señalan como principal sospechoso en el asesinato de la joven fotógrafa fueron plantadas. Hay una muestra de sangre que puede haber sido adulterada; las llaves del auto de la víctima aparecen sin dificultad en la habitación del sospechoso, pero recién en ¡el séptimo allanamiento! de su vivienda. En el caso queda implicado también un sobrino adolescente de Avery, Brendan Dassey, un chico de dieciséis años y no muchas luces, cuya incriminación se convierte en la segunda y más polémica faceta de esta historia. A poco de quedar detenido, al adolescente le arrancan una confesión que, según parece en las imágenes incluidas en Making a Murderer, podría ser producto de la enorme presión que ejerce su interrogador y la tremenda confusión y debilidad del entrevistado, pero sin embargo signará todo el proceso judicial en su contra.
Por la manera en que está estructurada Making a Murderer, al final del citado primer episodio, uno tiene la impresión de que en los siguientes episodios estaremos asistiendo a una secuencia de unitarios sobre otras historias de falsos culpables. Pero tras esos dieciocho años comprimidos en poco más de una hora, las siguientes nueve horas estarán destinadas a narrar fundamentalmente los dos años posteriores al siguiente arresto de Avery (y de Brendan) y a seguir sus alternativas, con un componente emocional cercano al que uno experimenta ante los llamados “thrillers tribunalicios”, ese subgénero que, no importa qué tan malo sea el guión, casi siempre funciona en términos dramáticos; siempre tiene gancho. Con el condimento inestimable de que no solo está “basado” en un caso real, sino que es el caso real mismo, desarrollándose ante nuestros ojos.
Creada, escrita y dirigida por Laura Ricciardi y Moira Demos –que al momento de empezar su seguimiento, diez años atrás, eran dos estudiantes de cine recién graduadas de la Universidad de Columbia con una cámara prestada–, Making a Murderer fue recibida en un principio, en su estreno americano hace menos de un mes, como uno de los artefactos más sorprendentes del año. Los elogios fueron durante unos días casi unánimes; y su repercusión dio pie a un movimiento que milita por la liberación –o por un juicio más transparente al menos– de Avery, concitando la atención y activa participación de algunas “celebridades” de Hollywood (Ricky Gervais, Alec Baldwin), y llegando a conseguir que el propio Barack Obama hablara del tema. Pero poco después se alzaron las voces contrarias, la mayoría de las cuales apuntan a que Ricciardi y Demos parecen haber sellado sus conclusiones sobre la inocencia de Avery, y de hecho, el título mismo del programa (“Fabricando un asesino”) parece ponerse por delante de los resultados obtenidos por la justicia. También se la ha criticado, por supuesto, por “fabricar entretenimiento” explotando los dramas y miserias de gente real.
Contra aquellas voces contrarias, de todos modos suele reconocerse que uno de los logros fundamentales de Making a Murderer, consiste en mostrar un proceso judicial –y un sistema– profundamente viciado y corruptible. En probar los riesgos a los que queda expuesto un sospechoso en el sistema de justicia norteamericano; cómo una serie de errores y manipulaciones pueden sencillamente arruinarle la vida a alguien, y cómo estas tenebrosas posibilidades se potencian cuando los acusados son gente pobre, de educación deficiente y oportunidades limitadas, perteneciente al interior profundo de los Estados Unidos. Making a Murderer queda emparentada en este sentido con el relato del abrumador recorrido de los adolescentes acusados de asesinato en West Memphis narrado por los tres films de la saga Paradise Lost, filmados a lo largo de casi veinte años por el documentalista Joe Berlinger. Estrenada hace menos de un mes, y apenas un tiempo después de la polémica The Jinx, de HBO, y del podcast Serial, Making a Murderer se suma al fenómeno del “true crime”, las historias de crímenes verdaderos, más extraños y más intensos que cualquier ficción, que gana espacio en la televisión americana en este momento.
Al dia de hoy Avery lleva cumplidos diez años de encarcelamiento y estudia por su cuenta la ley, para encontrar la manera más correcta de apelar su condena a cadena perpetua no excarcelable. La primera vez, su exoneración fue lograda con la ayuda de The Innocence Project, una asociación que trabaja en causas de condenas injustas; pero en el caso del juicio por el crimen de Teresa Halbach esta organización se abstuvo de participar, contestando negativamente a una nueva solicitud del acusado. Mientras tanto, Dassey –que también lleva una década a la sombra y podría pedir libertad condicional recién dentro de treinta años– cuenta con la representación del Centro de Condenas Injustas a Jóvenes de la Northwestern University, así como la de Tricia Bushnell, directora legal del Midwest Innocence Project. La situación de Dassey es bien distinta de la de Avery, porque si bien los juicios de ambos presentan irregularidades, el reclamo de que en el caso del adolescente se le extrajo una confesión mediante métodos ilegítimos queda hoy, con la serie completa disponible en Netflix, a la vista y juicio de millones de espectadores. Cuando, durante el juicio le preguntan a Dassey por qué, si ahora está proclamando su inocencia, antes dijo otra cosa (que se convirtió en la confesión parcial de su participación en el crimen), el muchacho contesta, con la mirada perdida y cabizbajo, “no sé”, sólo se puede sentir pena por él. Imposible saber si Dassey es una víctima del sistema de justicia, de su tío, o de su familia, o si sencillamente participó conplena conciencia del crimen, pero se impone la sensación de que su caso no fue contemplado debidamente, y que no tuvo una defensa completa.
En cuanto a Avery, la mayoría de los críticos de la serie señalaron que Demos y Ricciardi dejaron deliberadamente afuera material que fue presentado en el juicio. El fiscal Ken Kratz se refirió principalmente al hecho de que Making omite, entre otros detalles, las llamadas que bajo un nombre falso Avery habría hecho una compañía a la que iba a venderle uno de sus autos, con el objetivo de conseguir que Halbach fuera hasta su casa su casa/desarmadero. Esta y otras comunicaciones, alguna entre Avery y Halbach, no alcanzan a probar su culpabilidad, pero es cierto que son por lo menos motivo de sospecha, y muy sugestivas, y que su presentación en la serie le hubiera permitido al público entender un poco mejor cómo fue que el jurado llegó a su veredicto. También se le ha criticado que solo incluyeran testimonios de hasta nueve años atrás de Jodi Stachowski, la novia de Avery al momento de su arresto: todos estos testimonios la muestran firme en su defensa del acusado, convencida de su inocencia, mientras que en diversas entrevistas que le hicieron otros medios en tiempos recientes, Stachowski muestra una postura radicalmente distinta: dice estar segura de que se ex mató a Halbach y lo describe como un hombre violento y maltratador. “Todas las putitas están en deuda conmigo por aquella que me mandó a prisión 18 años injustamente, así que puedo hacerles lo que quiera”, dice ella que le dijo Avery en una ocasión. Pero nada de esto aparece en la serie.
En su largo artículo sobre Making a Murderer publicado días atrás en The New Yorker, la periodista Kathryn Schulz cuestiona con atendibles argumentos la ética que gobierna la narrativa del programa. Rastrea a Beerntsen, que se negó a participar del documental porque, alega, “estaba muy claro desde el principio que las documentalistas ya estaban convencidas de que Avery es inocente, y no me dieron la impresión de ser periodistas que estuvieran buscando la verdad, si no apenas dos militantes que querían un foro donde expresar las conclusiones a las que ya habían llegado”. Por esto mismo, para los detractores del documental, dice Schulz, este parece menos una obra de periodismo de investigación “que una sofisticada pieza de justicia ciudadana”. Y si bien, prosigue la periodista, la serie sí erige serios y creíbles argumentos sobre “la conducta inadecuada de la policía y los fiscales” del juicio de Avery y Dassey, e incluso si esa conducta fue “maliciosa” y deliberada, esto no prueba la inocencia de los acusados: el reclamo que hace el programa, y que ha generado una petición firmada por 400 mil personas, es que Avery sea exonerado o liberado, cuando lo que deberían estar reclamando es la oportunidad de un nuevo juicio.
A pesar de estos baches que quedan sin respuesta al finalizar la serie, Making a Murderer sigue teniendo cierto valor por varias razones. Como señala el periodista Mike Haledec, “una de las múltiples historias que cuenta el programa es el retrato de la estrechez de miras provinciana y de clase, con las instituciones y los ciudadanos de clase media del condado de Manitowoc unidos en su condena a los Avery, que tenían un desarmadero de autos y eran vistos como un montón de pueblerinos de las afueras”. Y agrega: “Lo que distingue a Making de otros productos del auge actual del true crime es su casi dickensiano relato de la tragedia de esta familia, de cómo los padres de Avery, conmovedoramente aterrados (como lo estarían unas criaturas de ficción) no dejan de creer nunca en la inocencia de su hijo, aun cuando la larga batalla que llevan adelante destroza el negocio del que viven y cualquier sentido de pertenencia a la comunidad que puedan haber abrigado antes”.
Finalmente, y más allá de las inclinaciones que provoque el caso particular de Avery en el público, queda esencialmente la exposición de un sistema peligrosamente falible. “No tengo una teoría acerca de quién mató a Teresa Halbach”, dice Demos. “Pero no siento que lo que presentó la fiscalía sea un relato convincente. Es imposible quedar satisfecho con esto. Me siento más que mal por Teresa y su familia, primero que nada porque le ha pasado algo horrible, pero también porque no sabemos exactamente qué es eso que le pasó y por lo tanto no ha sido resuelto. Potencial-mente, los Halbach son víctimas porque no saben qué le ocurrió a su hija. Potencialmente, Steven y Brendan son víctimas porque puede que estén en prisión por algo que no hicieron. Pero si todo esto es cierto, además significa que quien sea que cometió el crimen aun está ahí afuera, y uno debería preocuparse ya no por todas estas personas, si no también por uno mismo”.
“Pero en todo caso”, agrega, “no fuimos allí para resolver el crimen, sino para documentar la experiencia de ser acusado en este país. Nunca sabremos qué es lo que pasó el día de la muerte de Teresa, pero lo que podemos hacer es documentar qué era lo que el Estado y la fiscalía estaban haciendo al respecto. Confiamos en que la serie sirva para promover la discusión”. “Esto es un documental”, dice por su parte Ricciardi, “y nosotras somos documentalistas. No somos fiscales ni abogados defensores, no salimos a condenar ni a exonerar a nadie. Tan solo a examinar el sistema de justicia y el modo en que está funcionando hoy”.
Los diez capítulos de Making a Murderer se pueden ver en netflix.com.ar
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