NOTA DE TAPA
La generación del ochenta
Escenas de los ‘80 - Primeros años, la gran muestra que se exhibe en la Fundación Proa, intenta reconstruir los gozos y las sombras de una década impura, nacida con los estertores de la dictadura militar y sepultada bajo la hiperinflación y el despunte menemista: una época en que el arte, la política y la vida cotidiana conocieron fervores, cruces y mutaciones de los que todavía seguimos siendo los herederos. Del Café Einstein a la redacción de El Porteño, de las Madres de Plaza de Mayo al Parakultural, de los manuales de comportamiento gay de la CHA a los desplantes de Batato Barea, los años ochenta cambiaron –casi siempre a los ponchazos, con un vértigo tan saludable como caótico– las viejas agendas político-culturales y los protocolos sociales, minaron las fronteras entre identidades y prácticas y recuperaron una ilusión que parecía perdida: el goce y la fiesta volvían a ser posibles. De la mano de cuatro lazarillos privilegiados (Gabriel Levinas, Omar Chabán, Daniel Molina y Jorge Gumier Maier), María Moreno viaja en el tiempo y se pregunta qué diablos fue realmente todo aquello.
› Por María Moreno
¿Qué escenas darían una remota idea del clima de época de los años veinte en París? ¿La baronesa Von Freytag-Loringhover dirigiéndose al consulado de Berlín con un pastel de cumpleaños sobre su cabeza rapada? ¿La aparición de la Goulue, la gorda más famosa del Moulin Rouge, y de los cuadros de Toulouse-Lautrec, borracha en un documental sobre los traperos urbanos? ¿El aterrizaje de Charles Lindbergh en su célebre The Spirit of Saint Louis (que por fin había cruzado el maldito Atlántico)? ¿La venta de El pozo de la soledad, el primer libro sobre tortilleras escrito por Radcliffe Hall, y prohibido en Inglaterra y Estados Unidos, pero vendido como pan caliente en el quiosco de la Gare du Nord? ¿El entierro de Diaghilev pagado por Coco Chanel? ¿O la furia del público ante Le ballet mécanique de Georges Antheil, que hacía sonar al unísono 16 pianolas que imitaban a hélices de aviones?
Agregue la escena que falta. Porque la escena es al mismo tiempo la clave de la sociedad del espectáculo, la obra caprichosa del recuerdo y un recorte que tanto sosiega la antropofagia del coleccionista como pone un límite a una sesión de análisis. Escenas de los ‘80 - Primeros años, la muestra de Proa que cierra la próxima semana, ha encontrado un gran recurso en su título. Es una vasta recopilación de imágenes planas, incluidas fotos, fotocopias y cuadros; más el imposible vestidito de Batato, como si existiera la posibilidad de que los ángeles contravencionales pudieran –en lugar de dar anuncios y proteger el sueño– dejar fetiches capaces de ser manoseados en un descuido de los guardias, en un gesto tan pagano como el de los que tocan bajo el flagelo evangélico el manto de las descarga. Y los títeres picturales y los títeres discorruptos alguna vez movidos por Emeterio Cerro junto a Arturito Carrera bajo el cobijo del nombre El escándalo de la serpentina. Y, por supuesto, cuadros hoy bien cotizados.
Porque sucede que en la época nadie tenía cámaras de video; nadie salvo Marie Louise Alemann, que parecía estar vestida de astronauta, era más onda vanguardia Berlín y filmaba rarezas minimalistas con ese aparatito que costaba por lo menos medio Parakultural.
–Ahora no se goza. Se registra. Y el goce necesita de la desaparición. Si estás pensando en registrarlo, estás pensando en gozarlo más adelante, cuando veas lo que hiciste cuando eras joven –se enoja Daniel Molina, un productor de la época, suerte de hombre-nido de esos que aparecían en un segundo plano, pero que daban lugar a los que no tenían lugar y ahora lo tienen. Molina, por ejemplo, hizo que César Aira escribiera sobre Néstor Perlongher, Arturo Carrera y Osvaldo Lamborghini en la revista El Porteño, cuando ésta vendía 25 mil ejemplares a personas que –salvo “esos diez” que Manucho consideraba suficientes para inventar un mito cultural– jamás los habían oído nombrar. Como también fue Molina –gay con megáfono y ex preso político, una suerte de protagonista de El beso de la mujer araña compactado en un solo personaje– el que, cuando empezó a dirigir con su batuta neobarrosa el área Letras del Centro Rojas, recibió a Batato que había sido rechazado en el área Teatro por parecer demasiado under, o quizás por parecer directamente indemostrable. Entonces surgieron Un puré para Alejandra y Alfonsina y el mal. Y que las feministas le den las gracias a esa promoción iluminada fuera de claustros, paraninfos y papers cuyas notas al pie parecen una caravana de hormigas alineadas en ejércitos, no como esas con las que Batato se tuteaba.
Nada más propio de los protagonistas de los ochenta que hablar pestes de los ochenta y hasta de la escena de los ochenta. La excepción son los narcisistas como Gumier Maier, que recorre la muestra de Proa y contempla documentos donde aparece sucesivamente como militante y columnista gay, diseñador de revistas contraculturales, actor bufo y travestido.
Te llamabas Brunilda Bayer.
–Como travesti, sí. Y contaba que era la hija de Osvaldo. Lo dice con una actitud casi castrense de honor patriótico.
Gabriel Levinas, petardista de metáforas cómicas y beligerantes, hombre de vocación política, mandado con un toque idish y director de El Porteño en su primera época, piensa en la muestra con un lenguaje que evoca los personajes del canal Infinito. No es casual que le tirara el I Ching a cada número de su revista y pusiera el ideograma en la tapa.
–Para mí, que fui parte de los ochenta, como también fui parte de los setenta desde el arte y la política, ver una tapa de El Porteño me evoca lo que viví. Pero para el que no participó o no vivió, y dio tres o cuatro vueltitas por la muestra, no significa nada. Metafóricamente sería como presenciar una manada de búfalos –todo ese ruido, esa polvareda, esa fuerza infernal– y pretender, muchos años después, levantar algunas de las huellas que dejó para mostrárselas a la gente, pensando que con eso alguien sienta el paso de la manada. Con esta muestra pasa algo de eso. Es como la huella de una manada de búfalos. O peor: es volcar una historia de los ochenta y encima no poner ni la huella de los búfalos.
ACORDATE, HERMANA
Gumier Maier y Daniel Molina charlan frente a su comida china. Y mientras enroscan tallarines de arroz y beben agua mineral sin gas contra un fondo de paredes empapeladas (hay un long play pintado por Alfredo Prior con lo que parece ser la cara de Dante y una caja de bombones que Marcelo Pombo cubrió de moñitos de cotillón), se corrigen mutuamente. Es un esfuerzo. La alegría y la euforia de lo perdido es difícil de representar. Sólo hay nostalgia de lo que no se ha tenido. Entonces ellos no son nostálgicos.
¿Cómo describir la noche en que Roberto Jacoby organizó un concurso de body art bajo la consigna “Sea famoso quince segundos” y el orfebre tucumano Rolly Bombón intentó revolear el micrófono y fue sacado del escenario por un patovica? ¿Y a la patética comparsa del jurado que incluía a Marcia Schvartz, Martín Caparrós, Gumier Maier y Daniel Molina mismos, que lo insultaron con una filípica donde los malos modales del Parakultural no se diferenciaban mucho de la retórica parapolicial? “Ya vas a ver, te vamos a reventar”, mientras el urso, desde su altura de minarete, los miraba más asombrado que agresivo. Después, Molina escuchó entre bambalinas que se negaba a ir a comer con sus compañeros, los otros patovicas. “Estoy deprimido”, decía.
–¡¡¡Nosotros!!! ¡¡¡Nosotros lo habíamos deprimido!!!
Molina dice que así como la dictadura había interrumpido las libertades públicas, también había interrumpido ciertos desarrollos experimentales de los sesenta que empezaban a hacer caer los alambrados entre los géneros, como lo que Masotta llamaba “literatura dibujada”, que ahora, aunque no se rescate a Masotta, se rescataría en otro lugar. Pero Gumier Maier dice que en los ochenta poca gente conocía esos antecedentes; que la obra de Pombo, por ejemplo, venía de los dibujos adolescentes, las historietas gay, las tapas de los discos psicodélicos y las actividades prácticas que había aprendido en su condición de maestro diferencial.
–Los ochenta son un período premercado. Los artistas no se pensaban como tales. Les copaba lo que estaban haciendo. Y cuando pensaban en hacer circular su obra, encontraban muy pocos lugares. Más que de cuestionamiento de los géneros yo hablaría de un arte inclasificable. Pintar de a cuatro en un bar como el Einstein, con látex, sobre una cortina de plástico transparente, mientras estaba tocando un grupo musical, ¿era pintura? ¿Una performance? ¿Y cómo se vendía? Recuerdo que se hacía mucha pintura colectiva, y no hay muchos momentos de pintura colectiva en la Argentina. Y tampoco la cultura educativa podía dar cuenta de las nuevas necesidades. Y esa crisis no se debía a la dictadura. Una vez, Gordín me dijo: “Yo no sé por qué fui a la escuela. Todo lo que me enseñaron no me sirvió para nada. Color, volumen, perspectiva. Y lo que yo necesito para mi obra es saber de metales, resinas, electricidad. ¿Qué éramos? ¿Underground? ¿Qué underground? Engrudo, como decía Noy. Max Phantom, un imitador muy para la tele, actuaba en el mismo escenario con Batato. Había pintores muy conocidos como Pietra y Pirossi, pero mucho más convencionales, aunque eran de los ochenta. ¡Cómo nos van a odiar!
Si la dictadura había impuesto los cuerpos disciplinados y supliciados, los cuerpos de los artistas de los ochenta, de aquellos que han sido catalogados caprichosa y políticamente como “paradigmáticos”, mezclaban la estudiantina con el mamarracho, la iluminación genial y el papelón, y sobre todo se indisciplinaban yendo de una identidad a otra, pasándose de arte y reivindicando lo malo como un valor subversivo incluso contra los ordenamientos impuestos por las vanguardias y los libros de Achille Bonito Oliva. Omar Chabán expuso en la galería de Gabriel Levinas las persianas quemadas del bazar que su padre tenía en Villa Ballester. Gabriel Levinas, marchand, dirigía El Porteño. Guillermo Kuitca hizo en teatro El mar Dulce y Nadie olvida nada. Emeterio Cerro, que se llamaba Héctor Medina, estudiaba Lacan con Germán García. Y muchos recuerdan lo difícil que era bajar a Gumier Maier del escenario cuando hacía de animador en un espectáculo llamado El Simposio, donde con una enrulada peluca de papel maché fabricada por él mismo emitía discursos castrenses vestido como el soldadito de plomo de Hans Christian Andersen. La escritora Claudia Schvartz hacía una conmovedora papusa que, con los ademanes de la Negra Bozán, descargaba sentencias de Nietzsche y luego sacaba un cepillo de dientes, se lavaba la boca y escupía en el escenario. Todo mezclado. Todo mezclado.
Si había un Teatro Abierto, había por otro lado estos teatros de sótano o de corralón que en realidad eran bares como el Einstein, el Parakultural o El Taller, donde se combatía la monserga ideológica con textos robados a la literatura. Quién se iba a bancar a Alejandro Urdapilleta aullando: “¡¡¡Lmmmmm jjmmmúter!!! ‘¡Hablá bien, gangosa de mierda’, le decía yo, oficial, porque ella me lo hacía a propósito, para cagarme, porque yo era bailarina y peluquera, y me debía a mi arte. No tenía por qué vivir así, entonces la maté. ¡Sí! ¡La maté, oficial! ¡Y no sabe qué liberación! Puse un disco de Richard Clayderman, el Claro de Luna, y bailé como la llama de una vela en un velorio...”.
¿El teatro Astral? O un texto como El cuis cuis de Emeterio Cerro, que él juraba que tenía partes en francolusitano y sonaba como “plúrimo bolo tose, pérgola colo sose, pámpano cojo rose”. ¿Daba siquiera para el Payró? Escenógrafos, titiriteros, muralistas, autores y directores que hoy consiguieron espacios públicos de reconocimiento, construyeron objetos que el viento se llevó. Y Lo que el viento se llevó fue la muestra con la que Liliana Maresca inauguró la galería del Rojas: una especie de playa después de una tormenta, con ruinas de un verano inolvidable bajo la forma de reposeras rotas, detritus marinos y cadáveres de carpas. ¿Warhol se hubiera animado a hacer una oferta? Levinas protesta:
–Hay una diferencia muy importante entre esa época y ésta, y es que el fenómeno del arte tenía un tamaño y una importancia, y el epifenómeno era mucho menor. Ahora parece ser que el epifenómeno es mucho mayor que el fenómeno en sí. Entonces los curadores eran simplemente la apoyatura de la creación artística. Ahora creen que son la creación artística. Y lo más interesante es que este criterio está prevaleciendo y se va notando en la manera en que se manejan los museos y las colecciones. Y yo no digo que los curadores limiten la creación, pero sí que hacen que haya más artistas marginales. Porque imponen determinadas estéticas y formatos. Es cierto que la buena pintura siempre tardó en reconocerse: lo que resultó válido en una época después resultó que no lo era, y lo que se dejó a un costado emergió. La historia está llena de ejemplos de esta clase. En los sesenta, por el precio de cada cuadro de Bernard Dubufet podías comprarte tres ocuatro Picasso. Ahora, con un solo Picasso te comprás todo Bernard Dubufet.
Siempre hay un momento en que la contracultura –que no es más que uno de los nombres de la cultura de izquierda– se separa entre apolíneos y dionisíacos. Los primeros llaman “despolitizados” a los segundos. Los segundos acusan a los primeros de “autoritarios”. Y eso pasa hasta en el movimiento gay, donde el ex chinoísta Gumier Maier se escandalizaba en los ochenta por la política de la CHA, que le pedía una entrevista al ministro Troccoli y trataba de elegir como vocero a aquél de cuyos candidatos tuviera menos pluma. Y así se dividieron las Madres de Plaza de Mayo del ejército rosa salmón. Levinas dice que fue por un ojete, y que le causó mucho dolor. Aclaremos, por Dios, o mejor: que lo aclare él.
–Gumier Maier hacía su columna de El Porteño en oposición a la CHA de Jáuregui. La CHA sacó, me acuerdo, una especie de manual de conducta para los homosexuales, algo muy ortodoxo donde se decía más o menos que se tenía que tener pareja y no andar putaneando por ahí. Parecía una nota escrita por la Iglesia. Al número siguiente salió una nota de Gumier diciendo: “Yo no soy gay, soy puto”. Y en la próxima columna se publicó ahí mismo un poema dedicado al Ojete que hizo no sé qué autor norteamericano. Ahí llamó Hebe de Bonafini, enojadísima, para decirme que sacáramos a los homosexuales de la revista o se iba ella. Yo le contesté que, como nací en el Once, me habían enseñado a sumar y no a restar, así que yo no restaba a nadie. Entonces se fue ella. Con gran dolor para nosotros, pero por parte de ella era un gran acto de intolerancia.
Molina, porteño viejo –participó de la revista El Porteño antes de que ésta se constituyera en una cooperativa–, dice que el valor de los ochenta estaba en esa mezcla caótica de tendencias y personajes que todavía conversaban fuera de todo orden antes de la llegada del dinero.
–Yo salgo en libertad el 3 de diciembre del ‘83. El 9 lo conozco a Levinas y el 16 ya estoy en El Porteño como periodista. Todavía estaba la dictadura. El Porteño era entonces más conflictivo e interesante que después: arriesga y abre territorios que tienen que ver con nuevos estilos de vida y con el arte. Después de la democracia, uno dice “yo quiero mi puestito en radio Belgrano”, “yo quiero ser el jefe de redacción de la revista”, “yo quiero una columna con foto”. El Porteño era interesante mientras estaba vivo, y eso quiere decir tensión y crisis. Por eso yo siempre digo que el final de la dictadura fue el mejor momento de la democracia. Y a ese final lo debe haber ensayado toda la noche.
¿DÓNDE HAY UN MANGO, VIEJO GLUSBERG?
¿Quien podría asociar la muestra de Marcia Schvartz en Arte Múltiple –Esto también es Uropa– o Las Bay Biscuit cantando Volare en el programa de Quique Dapiaggi o el espectáculo de títeres Almorranas hecho por la compañía de títeres El escándalo de la serpentina con la cultura del menemismo? Pero –sobre todo en el campo del arte, donde primaba el chorreado– ya había cierta denuncia irradiada desde los títulos y los colores, que recordaban los de los mamelucos usados y los trapos de piso. Dice Gumier Maier:
–Hay un mito que dice que en los noventa el mercado actuó muy homogéneamente y bajo esta fórmula: Menem = mercado = plata = el arte es oficialista = el mercado corrompe el arte. Cuando en esa década, en realidad, se benefició al arte de los ochenta y los setenta. Fueron muy pocos los artistas de los noventa beneficiados por el mercado. Las ventas eran esporádicas, nadie vivió de su arte y el grueso de la guita fue para otras generaciones: Lecuona, Medici, Kuitca. En los ochenta, en cambio, todo era invendible. Yo me acuerdo, cuando la muestra de Marcelo Pombo en el Rojas, que la gente decía: “¿Qué es esto?”. Y yo decía en broma: “Esto hay que comprarlo porque dentro de diez años va a valer muchísimo”. El único que me hizo caso fue Roberto Jacoby. Compró un cuadro por 100 pesosque hoy debe valer 10 mil. Inés Katzenstein constata que el arte de los noventa del Rojas tuvo escasísima repercusión, y que eso se debió a que no seguía los patrones internacionales. Con lo cual fue muy antimenemista, puesto que el menemismo decidió acoplarse al mainstream de la globalización estética.
Omar Chabán, en cambio, ve en la muestra de Proa que detrás de todo ese despliegue de gratuidades gozosas, de objetos efímeros de fines múltiples –entre los que sobrevive un buda de Juan José Cambre–, de esas amistades en acción que perdían la firma haciendo un cuadro a la bartola mientras los aturdía un grupo de rock, existía algo así como una codicia diferida.
–La muestra es pour la gallerie porque oculta las pujas históricas: que el más fuerte caga al otro y avanza. Además, nada se puede reivindicar históricamente: la historia se pierde a cada segundo, no hay momento para señalar. Entonces “lo real” entre comillas es el down, pero toda esta fetichización te mete en una estructura de goce para rediseñar que te está señalando una pelotudez que es fallida frente a la puja histórica de poder. La muestra intenta purificar eso.
Vos siempre pensaste en que había que ganar plata con al arte.
–En el Einstein, donde tocaban Los Twist y Sumo, tuvimos que ganar el reviente. Y ahí me avivé de cómo generar guita. Tenías que atraer en el límite a alguien para que el tipo chupe y pague la entrada. Y también que lo raro podía filtrarse para enganchar a alguien y para que pagara la entrada. Toda la cosa se vuelve clara cuando aparece Menem y empieza con un capitalismo directo y rompe toda esa cosa psicobolche pelotuda que había donde todos decían “no se puede hacer nada, no se puede hacer nada, no se puede hacer nada”. Los pibes ahora no tienen esos conflictos que teníamos nosotros, eso de tener que ser buenos y pobres. Yo inventé que la onda public relations New York City se podía pasar a cualquier lado. Como ahora, que no es un quemo –sacá “quemo”– ir a Palermo Viejo y no seguir en La Paz y en Pipo. Yo fui el primero que clarificó el pasaje. Hoy vos podés ser muy piquetero, pero si tenés una mina y no le pagás una comida en Palermo Viejo, cagaste. También inventé el hacer de una disco una cosa seriosa. O sea que un intelectual podía ir a una discoteca. Mirá: estoy diciendo cosas que ya no sirven para nada. Porque antes un arquitecto no podía ser dueño de un boliche, y ahora hay ingenieros, arquitectos, artistas y hasta filósofos...
Y después pasa a patear al caído.
–Antes de que lo rajaran a Glusberg fui al Museo de Bellas Artes y había una performance. ¡Por favor! ¡Una performance, veinte años después! Y él dice: “Por favor, ¡alguien que hable en contra de las performances!”. Entonces yo le cuento que en mi época formativa yo había currado mucho del CAYC y que yo lo hacía solamente para tener poder. Y Glusberg, que toda la vida fue eso, no me podía escuchar. “No entiendo lo que decís”, me decía.
DEL CUERPO A TIERRA
AL CUERPO INFANTIL
El cuerpo de los ochenta podría ser el de un bebé que juega con sus heces, hace estragos con un maletín de maquillaje y en vez de hablar hace glosolalia y se tira pedos. Aunque adquiera las formas maduras del monólogo poético, la murga de famosos y la ambientación que se deteriora antes de inaugurar.
El mito es que en los ochenta hay una suerte de irrupción del cuerpo.
–No fue tan así –Chabán pone cara de asco pero distanciada, porque todavía cultiva a Brecht–. Hay que pensar que todo es mediocre. Y que después, cuando se comenta, aparece como bueno. La gente habla mucho del cuerpo y todavía no sabe laburar con él, y en los ochenta tampoco era tan claro. Yo creo solamente en la formación corporal.
María José Gabin (ex Gambas al Ajillo) tiene una gran formación corporal. En Postales argentinas saltaba como un piso.
–Sí, pero desde el grotesco. Y eso es lo que le criticaría al Parakultural y a las Gambas. Cuando el grotesco renace, está desactualizado. Es como una estructura postmilicos que ya funcionaba en la época de los milicos. Al grotesco no me lo banco porque si te basás en lo real, se termina en la mala palabra y el “che loco”. Entonces ya querés parecer que sos peronista, que sos de Boca, que ves televisión. Y María José ha adaptado su cuerpo a ese grotesco. Lo mejor que vi de ella fue en el Maipo: caminaba arriba de la platea y le mandó la concha... a Mercedes Sosa.
Pasando a un tono más culto, ¿vos estudiaste con Ana Itelman?
–Pero me peleaba. La danza es muy formal, por más que sea danza contemporánea. ¿Por qué hay que estirar la patita así? ¿Por qué siempre tiene que haber un eje? ¿Por qué tanto equilibrio, por qué no el cuerpo roto? ¿Por qué todos los movimientos son para minas? Hasta que apareció Pina Bausch y todo el mundo con Pina Bausch. El primer sketch sexual sacado de esa época en la Argentina lo hice yo.
¿Cuál fue?
–Yo estaba con el rictus cristiano-social. Hacía una hora y media de “a vos no te entra en la cabeza, a vos no te entra en la cabeza, a vos no te entra en la cabeza”. Con la línea de no sentir y no actuar. O: “Me corto la pija, me corto la pija, me corto la pija”. Pero también hacía unos textos farragosos que no te voy a repetir porque los peronistas me van a querer matar. Cuando se volvió banal eso de te la meto o te la chupo, me propuse hacer otra cosa: hacía subir a alguien del público, le hablaba, le hablaba y le hablaba mientras le decía “relajate, relajate”, y después decía “meame, guacha”, o “cagame, guacha”. Después a eso lo denigré más y ya me tiraba dulce de leche, onda sesenta. No tenía estructura autocrítica, pero empezó a funcionar, y en algún momento me metía entre el público y me acercaba a un tipo y le pedía que me metiera el dedo en el orto. Y le decía: “Olé, olé”.
Encantador.
–Incluso uso el cuerpo para asimilar los métodos de la policía. El público de Memphis, por ejemplo, era el público más denso que hubo en la historia del rock. Y los limpié. Una vez fui a un lugar de travestis y me di cuenta de que los tipos tenían emblemas de hombres: uno tenía tachas y una campera de cuero, otro un pañuelito en el saco. Entonces dije: “Tengo que atacar los emblemas”. Así que puse un cartel en la puerta de Cemento que decía: “Por disposición policial municipal, prohibido el uso de tachas, borceguíes y crestas”. A dos o tres punks les saqué los borceguíes. Entraron descalzos a Cemento y se portaron como santos. Fue en 1985, cuando tocó Flema.
Daniel Molina dice que el valor estaba en la fiesta y el gesto: que eso era el cuerpo: “Era atreverse, no el Cirque du Soleil. A los lanzallamas se les quemaban los labios. O una travesti bajo el peso de sus canutillos y lentejuelas tardaba dos minutos en pararse luego de inclinarse a saludar”.
“EL PORTEÑO” Y SUS
FAMOSOS SOBRINOS
El Porteño era una revista que funcionaba en una especie de loft, alojaba a un gato montés y a Jorge Di Paola, el escritor tandilense que se jacta de ser un “escritor científico”. En la banda fundadora estaba Miguel Briante y en el primer número se utilizó la estrategia de hablar de genocidio desplazándolo al aborigen. Un grupo heterogéneo viajó al Chaco, al Impenetrable, y en esa nota que escribió Briante se gastó la plata que había para los próximos tres números de la revista.
–El Porteño era una catapulta. Luis Majul venía a traernos notas que por supuesto le rechazábamos una y otra vez, porque eran malas. Pero al mismo tiempo tenía tanta energía y voluntad que al final le decíamos que sí. Hasta que un día, con Miguel Briante y Canito Madanes, para sacárnoslo de encima, le dijimos: “Andá a verlo a Neustadt y preguntale cuánto cobra para llevar un entrevistado a la televisión”. Y el boludo va y le pregunta. Y el otro lo saca cagando, por supuesto. Y después viene y nos cuenta. No estuvimos riendo dos meses seguidos. Y miralo a Luis ahora...
Era una redacción que llegaba al cierre como podía, pero llegaba. Y los que llegaban eran los redactores. Ya en el primer cierre tanto Miguel como Dipi estaban totalmente borrachos y habían desaparecido. Y tuve que cerrar yo, que no sabía un pito de periodismo. Eso fue una constante. Al mismo tiempo, nunca me voy a olvidar: había una nota que habíamos titulado “Repriman las aguas” y que debía escribir Miguel. Era la época de los militares, se había inundado medio país y ellos estaban enojados porque se les había arruinado el negocio. La revista ya estaba cerrada y Miguel todavía no se había sentado a escribirla. Lo trajimos del bar, se sentó y escribió una de las notas más maravillosas que te puedas imaginar.
A los aborígenes no sólo les dieron la primera tapa sino una página propia. Asunción Ontiveros, del Centro Coya, figuraba como corresponsal de la Nación Coya, lo cual hacía temblar las jinetas de los militares con eso de tener metida –amén de a los “terroristas”– a una nación dentro de la Nación. En la película La misión, Asunción Ontiveros hace de cacique junto a Robert De Niro.
–En la segunda tapa pusimos un Molina Campos que hicimos nosotros: representaba a un gaucho rajando de la bomba nuclear. Porque en ese momento la Argentina estaba tratando de conseguir la bomba atómica y pasaba a convertirse en un blanco nuclear.
Creo que ustedes aprovechaban bastante el material que luego pervirtió el destape y la emergencia ya instalada de la política de los derechos humanos.
–Y cuando empezó la democracia, Somos –una revista de los servicios, manejada por servicios y al servicio del gobierno– empezó a mostrar mejores cadáveres que nosotros.
También en un momento se tiene la impresión de que ustedes empiezan a competir con el mercado con una ínfima estructura. Para mí la tapa con la Thatcher con el parche de pirata es un punto de inflexión.
–Fue un debate. Yo en ese momento no quería salir a favor de la guerra sino de la paz, y si bien aceptaba la reivindicación de Malvinas, de la mano de esos milicos no quería ir ni a la esquina. Pero Miguel no estaba de acuerdo. Sé que está mal hablar de la posición que tomó alguien que ahora no me puede contestar, pero no fue sólo él: si yo salía con esa posición, renunciaban todos. Entonces negociamos, y yo exigí que se le dieran cuatro páginas adelante a Pérez Esquivel. La tapa, de todos modos, la decidí yo, porque hay que acordar que la Thatcher era una pirata. La segunda tapa la hizo Miguel. Se llamaba Raposa, un poema de León Felipe. La revista pasó de vender 25 mil ejemplares a 700, más o menos. Menos mal que en la otra levantamos con el reportaje de Oriana Fallaci a Galtieri.
La Fallaci había venido y había insultado a todos los periodistas argentinos por hacerle el juego a la dictadura. Creo que alguien enumeró entonces la lista de periodistas desaparecidos.
–Galtieri había perdido la guerra, pero en el Ejército no había nadie con poder suficiente para echarlo. Entonces la llamé a la Fallaci. Le dije: “Quiero publicar ese artículo tuyo. Nadie se anima a publicarlo, pero yo sí. Quisiera saber cuánto me sale”. Entonces ella me dijo: “Dame dos horas que averiguo quién sos y te contesto”. Llamó a las dos horas y me dijo: “Lo tenés gratis”. Al otro día lo echaron a Galtieri. En parte, creo, por los disparates que dijo en ese reportaje.
¿No te pasaste cuando le hiciste un reportaje a Castro G.?
–Te la cuento. Cuando llega Dario Fo a Buenos Aires, nosotros le hacemos un reportaje y luego le ponen una bomba. Yo investigo quién lepone una bomba y averiguo que fue Castro G., y publico el reportaje a Castro G. al lado del de Dario Fo. A Fo yo lo había ido a ver al teatro. De pronto, un tipo desde la platea empezó a gritarle, a putearlo. Dario Fo lo invitó a subir. Y el tipo empezó a hablar de una manera inaudible. No era nadie. Eso me dio la idea de editar los dos reportajes: ese teatro la avalaba. Al publicar los dos –el del bombardeado y el del bombardero– podía estar teniendo un punto de vista petardista, pero yo estaba siéndole fiel a Fo. Además, ¿acaso con sus palabras podía Castro G. convencer a un lector de El Porteño de hacerse derechista? Y yo se lo publiqué sin cambiar una coma. Entonces el tipo me vino a ver a la revista, me dio la mano y me dijo: “A partir de ahora usted no es más mi enemigo, es mi adversario”. Y me regaló un mapa hecho de puño y letra por el coronel Seineldín donde juntaba como objetivos al ERP, a los Montoneros, a los judíos, a Rockefeller, a los constructores del templo de Jerusalén, una especie de logia masónica-marxista que estaba tratando de tomar el mundo. Y se ve que a Fo le gustó conocer al tipo que le había puesto la bomba, porque me regaló los derechos de Bonifacio VIII.
El primer local de El Porteño quedaba en la calle Cochabamba. Allí se organizaban almuerzos a los que iban de Luca Prodan a Pérez Esquivel, lo que le daba al lugar, pintado de colores fuertes, el aspecto de un centro cultural manejado por okupas. Ese edificio fue semidestruido por una bomba en 1983 y luego reconstruido. Y por allí llegaron a pulular un Ernesto Tiffenberg con rulos neohippies y un Daniel Molina con pulóver peruano y barba.
–Cuando nos ponen la bomba, Miguel Briante ya no estaba en la revista. Porque había días en que renunciaba y días que no. Él era de los que se iban solos y entraban solos. Recuerdo que me llamó por teléfono y me avisó lo de la bomba. Y que alguien estaba sacando fotos de los que se estaban robando las cosas de la caja de seguridad. Me voy para allá con Miguel, y en el camino me dice: “Ruso, te voy a pedir un favor”. “¿Qué querés?” “¿Puedo volver a El Porteño?” “Pero por supuesto.” “¿Sabés lo que pasa? No quiero que piensen que me fui por la bomba.” Como la redacción queda absolutamente destruida, nosotros sacamos una mesa y la guía telefónica, y en siete días hacemos el número siguiente. Fue increíble. Entre los escombros venían los vecinos a darnos plata. Hubo uno que dejó 2 mil pesos. Una señora se ofreció para venir a cocinar todos los jueves. Ese mismo día o al siguiente, mientras yo estaba hablando por televisión, vi que un tipo me hacía señas. Era un electricista que vino y arregló todas las luces. Yo tenía en el cuerpo la sensación de que estábamos en la cresta de la ola; no por lo que vendíamos sino porque éramos el piloto de prueba del resto de la prensa. Si nosotros decíamos algo, tres días más tarde lo podía decir Clarín. Es decir, caminábamos por el campo minado, y si no explotaba, los demás venían atrás. Y era una sensación que al mismo tiempo nos permitía no equivocarnos demasiado. Porque en ese momento uno pensaba de manera distinta de como piensa individualmente.
¿La bomba fue contra El Porteño en general o por un determinado contenido?
–Nos la pusieron porque yo había dicho en un editorial anterior que estábamos en contra de que los militares estuvieran a punto de autoamnistiarse y de que los políticos estuvieran dispuestos a firmar. Sacamos unos afiches con la cara de tres chicos desaparecidos y empapelamos la ciudad, con lo cual al que tenía que firmar le iba a costar más. Entonces escribí que si el miedo nos dejaba vencer y nos hacía negociar, era una mala inversión, porque la próxima vez íbamos a tener que pelear por 300 mil en lugar de 30 mil. Entonces, cuando yo, cagado de miedo, después que nos ponen la bomba y que a mi mujer le choquen el coche, leí lo que había escrito, pensé: “Yo no me puedo borrar ahora”. Si yo había dicho que el miedo era una mala inversión, me tenía que quedar. Aun con el cagazo que tenía. Amén del primer El Porteño, la muestra exhibe todos los primeros registros del periodismo crítico, como la revista Humor y Página/12, un diario que es al mismo tiempo una tensión con El Porteño y una herencia. Los nombres se repiten, se separan y hasta se enfrentan, pero son hijos de la misma madre, aunque su nombre sea masculino y suene a compadrito. Está la primera tapa de Página/12, con su título “Sí, juro”, donde, en un estilo menos jodón que el que lo caracterizaría después, se cuenta cómo la milicada, durante el gobierno de Alfonsín, no podía entender qué era eso de jurar respetar la Constitución. En el mismo salón hay fotografías del arte colectivo generado alrededor de las Madres de Plaza de Mayo; por ejemplo, el Siluetazo de 1983, durante la Tercera Marcha de la Resistencia, donde los voluntarios se acostaban en la plaza para que se les contorneara el cuerpo: las siluetas resultantes representarían la ausencia de los desaparecidos. Es decir: en Escenas de los ‘80, la política está separada de la política estética y viene en blanco y negro. En cambio, el cuadernillo que acompaña la muestra es tan exhaustivo en sus cronologías e inclusiones que parece provenir de otra propuesta y de otra muestra. Pero nadie discutirá que el mesías de Proa es Batato Barea, un no actor genial que con sólo mover una reposera instalaba la metafísica, y que cuando lo enterraron cubierto de juguetes, sin haber podido dar el paso a la televisión que dieron Urdapilleta y Tortonese, cerró las escenas de los ochenta... Y nadie discutirá que los personajes que circulaban entonces y hoy ocupan espacios de relevancia –del museo a la tele–, y que acuñaron con desprecio el término “psicobolche”, tienen una característica bien psicobolche: no cambiaron sus estéticas originales sino que las ampliaron y desarrollaron. Fue la cultura la que tuvo que tragárselos.