Dom 13.03.2016
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LA TARDE DEL SUPERCLÁSICO

› Por Mariano del Mazo

Como en la canción de Rubén Blades, nadie salió a ver qué estaba pasando. En vez de en una telenovela, el barrio tenía la televisión clavada en el River-Boca. Entre casas de chapa o con paredes sin revoque, un sereno gentío avanzaba por la calle Caffarena y se metía en La Usina del Arte, a pocas cuadras del final de Riachuelo, donde hace 50 años un obrero de la Shell repetía obstinadamente: “Soy feliz”. Moris no cantó “El mendigo del Dock Sud” –la historia de ese obrero desocupado y feliz entre manchas de aceite– pero no se notó: fue uno de los pocos clásicos que faltaron en la mágica y anacrónica tarde del domingo 6 de marzo de 2016. En una hora apretada y perfecta cantó desde “De nada sirve” hasta “Nocturno de Princesa”, desde “Esto va para atrás” a “Muchacho del taller y la oficina” con su voz viril y seca que parece salida de una telenovela de los 70, porteña y levemente castiza, una voz metálica que queda suspendida en su versión 2016 en el cansancio existencial de los que vieron todo.

Moris canta y deja caer las palabras. Esas frases caídas producen acotadas variaciones melódicas y saltos de compases, típicas del buen chansonnier. Como el último Sandro, Moris está de vuelta y sabe cómo decir. Y tiene qué decir. Como su arte, el domingo todo fue extraño y hermoso. En la entrada de La Usina –ese empedrado surcado por las vías que trasladaban vagones con el carbón que nutría la usina original– se escuchaban por los altoparlantes versiones de “Rebelde” o “El oso” en clave dance, un remix desopilante, un choque de estilos que no obstante tenía un no sé qué irresistible. Moris tiene –todavía, siempre– un no sé qué irresistible, esas canciones tienen también precisamente eso que no podemos definir. Están hechas de materiales nobles y aparecen un poco corridas del eje de la ortodoxia cancionística. Por eso son demoledoras: no tropiezan con artilugios, no están maquilladas, hablan de misterios que no se intentan explicar (“de esos misterios se encargan los sabios”), tienen la verdad del error. Son coloquiales, prosaicas, sensibles, políticas, simples o pretenciosas, filosóficas, callejeras, incorrectas y portan el secreto de la eternidad. Una suave melancolía tanguera –y su costumbrismo de esquina y bar– fragua con la inconformidad del rock and roll de los 50 –esa alegría pura del trabajador que cobró e invita a su chica a salir– y tiene la representación exacta en la traza de Moris: a las siete de la tarde en punto apareció con un saco blanco a la manera de Las Vegas como una cruza de Elvis y un cantor de tango. Se para en la intersección de un casino en el desierto y una cantina de despedida de solteros de la calle Necochea.

Huidizo y parco, desconcertante, sabía que estaba al frente de su concierto más importante en años. Dejó por un momento muchas de sus rutinas –ciertas noches sale por la ciudad a arrancar afiches callejeros con los que crea collages–, hizo una módica campaña de prensa –a Radio Nacional fue sin zapatos, en medias– y resignó pretensiones artísticas, como la de subir al escenario a bordo de una moto. Hace un tiempo patentó una nueva manera de bailar tango, más sencilla. El domingo probó sonido hasta más no poder y se puso al frente de un soberbio trío de bajo, teclado y batería. Para hacer rock and roll –”Sábado a la noche”, “Tengo 40 millones”, “Zapatos de gamuza azul”– invitaba a escena a un misterioso sujeto al que llamaba Gatillo o Castillo, que tocaba la guitarra y hacía coros. Su cuñado, el economista Javier González Fraga, seguía el ritmo con las palmas. La sala estaba salpicada por niños, familiares, ancianos y amigos del fondo de los tiempos, como Pipo Lernoud. En “De nada sirve” Moris se sentó en un sillón de living que era parte de la escueta puesta en escena y empezó a repetir una frase como un loop, una mínima frase del genial primer rap metafísico del planeta, un diez por ciento de la letra original, para enfatizar la línea que dice: “Están solos en la cama y empiezan a mirar el techo / y en el techo no hay nada/ hay solamente un techo./ ¿Qué pueden hacer? Es muy tarde, son las tres de la mañana./ Los bares están cerrados, las mujeres duermen, /los cines también están cerrados, /la guitarra no se puede tocar, si no el vecino se va a despertar./ ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? Estoy solo”. Y repetir, poseído: “Estoy solo, estoy solo, solo”.

Antes de cantar “Muchacho” habla de la esquina de Callao y Rivadavia, y de Onganía. Dice algo de Madrid, recuerda a un amigo delincuente y canta. Canta cosas increíbles a 50, 40 años de haberlas escrito, las canta bien, con la emoción justa: “Pato trabaja en una carnicería”, “El oso”, “Mi querido amigo Pipo”, “Muchacho del taller y la oficina”, “Ayer nomás”... Sobrevuela su propia leyenda como si todo fuera natural, o un malentendido. A la hora exacta –sesenta minutos de vida– se despide. Los niños, los ancianos y los amigos se van, hechos. Por las calles de la Boca se podían presentir los ecos del 0 a 0 entre River-Boca. En los televisores con volumen alto, en algún comentario. Los que salían de la Usina sabían que –con su orgullosa veteranía, su tesoro de canciones invencibles, su locura– se había jugado a todo o nada otro clásico. Un clásico que como una estatua viviente se limpió el bronce con el que lo quieren congelar para exhibir, todavía, la temperatura de su fiebre de vivir.

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