HOMENAJES > LEONARDO “GATO” BARBIERI
Un rosarino por el mundo, con invariable sombrero, anteojos negros y pañuelo al cuello, que tocaba volcando su cuerpo hacia atrás, como si la correntada que provocaba su propio aliento amenazara con desprenderlo para siempre de su instrumento. Ese es el eterno retrato de Leonardo “Gato” Barbieri, que el pasado 2 de abril falleció a la edad de 83 años. Este homenaje comienza con el rescate de una charla distendida junto a su hermano mayor, el trompetista Rubén Barbieri, en la que ambos repasan la historia del jazz a su manera. Incluida en el flamante libro Crónicas de Rosario, del cronista local Horacio Vargas, la entrevista fue realizada horas antes de que el Gato volviese a tocar en su ciudad, en el teatro El Círculo, en octubre del 2000. En la página siguiente, lo despide Sergio Pujol, autor de Jazz al Sur, recordando la revolucionaria impronta tercermundista de su música.
› Por Horacio Vargas
“Me pasás la sal, Ruben”. Así, sin tilde, con pronunciación acentuada en la primera sílaba, es como llama el saxofonista de jazz, Leandro “Gato” Barbieri, a su hermano, trompetista, músico de jazz como él, en medio del ruido de utensilios y música funcional del hotel de Rosario donde se alojan, un mediodía de octubre del 2000, horas antes de dar un concierto en el teatro El Círculo. El almuerzo, obvio, se transformó en una increíble historia oral del jazz, según la memoria de los hermanos Barbieri.
“¿Qué pasó con su vida en los últimos 20 años?”, pregunta este cronista. “Y... la cosa común. Se va en un tobogán y después te hacen subir si querés vivir”, contesta el Gato en el mediodía del día que vuelve a tocar en un teatro de Rosario, su ciudad. Su voz es casi un susurro y por un momento ha dejado su sombrero de ala ancha a un costado. “Monk a los 60 años estaba tan cansado de la mente… como no tenía técnica él buscaba: tum tum”, explica, y simula el sonido pianístico de Thelonious. En ese tiempo, el Gato también se dio cuenta de que algo estaba pasando con su música, no estudiaba, no hacía nada y además sufrió la muerte de Michelle, su esposa y su manager, su corazón se debilitó, le hicieron un triple by pass.
Estuvo 14 años sin grabar un disco. Después sí llegaron Qué pasa (1997) y Che Corazón (1999). Su mirada de los mismos es elocuente: “El primero, que es el más feo, vendió muchísimo; el segundo, que es más lindo, no lo difundieron en las radios, resulta que ahora hay unas computers que escuchan como si fuesen gente, y si es demasiado así (hace como un gesto despectivo) la computer dice ‘no vale’ y no lo pasan nunca a tu disco”. Por eso, anuncia, no va a grabar más discos. Aunque después se contradice y anuncia su próximo deseo. Quisiera hacer un disco que se llame Complete and Different, quisiera tener al bajista Stanley Clarke, que ya tocó con él, al percusionista Airto Moreira, a sus amigos argentinos, y tocar los temas viejos que nadie conoce y basta. Y si no se va a vivir a Europa.
Rubén fue el primer hijo de Vicente Barbieri y Adalcinda Gimello. Nació el 12 de diciembre de 1928 en Rosario. Cuatro años después, el 28 de noviembre de 1932, nacería Leandro. Infancia en barrio Parque, cerca de la cancha de Newell’s. Los hermanos se hicieron hinchas de ese club –como su padre– por la proximidad, por los goles que escuchaban como un eco lejano. El Gato quería ser futbolista pero siguió los pasos de su hermano mayor: fue enviado por sus padres a estudiar en la escuela del barrio: Infancia Desvalida.
En ninguno de los países en los que estuvo –Japón, Rusia, China, Italia– nunca encontró “una escuela tan divina”. “Adelante era una escuela y atrás te daban clases de clarinete, saxofón. Un maestro te enseñaba clarinete y otro tuba, trompeta. De allí salieron muchos buenos músicos”, declaró al diario La Capital.
La biografía oficial dice que a los 12 años escuchó “Now’s the Time”, con Charlie Parker en saxo alto y lo deslumbró. “Te acordás que venían a Rosario los discos en 78 rpm cada 20 días”, le recuerda a su hermano. “Yo me fui de Rosario a los 12 años y volví a los 14”.
–¿Cómo que te fuiste de Rosario a los 12? –se sorprende Rubén.
–Sí, a los 12 me fui, vos tenías 16.
–Mi primer disco que escuché de jazz fue uno de Parker con (Dizzy) Gillespie, tendría 18 años– señala el Hermano Mayor.
En el ´45, los hermanos Barbieri ya vivían en Buenos Aires. “Yo estoy influenciado por muchos, incluso por Perón que me hizo tocar tangos y chacareras; estaba en una orquesta cuando tenía 17 o 18 años y dijo que debíamos tocar tango y música folclórica, así que tuve que aprender”, agrega el Gato con humor.
–Me acuerdo que iba a la casa de un amigo, que me explicaba las diferencias entre el bop y las frases redondas del jazz clásico.
–En vez a mí, el dixieland me cansaba, al igual que la música brasilera vieja. No va... En cambio, Parker y Miles tocaban juntos un melódico. Se me cayeron los pantalones, se me abrió el techo en una ciudad donde no pasaba tanto.
Su segunda influencia fue Davis en los cincuenta, ¿no es cierto, Gato?
–En esa época estaban sonando Clifford, Fats, Kenny Dorham, un montón de tipos, pero Miles rompió algo, lentamente.
De todas maneras, el Gato tiene su teoría sobre la presencia de su admirado Coltrane en el grupo de Davis. “Miles precisaba un choque, ¿entendiste? Cuando Miles toca se abre todo, cuando entra Coltrane es un choque y después entra Miles de nuevo y termina todo…”.
Me gustaría conocer cuáles son sus discos de jazz preferidos
–Es una pregunta muy difícil.
Pero imprescindible
– Te puedo dar nombres.
¿De discos?
–¡No! Porque el nombre es el disco.
Ok, nombres de músicos entonces
–Ornette (Coleman), Miles, Coltrane, Parker, Armstrong, Clifford Brown, Fats Navarro… ¿Te acordás Ruben de aquel blanco que tocaba tan bien con Fats?
–(el clarinetista) Howard McGhee.
–Howard McGhee. ¡Era un tipo! ¿Quién más me gusta? (Duke) Ellington, (Stan) Kenton, que hizo su contribución, (Gerry) Mulligan, pero el de los primeros discos, no los que te ponen a Mulligan en una jam session ¡No viejo!
–El Mulligan de las baladas– agrega el hermano.
–Exacto.
–¡Lo que es una balada!– remarca el otro Barbieri, entrecerrando los ojos.
–...con Chet Baker y después el quinteto donde estaba (Lee) Konitz, ¿te acordás, Ruben?
El saxofonista que se hizo estrella con la musicalización de la película Ultimo Tango en Paris dice que los americanos no saben nada de esos músicos de jazz. Y recuerda a la cantante Diana Ross. “No sabía quién era Billie Holiday, se enteró cuando hizo la película (Lady Sings the Blues, en 1972).
–Vos sabés que una vez Clark Gable, que era un guapo, fue a escucharla a Billie. Había unos tipos que la estaban verdugueando y los cagó a trompadas –interrumpe El Hermano Mayor.
–Bien hecho.
Los Barbieri almuerzan con cierta fruición mientras reescriben la historia del jazz. La entrevista de prensa al Gato se transforma en una larga conversación entre hermanos que apenas puede ser interrumpida por el cronista, su amigo músico rosarino, el saxofonista Chivo González y el bajista Adalberto Cevasco, que toca esa noche con el Gato en el teatro El Círculo.
Casi todo el mundo coincide en que Kind Of Blue de Miles Davis es el gran disco en la historia del jazz
–Lo han dicho. Tocan... (silba “So What”) Es la cosa más súmmum que hizo Miles. ¡Pero Miles hizo tantas cosas!
–Todos los que tocan con Miles, dan algo más. Bill Evans, por ejemplo, toca con todo. Miles transmitía algo– apunta Rubén.
–Tenía siempre los mejores músicos. Philly Joe Jones, Paul Chambers, Jimmy Cobb, con el que toqué en Milán temas de Gershwin, bastante deprimente, pero vino porque pagaban bien.
Cuando partió a Europa, el Gato se cruzó con el trompetista Don Cherry.
–Eso ya era un escalón más alto– le remarca el Chivo González.
–Sí, pero el quid de la cuestión es que Cherry tocaba como si fuera un popurrí, en media hora ponía como 20 temas y vos tenías que ser rápido para saber cuál era la nota. El ritmo seguía, se cambiaba el tiempo, fue un éxito ese quinteto en París.
Recuerda una anécdota que le contó el propio Cherry. De gira por Italia, Don se sumó al grupo de Sonny Rollins. En los conciertos se metía en los solos del gran saxofonista, a quien no le gustaba esa situación. Entonces un día Rollins tomó un papel y escribió: “No hagas esto y llámame Maestro”. Y se lo dio en mano a Don Cherry. “Otro bravo para tocar es B.B.King”, dice el Gato.
–Vos sabés que de los músicos argentinos me ha impresionado un tipo como Pappo– apunta su hermano.
–¿Quién?
–Pappo ¡Te toca un blues! Tiene una coherencia formal y una falta de mentira. B.B. King le dio bola y a B.B.King no le podés vender un buzón.
González, el saxofonista rosarino, le pregunta al Gato por el saxo alto Lee Konitz. Sobre la frialdad y la belleza de Konitz.
–El creó algo pero nunca le dieron bola.
–Yo pensé que tenías otra opinión – interrumpe Rubén.
–Cuando estaba con Warne Marsh y Lennie Tristano era increíble pero se rompió. Ahora está subiendo un poco, él ahora hace de maestro, va para Europa, el jazz se hizo más frío, ¿entendiste? Muchos arreglos. Yo a Konitz lo respeto, no es que me calienta pero vale.
–¿Vos cazaste a Armstrong? –pregunta Rubén.
–Armstrong era especial…
– Bix (Beiderbecke) era un fenómeno de la época, cuando todos tocaban pipiripipí, Armstrong acentuaba en otros lugares... hacía pipú dadú.
–En ese sentido, hay mucho racismo allá… –teoriza el Gato sobre Estados Unidos–. Ellos siempre pasan (en las radios) negros, negros estúpidos también, nunca vas a escuchar Kenton, Woody Herman, Maynard Ferguson.
Recuerda una comparación que se hizo en la televisión norteamericana entre pianistas de principios del mil novecientos. “Eran tipos que iban al piano, lo olían, lo tocaban, ¿entendiste?”.
–De esta conversación surge una cosa que es el centro, es lo humano, sin mentiras, iban hacia algo esencial del hombre– filosofa el Hermano Mayor.
–Se chupaban, se daban… era gente hermosa –agrega el Hermano Menor.
Y se fueron muriendo casi todos, como señala el Gato, con un dejo de tristeza.
La crítica especializada pone a Joe Lovano y Michael Brecker como los saxofonistas más interesantes del momento
–A Lovano lo escuché –dice el Gato con cierta solemnidad–. Es un poco zapatero…
–Jajaja – ríen todos en la mesa.
–Sí, clava mal los clavos.
De Brecker apunta: “Clava los clavos perfectos pero yo quisiera que algún clavo esté torcido”.
Y compara: “Miles le ponía notas a Hancock que no estaban ahí pero lo hacía de una manera que estaban ahí, increíble”.
Los hermanos disparan recuerdos, anécdotas, comentarios, van y vienen por la historia musical, las frases quedan abiertas... cambian de tema.
–Anyway –propone el Gato. Y larga una sentencia sobre Luis Bacalov, compositor argentino nacionalizado italiano, célebre por sus bandas sonoras de Django, El cartero, entre otras: “Era tan schifriano (por Lalo Schifrin), decía ´yo primero quiero ganar guita¨, se puso Luis Enrique, hizo millones de discos para filmes, los cheques le caían cada cinco segundos”.
–Los Spaghetti Western eran lindos –interrumpe Rubén.
–Después en El Cartero, hizo la música y ganó un Oscar que para mí no se merecía. Ahora toca jazz y debe ser una cagada. Yo te lo digo –enfatiza el Gato, quien llegó a sacar un disco, Desbandes (1975), junto a Bacalov.
–Siempre decía que el jazz le generaba mucha tensión.
–Era un tipo particular, era inteligente, amaba a (Frédéric) Chopin.
–Tenía una formación clásica, una vez me dio una definición que no me convence pero dice así: “La música clásica es la música químicamente pura. No hay la cosa humanística ni romántica ni nada”. Decía que Sinatra, Ray Charles, Gardel, María Callas eran mucho más que buenas voces, eran la conciencia del ser.
–Yo no estoy de acuerdo– responde el Gato.
Y cuando uno espera una explicación, pone de ejemplo a Maurice Ravel: “No sé cómo hacía para que tocaran sus obras, ponerlas en papel, reordenarlas… ni hablemos de (Igor) Stravinsky, se dice que él marcó el mundo, me emociona porque usa el ritmo, esa cosa avasallante”.
–Los compositores tocando no son buenos intérpretes. Salvo Miles, claro –concluye el Hermano Mayor. Y refuerza su idea con una cita de la cantante Sarah Vaughan: “No hay malos temas, hay malos intérpretes”.
Cevasco –que ha tocado en un disco histórico del Gato, Chapter One– ha escuchado la larga entrevista prácticamente en silencio. Hasta que se permite hacer una acotación cuando los hermanos se llaman a silencio por un instante: “Hay un comentario que yo les quiero hacer a Rubén y al Gato… Es interminable la lista de músicos que están nombrando y que han dejado un camino espectacular. Ahora, les pregunto, ¿hay en la actualidad alguien que los movilice de esa manera al escucharlos?
–Yo escucho una radio que pasa los últimos discos de jazz ¡No hay líderes! Más bien parecen cooperativas... “Ché, vos hacés esto”. Se necesita alguien que diga “no viejo, así no” (y golpea el Gato suavemente la mesa con su puño derecho), se hacen tantos arreglos con tantas cosas que te quedás así (y se queda en silencio).
–Yo he hecho el esfuerzo, pero hay una especie de vacío, lo digo sin mala leche.
–Es como echarse un polvo contra una pared –dice el Gato, más elocuente.
“Entonces, ¿entendiste?”, le dice el Gato al sorprendido cronista. “Estos nuevos músicos parecen pajeros… ¡Dale, viejo, tocá!”, aconseja. “La música yo no la puedo explicar. Es una cosa que te entra por acá (se toma con su mano izquierda el estómago), y te sube...”, concluye.
–¿Algún postre desean los señores?– interrumpe, amable, el mozo en el mediodía rosarino.
–Yo continuaría pero quiero parar un poco– responde el Gato mirando al resto de los comensales.
El periodista apaga el grabador, es el fin de la entrevista. “Sí mejor, así me voy a comprar unas botas al centro”, dice el Gato cuando escucha el sonido del stop.
–¿No querés nada más?– insiste el hermano Rubén.
–No, ayer el pantalón me apretaba de una manera… y no es bueno porque te aprieta el diafragma.
Rubén Barbieri falleció el 17 de marzo de 2006 de un infarto cerebral, tenía 76 años. “Murió nuestro Chet Baker”, escribió un seguidor en Internet a modo de epitafio. El Gato, pese al corazón débil y una ceguera casi total, siguió tocando hasta el año pasado en el club Blue Note de Nueva York, donde vivía en un departamento frente al Central Park.
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