Dom 15.05.2016
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TUÑÓN

› Por Mariano del Mazo

“Estamos en una encrucijada de caminos que parten y caminos que vuelven.” La encrucijada la planteó Raúl González Tuñón en 1930 como frase final de “La cerveza del pescador Schiltigheim”, el poema que el Tata Cedrón cantó como todo lo que cantó de Tuñón: de una manera magistral. Nadie dijo como él: “Tener un corazón ligero / Vale decir, amar a todas las mujeres bellas /Y una moral ligera / Vale decir, andar con gitanos alegres / y dormir en un puerto un ocaso cualquiera y en otro puerto y otro / y andar con suavidad y con desenvoltura de fumador de opio”. La encrucijada tiene actualidad. En este panorama de caminos cruzados salió, secretamente, un disco consagrado a quien Roberto Arlt sintetizó con afán peyorativo –y tal vez preso de cierta proyección psicológica– como “el poeta de las putas, los ladrones y los puertos”.

En tiempos de una circulación de información de un vértigo que todo lo frivoliza, la condición secreta de esta edición resulta natural. Es un testimonio, además, de la condición de decidor pasional de Tom Lupo, uno de los más empecinados difusores de la poesía en los medios de comunicación. Todo ahora nos parece lejano y melancólico. Tom Lupo lo grabó poco antes del accidente que lo tiene todavía postrado, y cada verso entonado con voz de tabaco –sobre el surco abierto entre la mínima cotidianidad de un punga o una modista y la épica de la revolución socialista– nos trae, de nuevo, a un Tuñón vivo y coleando, aún cuando el marco poético sugiera un anacronismo definitivo. Ese mundo ya no existe. El CD –formato que ya tampoco existe, es apenas un eco del siglo XX– editado por Acqua a través de otro empecinado como Diego Zapico se titula con obviedad Poesías de Raúl González. Tom Lupo y trae unas magníficas versiones del Cuarteto Cedrón y de Lidia Borda, y dos inéditos con músicas de Alejandro del Prado: “Canción para vagabundos (Salud a la cofradía)” por Palo Pandolfo y la desoladora “La pieza donde velaron a Eloísa” por el propio Del Prado.

El disco vuelve a poner en el tapete la tensa relación entre poesía y canción popular, dos mundos que en apariencia deberían convivir con fluidez y que, sin embargo, aparecen acicateados por un juego de legitimaciones y presupuestos. Se dice que en un encuentro entre Enrique Santos Discépolo y Tuñón, el autor de “Cambalache” expresó con admiración: “Ah Raúl, ¡quién fuera poeta como usted!”. Tuñón le respondió con un gesto amargo: “Discépolo, ¡quién pudiera ser cantado por el pueblo!”. El diálogo muestra la diferencia entre letrista y poeta. Se supone que la poesía es una pieza consumada, con su propio ritmo interno, sus silencios, sus pausas, su música, creada para ser leída. Por eso, cuando un compositor pidió permiso al poeta francés Stéphane Mallarmé para ponerle música a una de sus obras, Mallarmé respondió secamente: “Ya tiene”.

La poesía adquiere una nueva e inconmensurable dimensión cuando se transforma en canción. Los poemas de Antonio Machado y Miguel Hernández que musicalizó Serrat son ejemplares y no pueden ser leídos sin un runrún melódico en la cabeza; Federico García Lorca deja de ser simplemente Federico García Lorca en la música y voz de Leonard Cohen y tiene otro dramatismo en el cante de Enrique Morente. Por el contrario, los más inspirados letristas pueden quedar a la intemperie si se los lee sin música. La canción es una unidad misteriosa que va mucho más allá que la suma de la música y la letra e, incluso, de la interpretación. La escucha compacta de los tres elementos –música, letra e interpretación– configura una enigmática e indivisible memoria emotiva. Como escribió el poeta y editor Guillermo Saavedra: “Inténtese la experiencia de leer y entender cabalmente la letra de una canción de la cual no se tenga la referencia personal de una versión cantada: incluso en el caso de las grandes letras, se tiene la sensación de algo ausente, faltante, mutilado. Y hasta es posible percibir entonces ciertos ripios, incluso en letras que consideramos altamente poéticas: el verso ‘nuestra marcha sin querellas’, de la letra de ‘Sur’, por ejemplo, aparece entonces en toda su infelicidad literaria, como si el poeta se hubiera transformado de pronto en abogado, al carecer del sostén musical y del fraseo conmovido y conmovedor de la voz de Edmundo Rivero, para citar al responsable de una de las mejores versiones de este tango”.

Insuperables letristas han contemplado en vida la intrascendencia de su obra poética en relación con la cancionística: sin ir más lejos, Homero Manzi, Luis Alberto Spinetta y Manuel J. Castilla, para citar tres diferentes géneros estilísticos argentinos, publicaron libros de poesía que cayeron en cierto olvido. Eso no quiere decir que sus letras –populares, apropiadas por la gente– no tengan un extraordinario valor poético. Pero la poesía es otra cosa. La poesía es Raúl González Tuñón: incapaz de escribir una mísera canción, pero dueño de una mirada que se detuvo en el agujero de una media, en las mujeres barbudas, en los marineros de Liverpool y de Suez, en el kerosene barato y el olor a “permanganato y ácido bórico” de un velorio. Cinco artistas, cada uno extremo a su manera, como habitantes de sus poemas –Tom Lupo, Tata Cedrón, Lidia Borda, Palo Pandolfo, Alejandro del Prado– echan en este disco veinte centavos en la ranura. No ven la vida color de rosa. Todo lo contrario: se hunden de cabeza en el magma de un poeta urbano que veía en los pobres diablos de los puertos, los andenes, los circos y los burdeles el motor invisible de una posible revolución. Una utopía que en él no entró en colisión –algo que irritaba al estalinismo criollo de la época– con otra utopía: la de amar a todas las mujeres bellas, la de andar con la suavidad y con la desenvoltura de un fumador de opio.

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