FOTOGRAFíA > FRANCISCO MATA ROSAS
Hace diez años, el fotógrafo mexicano Francisco Mata Rosas publicó el libro México-Tenochtitlan como una forma de concluir un proyecto que le llevó casi dos décadas de trabajo y con el que sintió que liberaba las limitaciones que le imponía su oficio de fotoperiodista. Ahora el libro se reedita en varios países y, mientras Mata Rosas está abocado al proyecto de armar un gran museo fotográfico en México, detalla el proceso de aquella búsqueda y cuenta lo que encontró en su obra después de esta experiencia
› Por Romina Resuche
Mientras buscaba trabajo como fotoperiodista, en los años 90, Francisco Mata Rosas llevaba adelante también su búsqueda autoral. Inmerso en una clásica serie sobre fiestas religiosas, pasaron años hasta que notó que lo que estaba haciendo se veía como un catálogo. Eso no le servía; entonces comenzó a fijar la mirada en lo que pasaba en los barrios con el pretexto de una fiesta popular, más que en la fiesta en sí. Cuando tomó esa suerte de lado B de la fiesta, supo que todo lo que veía hablaba principalmente de fenómenos migratorios.
La ciudad de México, habitada desde siempre por gente de todo el país, se fundó prácticamente con una migración. Para el autor, este hecho plantea la existencia de una identidad surgida de la confluencia de esas muchas expresiones y creencias —erguidas y originales—, visibles en pequeños gestos dentro de comunidades que se juntan en los barrios con fines comunes al funcionamiento de la urbe. “Una procesión a veces sucede en la misma calle que una marcha política y probablemente sea la misma gente la que va a una o a otra”, cuenta Francisco Mata Rosas; él entiende que lo que uno se lleva consigo cuando cambia lugar de residencia, quizá en busca de mejorar su vida, son sus costumbres, sus santos y su cultura.
México-Tenochtitlan es un libro que lleva una década publicado, y es un proyecto que a este fotógrafo mexicano le tomó poco más de quince años de trabajo. Es, además, un recorrido por el interior de los barrios del DF. Caminando una ciudad comprometida con iconos de redención, el fotógrafo encuentra en ese cruce de culturas y ante la presencia del rito, la evocación de lo divino en lo terrenal y lo sacrificial en el cotidiano donde se desarrolla el andar chilango.
Lo prehispánico y el México moderno indisolubles. Eso fue lo que Mata Rosas eligió seguir fotografiando. Esa mezcla que convive todo el tiempo, en una contradicción permanente, en una búsqueda constante que termina siendo lo propio de ese lugar del mundo. Al encararlo como un retrato de la ciudad, donde destaca el carácter ritual de los mexicanos, el fotógrafo se adentró en su proyecto con otros (con más) objetivos. No fue sino hasta reconocer que los mexicanos hacen algo simbólico “de lo que sea”, que le dio vueltas a la serie hasta que concluyó en este libro. Lejos está de lamentarse por la demora o las variaciones: autoralmente, él se encuentra en esta forma de producir.
“Pienso que cualquier proyecto fotográfico que se respete tiene que cambiar un montón de veces, que en el camino tiene que modificarse”, reflexiona. A su modo de ver, guiado por las formas de su proceso, reconoce que “si uno empieza y termina con la misma idea pues es un proyecto malísimo. El proyecto tiene que ser vivo, orgánico, tienes que dudar y de repente arrepentirte de la ruta que tomaste, darte de topes porque no está funcionando y darte cuenta y que esto te cuestione, te obligue a pensar qué es lo que quieres decir, para qué sirve el trabajo que se está haciendo”, concluye.
Un proceso de edición de casi tres años puso de manifiesto las múltiples posibilidades de selección del material. Y lo que funcionó fue usar recursos cinematográficos, apostando a un inicio que asumiera condición de obertura. Una vez editado, la selección que conformaba la obra pudo verse en formato expositivo en 40 países. Para Mata Rosas, México-Tenochtitlan fue un proyecto liberador, el salto mortal del documentalismo del que venía hacia una apertura mayor en materia de formatos. “Dentro de mi carrera ese libro resume mi manera de fotografiar, es el gran momento de pasar del trabajo foto-periodístico al de autor. Es la transición”, confiesa.
Luego de esta experiencia, pasó del analógico al digital, hizo proyectos enteros con cámaras de juguete, se adentró en el universo del fotolibro objeto, apostó a la apropiación de imágenes bajadas de internet y hoy hasta da talleres vinculados al uso de cámaras de telefonía móvil. Sin embargo, reconoce que por más variaciones que haga en el uso de recursos y en su exploración del lenguaje fotográfico, en su paso del documentalismo al trabajo autoral siempre habrá detrás de todo una estructura que tiene que ver con el fotoperiodismo. Y dice: “Esa fue mi escuela, ahí arranqué; y por ende cualquier proyecto que haga, por más plástico que quiera yo que sea, termina teniendo evidentemente una carga pesada de registro.”
Sus temas, en estos años, variaron también. Pero en todos se mantuvo un corazón común: el barrio –tanto en el mexicano Tepito como en La Habana–. Para Mata Rosas, la clase media alrededor del mundo homogeneiza todo, volviéndolo parejo; y es en los barrios, en los sitios más aislados o marginales donde se mantienen las trincheras culturales, donde todavía sobrevive lo diferente, donde aún hay prácticas comunitarias de convivencia e inclusión. Y esto es lo que a este hombre le interesa, porque para él la fotografía es principalmente un pretexto para relacionarse con el mundo.
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