Dom 14.12.2003
radar

TELEVISIóN

El que quiere Celeste que le cueste

Con una víspera de sexo en un enceradísimo petit-hôtel seudoparisino y picos de rating que rozaron los 46 puntos, terminó Resistiré, la telenovela que incorporó a la masa cool al público del género. A manera de balance y despedida, dos miradas sobre el fenómeno que cambió la cara cristiano-familiera de Telefé.

Elogio de la anormalidad
Por Horacio Bernades

En las últimas semanas –a partir del momento en que la repercusión mediática de Resistiré creció hasta convertirse en una gigantesca bola de nieve– cobró cuerpo un malentendido. Según algunas interpretaciones hechas un poco a la ligera, la tira capitaneada por JeanLuc Echarri, Cid la campeadora y el explosivo Vena habría compartido con Soy gitano una misma voluntad de irrealidad, cómplices, ambas, en el embate contra el bastión costumbrista representado por Costumbres argentinas y Son amores. No puede decirse que la interpretación sea errada, pero sí apresurada y generalizadora.
Si se mira más en detalle se percibirá (sobre todo ahora, que el final de Resistiré permite poner esa novela en perspectiva) que un abismo catódico separa a la tira escrita por Gustavo Bellati y Mario Segade de la pergeñada por Marcos Carnevale y Marcela Guerty. Mientras la saga gitana se sostiene sobre el estereotipo étnico, presentando a unos zíngaros tan pasionales como el espectador medio podría llegar a imaginarlos, a lo largo de Resistiré el imaginario clasemediero fue sistemáticamente torpedeado desde todos los rincones. Empezando por un héroe llevado por su ambición (el sastrecillo de Echarri, devenido hampón) y una heroína eternamente claudicante frente a su propio deseo de seguridad y posición. Más atrás se encolumnaron un aristócrata altruista (el doctor Malaguer), un matón capaz de amar a su patrona hasta el amour fou (el Beby), el gay más normal que jamás haya dado la televisión argentina (Lupe, encarnado por el excelente Sebastián Pajoni) y un sicario bisexual, perverso, maníaco-depresivo, inquebrantablemente leal y definitivamente esquizo (Andrés, que el genial Claudio Quinteros aderezó con un toque de Stan Laurel).
Mientras el presunto desmelenamiento de Soy gitano jamás voló un pelo de los arquitectónicos peinados de sus protagonistas, la opción de Resistiré por la ruptura respondió claramente a un credo estético resuelto a pulverizar lo que hasta entonces se entendía como credibilidad televisiva. En la serie de Laport & Cía, brebajes y venenos gitanos, la pócima que permitía ingresar en los sueños ajenos y hasta alguna aparición demoníaca obedecieron a un cálculo de circunstancias, que respondía a ciertas expectativas del público. Por el contrario, la busca de la vida infinita entre tubos de ensayo, la antológica boda que termina convertida en campo de cadáveres y el cronenberguiano estallido final de Mauricio Doval son fruto de una auténtica voluntad subversiva, cuyo solo antecedente televisivo debería rastrearse en Tumberos.
Prueba de la eficacia de ese empeño es que, en la misma medida en que el público telenovelero (encabezado por un horrorizado Alberto Migré) huía de la pantalla de Telefé cada vez que daban las diez de la noche, bandadas de exégetas llovían sobre ella noche a noche, comprendiendo que no había escena ni diálogo de Resistiré que sus autores no hubieran escrito entre comillas. Véanse, a este respecto, las caras de furia de Fabián Vena -dignas de un villano de Chaplin– y la verba florida con que solía sermonear a esa pareja polimorfa integrada por la tía Leonarda y su sobrino Andrés, a los que solía reprender como maestra jardinera a sus párvulos. Por suerte, ni Leonarda ni Andrés escarmentaron. Tampoco los guionistas, que durante el resto de la temporada siguieron comportándose como verdaderos anormales televisivos.
Si se quieren más pruebas del océano creativo que separa a Resistiré de Soy gitano, compárese el desfile de unipersonales grasas encabezado por el inenarrable Laport y secundado por los delineados André, Grimau & Cía (y los agobiantes escotes de sus congéneres femeninas) con las delicias actorales que deparó Resistiré, desde el hierático Quinteros hasta un Vena cuyo apellido nunca lució tan oportuno, pasando por la viperina TinaSerrano. Sin olvidar, claro, a Romina Ricci (coronada Reina Nacional de la Puteada), Bárbara Lombardo o la blanca palidez de Carolina Fal. Y rematando, claro, con esa hipermuñeca de notable densidad dramática que es Celeste Cid, a quien, si todavía no la llamaron para el cine, será porque estaban mirando otro canal. Repárese, por último, que frente al cocoliche estético de Soy gitano, el equipo de realizadores de Resistiré colaboró enormemente en el crecimiento de ese niño todavía ligeramente lelo y balbuceante que se llama Lenguaje Visual de la Tele.


La pasión cínica

por Alan Pauls

resistiré fue a la telenovela lo que el Twin Peaks de David Lynch al soap opera estilo La caldera del diablo: no una transgresión (porque la maleabilidad de las convenciones de ambos géneros es institucional, y su capacidad de absorción es infinitamente más poderosa que los embates de cualquier tentativa particular de dinamitarla) sino esa modalidad ponzoñosa del atentado, o del amor, que se llama perversión. A lo largo de sus 220 capítulos, lo que hizo Resistiré, de la mano básicamente de sus guionistas, Gustavo Bellati y Mario Segade, fue derramar sobre el cuerpo de la telenovela un disolvente a la vez voluptuoso y letal, menos preocupado por violar reglas que por verlas enrarecerse, delirar y ponerse a defender causas para las cuales no fueron creadas.
Habría mucho que decir sobre los instrumentos a que apeló ese programa de corrupción del género. Los más evidentes fueron la abolición de las jerarquías entre personajes e historias (no hubo “mayores” ni “menores”, ni “principales” ni “secundarias”: sólo un laboratorio promiscuo de derivaciones siempre imprevisibles); la apuesta por el artificio (contra la escuela “natural” de Suar, que el 13 impuso y este año trató de matizar con el etno-pastiche de Soy Gitano); el desparpajo con que la tira se atrevió a eclipsar largamente la estelaridad de sus estrellas; el uso conceptual del casting (en vez de “adaptarse” al contexto catódico, actores como Tina Serrano, Carolina Fal o Claudio Quinteros actuaron desenfrenadamente todo su background de seriedad teatral), la musicalización (que incorporó al soundtrack berreta de la tira los aires cool del momento); una dramaturgia basada en un modelo ligeramente orgiástico, según el cual todos los personajes pueden ser objeto de deseo para todos.
Pero la perversión más desconcertante que ensayó la tira fue inyectarle a un género como la telenovela –hecho de pasiones ciegas, de compulsión y de criaturas ensimismadas, que si hay algo que ignoran son las razones por las que hacen lo que hacen– un tóxico inesperado (y por eso doblemente artero): el discurso de la psicología. Por primera vez en la historia de la telenovela, el incesto, el crimen, la inescrupulosidad, las aberraciones sexuales, las estrategias de poder, todo el repertorio de conductas más o menos extremas que alimenta al género aparecían acompañadas, casi duplicadas por una especie de voz en off psi que las explicaba y –mueca tortuosa de los guionistas– hasta las justificaba con una lucidez tan vulgar como insolada. Olvidamos muy rápido que el personaje de Julia Malaguer se recibió de psicóloga, pero ¿para qué recordarlo, si apenas el guión de la tira archivó su diploma de la UBA en algún escritorio de Telefé fueron todos los personajes –de los progres clase media cultivada como Julia o Lupe o Vanina o Alfredo a los dinosaurios barriales como Ricardo, pasando por matones enamoradizos como el Bebi, capaces de introspecciones verdaderamente abismales, y hasta por el genio del Mal, Mauricio, que debió esperar hasta el último capítulo para desplegar su hiperconciencia sobre las causas últimas –¡el abandono materno!– de su voluntad de poder– y la tira misma los que se encargaron de legitimar con edipos mal resueltos, identificaciones fallidas, espejismos imaginarios y catarsis minuciosamente verbalizadas (¡qué tortuoso deleite oír la conmovida vulgata freudiana brotar de labios de un guardaespaldas sin moral!) todas las atrocidades que la ley del género sólo se permitía atribuir a la irracionalidad de la pasión?
Es como si Bellati y Segade hubiesen cruzado la frontera que separa el unitario de la tira diaria llevándose consigo –en vez de abandonarlo, como cualquier aduana previsible hubiera aconsejado– todo el bagaje psi que habían explotado en Vulnerables y Culpables, pero no para endulzar (o “racionalizar”) el desopilante festival de siniestreces que se aprestaban a redactar sino más bien para fogonearlo como nunca. De Vulnerables a Resistiré, el discurso psi cambia de función y pasa de máquinainterpretativa a libreto demencial, de ordenamiento retrospectivo a manual de instrucciones para aberraciones futuras. (Ejemplo genial, como excavado de un Tennessee Williams en ácido: la idea de que la relación incestuosa entre Andrés y Leonarda lleva a que los dos personajes terminen pareciéndose físicamente.) Hacer de Freud un guionista (y no un interpretador): el linaje de artistas que ensayaron esa sinuosa operación es ilustre e incluye a gente como Buñuel, Hitchcock y también, por supuesto, a David Lynch, el autor de Twin Peaks. A su manera, que es la manera bárbara propia de la televisión, Resistiré no vaciló en vampirizar todos esos modelos de administración anómala del capital psi. El resultado, contra lo que se podría prever, no fue la normalización del género sino su enloquecimiento, o quizás el tipo específico de enloquecimiento que la tele necesitaba para “abrir” el género a quienes no lo consumían, o sólo lo consumían entrecomillándolo, “interpretándolo” desde afuera o desde arriba con el mismo arsenal de conceptos bastardeados que Resistiré decidió usar a modo de premisas dramáticas. (A esa operación sobre el género hay que atribuir también la proeza de marketing corporativo de la tira: haber cambiado la imagen de Telefé, una pantalla que a principios de año no parecía particularmente receptiva al sexo anal –con Mauricio refregando euros recién sacados del banco contra la boca de Rosario– o a la depravada abnegación de Dahlman, en quien la panza que Diego le hizo a Martina funcionó más como estímulo erótico que como factor de inhibición.) Hasta Resistiré, malos o buenos, nobles o pérfidos, los personajes de telenovela podían hacer absolutamente cualquier cosa menos una: saber qué era lo que estaban haciendo. Y podían ser absolutamente cualquier cosa, pero nunca dejar de ser lo que estaban llamados a ser: víctimas. Con Resistiré, el saber no sólo deja de ser el antídoto contra la pasión; pasa a ser su corazón, su alma y su móvil.

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