CINE > EL ABRAZO DE LA SERPIENTE
De entre las ficciones que tematizan lo que se conoce como “la conquista de América”, la película colombiana El abrazo de la serpiente, dirigida por Ciro Guerra, nominada al Oscar como mejor película extranjera, toma decisiones estéticas arriesgadas –filma la selva en blanco y negro– y una historia poco convencional: la de un chamán y dos científicos blancos que, en diferentes épocas, navegan en busca de la yakruna, una planta sagrada. Hablada en lengua nativa, recuerda ciertas obras de Herzog pero sobre todo intenta capturar ese vacío que dejó la pérdida de un sentido profundo que fue incomprendido y arrasado.
› Por Mercedes Halfon
El famoso choque de mundos que ocurrió en nuestro continente tras la llegada de los conquistadores de latitudes transoceánicas ha sido asunto de las más variadas películas en, por lo menos, los últimos cincuenta años. De Aguirre la ira de dios a The Revenant, las ficciones sobre este encuentro son un género en sí mismo que tuvo de todo: películas revanchistas, martirizantes, excéntricas, unilaterales, películas para ser pasadas en las escuelas y hasta filmes de animación. Es por la existencia de todo este bagaje cinematográfico que El abrazo de la serpiente acierta justo ahí donde la multinominada, pomposa y fundamentalmente aburridísima película de Alejandro González Iñarritu falla. La historia y punto de vista El abrazo… sobre conquistadores y pueblos originarios es singular porque eleva la apuesta sobre lo ya dicho con un acabado relato de aventuras y unas imágenes magnéticas, únicas en su especie.
Hay algo interesante que dice Ciro Guerra –el director de esta producción colombiana que ganó el premio a mejor película en el último Festival de Cine de Mar del Plata– cuando se le pregunta por qué eligió filmar el barroco y deslumbrante Amazonas en blanco y negro: “Es imposible retratar la selva en color. Las comunidades indígenas tienen cincuenta palabras para decir lo que nosotros conocemos como verde. Al hacerlo en blanco y negro da la posibilidad de imaginarte los colores, activa al espectador.” Es esta restricción un gesto de cuidado, un modo de contar prudente y a la vez arriesgado, algo que hace de esta fábula una perla en un mar de obviedades eurocéntricas o culpógenas. Candidata al Oscar como mejor extranjera, con un poco de suerte en dos semanas les arrebate el premio a las otras promesas en un rubro donde la Academia liquida rapidito la cuestión del “world cinema”.
El abrazo se abre con una cita del etnólogo alemán Theodore von Martius, en cuyos diarios, en parte, está basada la película: “No me es posible saber si ya la infinita selva ha iniciado en mi el proceso que ha llevado a tantos otros a la locura total e irremediable.” Pero esta cita de autoridad, que tiene que ver con el impacto para una mirada foránea de aquella naturaleza salvaje, solo introduce y luego se corre del centro de la escena. Pasamos a ver las leves ondulaciones de un río, en lo que adivinamos como subjetiva de un nativo que lo observa tranquilamente, acuclillado en la arena, mientras piensa quién sabe en qué. Es el gran personaje de esta historia, el poderoso chamán Karamakate, último superviviente de los cohiuanos, que ahora vive en aislamiento voluntario. Karamakate recibe la visita de dos hombres que llegan desde lejos en canoa: un indio vestido con ropas de blanco y un blanco propiamente, que no es otro que Theodor von Martius moribundo, que lo busca para pedirle que lo cure con sus poderes. Karamakate desconfía, odia a los blancos responsables de la destrucción de su pueblo. Pero el ayudante de von Martius intenta convencerlo, le explica que su compañero no es un cristiano como todos, que es un sabio verdaderamente interesado en sus culturas y medicina, y que es necesario que los blancos como él triunfen sobre los otros, porque sino, a esa altura del partido –estamos en el 1900– todas sus civilizaciones, el Amazonas entero, desaparecerá. Con algunas dudas, Karamakate accede. Deciden ir en busca de una planta sagrada, la yakruna, única chance de salvar al etnólogo de una peste que lo tiene pendiendo de un hilo.
Es la historia de este viaje en canoa, a lo largo del cauce de un río, la que cuenta El abrazo de la serpiente. Pero como la vegetación de la selva que recorren, este relato se ramifica, le crece otro, también protagonizado por el testarudo Karamakate, varios años después. El chamán es ahora un anciano, que recibe la visita del biólogo norteamericano Richard Evans Schultes, que llega hasta su orilla buscando la famosa Yakruna que von Martius describió en su libro décadas atrás. Karamakate está viejo y todos esos años de soledad lo convirtieron en lo que el llama un Chullachaqui, la copia vacía de un hombre, una sombra sin recuerdos. Pero como la primera vez, el biólogo lo convence de que lo lleve en busca de la flor. Los viajes se duplican, como en un espejo gastado: uno en la juventud y otro en la vejez del chamán. Pero como nadie se baña dos veces en el mismo río, los hombres blancos que acudieron a Karamakate se encontrarán con aventuras diferentes, casi de sentidos contrarios.
Si algo tiene en común El abrazo de la serpiente con las obras maestras que Werner Herzog filmó en los mismos escenarios es el modo en que los dominadores metidos en ese paisaje alucinante se vuelven presas de una fiebre mental. Pero esos desvaríos no son exactamente lo que se cuenta, sino el choque entre eso y el universo que estaba de antes y que funcionaba con una lógica, un sentido profundo que es el que fue incomprendido, arrasado. El abrazo tiene la particularidad de estar hablada en lengua nativa de esa zona de Amazonas –disputada por peruanos y colombianos al momento que narra el filme– con algunos mínimos destellos de español. Algo que suma, en la experiencia de verla, a la inmersión total en el misterio que proponen. Hay algo magnético en esas imágenes en blanco y negro –que recuerdan la parte “colonial” de la hermosa Tabú de Miguel Gómes– filmadas en Súper 35 mm. Las posibilidades de la gran pantalla aprovechadas al máximo.
En el último cuarto de la película, a la rigurosa estructura especular de dos mundos y dos tiempos enfrentados, se le suma la aparición de los cristianos, a través de una misión de la orden de San Antonio de Padua en la historia más vieja; y un falso mesías que tiene a la misma población alcoholizada en la historia posterior. Quizás estos momentos –y la crítica implícita que proponen– sean los más trillados de la película. Pese a todo, el conjunto es atrapante. Las dos canoas que viajan con el mismo personaje, en su juventud y en su vejez a través del Amazonas, salvando obstáculos, haciendo pequeñas estaciones en donde los personajes se conocen, sorprenden, enojan y divierten con sus diferencias, son una hermosa novela de aventuras. Una novela que tiene como centro un gran misterio. Adentro de la selva, hay una flor blanca llamada yakruna. Adentro del corazón de un viejo se esconde el saber para usarla. Hay que ver El abrazo de la serpiente para conocerlo.
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