Dom 14.02.2016
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CINE > BROOKLYN

LEJANA TIERRA MÍA

La semana que viene se estrena Brooklyn, una película que vuelve al tema de los inmigrantes recién llegados a Estados Unidos y más específicamente a Nueva York, tradición narrativa fertilísima que viene desde el cine clásico, con films inolvidables de, por ejemplo, Frank Capra y John Ford. Basada en una novela de Colm Tóibín y con guión de Nick Hornby, Brooklyn es la historia de una chica irlandesa que llega a Nueva York en los años ‘50, interpretada por la ascendente y extraordinaria Saoirse Ronan. Y puede verse en doble programa, hasta como reverso, con la notable The Immigrant de James Gray –Marion Cotillard y Joaquin Phoenix– una tragedia sobre una inmigrante polaca que pasó por los cines sin pena ni gloria pero, como reparación, ya se consigue online.

› Por Paula Vázquez Prieto

Historias de inmigrantes, historias de sueños perdidos, de viajes truncos, de regresos postergados. Las travesías a través del Atlántico en la primera mitad del siglo XX han dado pie a una lenta crónica de interminables desarraigos, de ilusiones de tierras prometidas y de vidas recomenzadas. Hambrunas, guerras, curiosidad, inconformismo, miles de razones para emprender interminables viajes en barco, en condiciones adversas, precarias, inimaginables; tiempo de espera el que se abre, asediado por el vaivén de las olas, el malestar del movimiento, la incertidumbre del destino. Todos esos relatos de quienes dejaban atrás su hogar alimentaron un sueño ecléctico y ambiguo, situado en la extensa América; un sueño plagado de promesas incumplidas, de sacrificios inevitables y olvidos forzados. Nada terminó siendo lo que parecía y lo que quedó lejano en el pasado y la distancia se tiñó de esa agridulce melancolía, a veces tormentosa, a veces placentera. Directores del Hollywood clásico como Frank Capra evocaron la fortaleza del inmigrante en su integración a un mundo ajeno y desconocido: esas raíces heredadas de la Italia desclasada del Sur se convertían en fósiles a los que aferrarse ante las inclemencias de un futuro incierto pero esperanzador. Irlanda fue otro paraíso perdido en la filmografía de John Ford, nacido en Estados Unidos pero eterno soñador de una tierra de ensueño, en la que el tiempo de la infancia parecía detenido para siempre. Las dos guerras y la inminencia de conflictos cada vez más concretos pero a la vez indescifrables hacia la mitad del siglo hicieron de esas ciudades portuarias cubiertas de niebla a las que llegaban centenares de embarcaciones, de esas familias desgarradas por la emigración, de esas comunidades sostenidas sobre recuerdos compartidos, una valiosa materia cinematográfica.

DEL OTRO LADO DEL PUENTE

Las primeras imágenes de Brooklyn están apenas iluminadas. Estamos en los años ’50 en una Irlanda que lentamente emerge de la desazón de la posguerra y las pocas luces que agitan ese intenso ocre de la vida europea son algunos faroles de la calle y el altar de una iglesia. Eilis (Saoirse Ronan) camina sola por la vereda húmeda, se sienta en un banco de la iglesia con las manos entrelazadas a la altura del mentón, y mira absorta al párroco entre algún que otro bostezo. Inmediatamente, casi como destino de esa mirada extraviada, se imprime el título de la película, nombre de esa ciudad de casas con escaleritas y veredas arboladas que será el albergue de su inminente futuro. Basada en la novela de Colm Tóibín, con guión del novelista Nick Hornby y dirigida por John Crowley, Brooklyn cuenta la historia de ese viaje hacia un mundo en apariencia mejor, un recorrido impulsado por sentimientos encontrados como la fe y la ambición. Eilis, en el despertar de su vida adulta, siente en su propio día a día las limitaciones que padece la misma Irlanda: un país pequeño, condicionado por la cercanía de las potencias mayores, en un escenario internacional decisivo en el que se dirimen vínculos de conveniencia en plena Guerra Fría. Eilis vive entre la casa, la iglesia y un trabajo ingrato bajo las órdenes de una mujer odiosa e injusta, sujeta a prejuicios y artífice de sutiles maltratos, con el único refugio de una familia reducida, algunas amigas, y un horizonte estrecho y apenas estimable.

Su llegada a Estados Unidos estará inmersa en el desconcierto que ofrece inicialmente lo desconocido. El clima es más frío, el albergue en el que pasará sus noches está a cargo de una señora cálida pero estricta, las compañeras de las otras habitaciones son irlandesas pero algo más avispadas por su tiempo en el nuevo mundo, y la soledad será entonces un malestar permanente, intenso y desolador. El único remanso que encuentra Eilis en sus primeros meses en Brooklyn son las cartas de su hermana, llenas de consejos y buenos augurios, casi como fábulas infantiles recreadas con algo de inocencia para quien está lejos. Ese lazo de hermandad con Rose (Fiona Glascott) será decisivo para Eilis: para la construcción de su identidad, para la dependencia de su pasado, para el despliegue de su voluntad emancipadora. Cuando sobrevenga la tragedia e Irlanda reclame a su niña extraviada, la figura liberadora de Rose, la que quiso comprarle un futuro y mandarla al otro lado del Atlántico para que viva la vida que a ella se le negaba, adquirirá un signo inverso y se convertirá en un corsé de mandatos y obligaciones.

John Crowley –irlandés de nacimiento, formado en teatro en Dublín y luego asiduo del West End londinense, celebrado en los BAFTA por Boy A (2007), y con cierta notoriedad luego del buen recibimiento de Brooklyn en Sundance– recrea esa ciudad del otro lado del puente de Manhattan con las tonalidades clásicas de las películas del Capra de los años ’30, con la vitalidad de la creencia y la esperanza de quien cree que se avecina lo mejor. La América del libro de Toibin tiene ese espíritu de fortaleza de una generación que transitó los tiempos más duros con ansias de supervivencia más que de triunfo. Las escenas sobre la cubierta del barco están llenas de luz y recortadas sobre un fondo celeste intenso, límpido y sin nubes. Esa imagen, tan artificial como eran los fondos proyectados en los melodramas de los ’50, da cuenta del contraste que Crowley decide instalar: Estados Unidos se ofrece como una tarjeta postal a la mirada de quien solo ve su impecable lustre mientras Irlanda queda sumida en ese recuerdo nostálgico de la evocación fabulada. No en vano la película que una compañera de los grandes almacenes estilo Macy’s donde trabaja Eilis le menciona a propósito de Irlanda es El hombre quieto de John Ford. Allí la cabellera rojiza de Maureen O’Hara era parte de ese territorio pastoril y atemporal que Ford atesoraba en su memoria, fruto de relatos familiares e imaginaciones infantiles. Esa tensión entre ambos mundos, igualmente idealizados, es el epicentro de Brooklyn: ¿cuál es el hogar para Eilis? ¿El que deja atrás junto a su hermana y su madre en el puerto lleno de lágrimas de despedida? ¿El de esa ciudad pujante y prometedora a orillas del río Hudson? ¿O es una historia construida a mitad de camino, entre el pasado y el presente, el recuerdo y la realidad?

LA INMIGRANTE

“Ya no sé dónde queda mi hogar”, balbucea Ewa Cybulska, la inmigrante polaca que interpreta Marion Cotillard en la obra maestra de James Gray, The Immigrant. Luego de una corta pero sólida trayectoria que incluye las excepcionales Los dueños de la noche y Los amantes, James Gray recreó en 2013 el más amargo relato de inmigración jamás contado. Su cercanía intensa al melodrama es a través de una emoción plena, sin atisbo alguno de cinismo, ni asomo de ambiciones posmodernas. Si Brooklyn recuerda el espíritu New Deal de pleno Estado de Bienestar rooseveltiano, The Immigrant se parece a esa pesadilla interminable de la que no puede escapar James Stewart en ¡Qué bello es vivir! Y ese despertar ambiguo, teñido del escepticismo y la amargura que luego invadiría el cine posterior de Capra, es el mismo al que arriba Ewa al final de su triste calvario. Porque lo cierto es que vivir no es demasiado bello para la pobre Ewa desde que pisa el húmedo suelo de la isla Ellis, donde desembarca desde su Polonia natal. Para ella no habrá esperanza ni salvación sino que la tierra prometida será tan solo un jardín lleno de espinas.

Ambientada a principios de los años ’20, The Immigrant comienza con la llegada de Ewa y su hermana Magda (Angela Sarafyan) al puerto de Nueva York. Allí, Magda será puesta en cuarentena por considerarla enferma de tuberculosis y a Ewa le será negada la visa por su cuestionable conducta moral durante la travesía. La posible deportación y la separación de Magda parecen un destino inevitable hasta la intervención providencial de Bruno Weiss (Joaquin Phoenix), oscuro salvador que la lleva a un pobre barrio judío, antesala de la caída y la degradación. A partir de ese momento las vidas de Bruno y Ewa estarán atadas por un lazo pesado, forjado tanto en la soledad como en la desesperación. Las criaturas de Gray batallan en un mundo injusto y despiadado con todas sus fuerzas y todas sus armas; su inocencia se desgarra pero resiste en el fondo de sus almas como un diamante en bruto que apenas emerge entre el barro y la mugre. Al igual que en Brooklyn los lazos sanguíneos son vitales e inquebrantables, fundamento de los sentimientos más intensos y arrebatados. El odio entre Bruno y su primo Emil (Jeremy Renner) es tan fuerte que no tiene otro final posible que la tragedia, de la misma manera que la unión entre las hermanas Cybulska anhela la recompensa del reencuentro pese a todo lo sucedido. Pero, en Brooklyn, Rose es el sinónimo de ese pasado idealizado, concentrado en las cartas, en el peso de su recuerdo; porque para Crowley –o para el guion de Hornby y la novela de Tóibín– el futuro tiene ese potencial desmitificador, ese que es capaz de ofrecerle un presente propio, edificado en su trabajo, su nuevo novio, su vestimenta all’ americana. En cambio, los personajes de Gray son trágicos por definición, tanto víctimas como victimarios, caminantes solitarios que quieren creer que hay bondad donde no la hay y en ese mismo gesto la alcanzan.

La tristeza infinita que traslucen los ojos de Marion Cotillard es tan honda como ese abismo donde se proyecta su existencia desgarrada. Su historia es una serie de interminables pérdidas: su hogar en Polonia, sus padres asesinados ante su atenta mirada, su hermana recluida en una prisión tétrica en las aguas negras de la isla Ellis, su honor y su dignidad al llegar a América. Aferrada a la fe que le queda, reza a la virgen por un perdón que no cree que merezca. Y Gray consigue una épica de grandeza sin que nos demos cuenta: su talento es tan lúcido que nos regala escenas memorables que descubrimos apenas al instante de haberlas visto. Todo su mundo se despliega con esa claridad que rara vez aparece en el cine, que siempre debería celebrarse.

LOS OJOS DE SAOIRSE

La presencia de Saoirse Ronan es la razón fundamental para ver Brooklyn. Con solo 21 años ha hecho papeles de una impronta adulta y arrolladora que nada tiene que ver con la eterna adolescencia que parece obsesionar al Hollywood contemporáneo. Algo de eso había en la hermana menor de Keira Knightley en Expiación (2007), con esa inquietante inocencia y esa tenue villanía que asomaba en sus ojos brillantes en la oscuridad que descubría el pecado; y también en la trágica fábula de Peter Jackson, Desde mi cielo (2009), en la que deambulaba en búsqueda de perdón o venganza, signos equívocos de esa fuerza originaria que la devora. Sus ojos apenas asoman en el atuendo de improvisado combate de Hanna (2011), nuevamente bajo las órdenes de Joe Wright, como reflejos de ese acervo de pasiones y saberes ancestrales que vienen a través de ella desde un mundo atemporal. Su presencia en la pantalla es concreta, maciza, casi palpable. Se hace material en cada plano, vital en cada emoción. Como cuando la vemos llorar en soledad en su habitación a poco de llegar a Brooklyn, con esas lágrimas gruesas que inundan para siempre su mirada. Todo parece tan fácil para ella, sus pequeños gestos de humor, su calidez, su vulnerabilidad. No necesita subrayarnos nada, no tiene muecas aprendidas, ni gestos estudiados. Todo en ella se revela como la primera vez, como esas estrellas cuya luz aparece de repente, para asegurarnos que siempre estuvieron allí.

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