Dom 15.05.2016
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ENTREVISTA > ANTONIO BIRABENT

EL MOVIMIENTO PERPETUO

Acaba de editar dos discos, O. e Hijos del Rock, en colaboración con amigos y colegas como León Gieco, Moris, Andrés Giménez de A.N.I.M.A.L, Kevin Johansen, Lisandro Aristimuño, Manuel Moretti, Acho Estol, Gillespie, Nahuel Briones, Pommez Internacional y el escritor Fabián Casas. No es una casualidad que Antonio Birabent esté en un momento prolífico: ya lleva editados 17 discos en una carrera extrañamente discreta para un artista que, además, es actor e hijo de la gran leyenda del rock argentino. Pero al mismo tiempo que se reparte entre proyectos grandes –una serie para O Globo– y presentaciones casi íntimas de sus nuevos trabajos, Birabent está en plena madurez profesional, ahí donde la calma y la tormenta resultan una especie de raro y confortable equilibrio.

› Por Micaela Ortelli

Antonio Birabent está en uno de sus embudos. Llama así a los momentos de actividad intensa, cuando las páginas de su cuaderno de “runras” llegan hasta abajo de turbulenta tinta azul. Llama “runras” a los pendientes que se acumulan y amenazan con trabar el embudo. Birabent respira: es un hombre fuerte con intachable capacidad de resolución. “Si me desmayo acá es un papelón”, pensó en el colectivo de vuelta de un ensayo de baile. Se prepara para filmar el video de la canción “Exámenes”, donde le canta a una chica que pone de excusa los de la facultad para no verlo. Pero en el video que guionó el examinado es él y su audición no será buena: el papel se lo llevará un varón más alto y atlético. Cuando en la vida real también tiene un mal día, se frustra y cuestiona haberse animado a aprender a bailar. Entonces su coreógrafa Paz Del Percio tiene que recordarle que lo primero es disfrutar. “Ese resumen tan simple es lo más difícil”, dice Birabent a los 47 años, con una picadura de araña cordobesa en el codo que lo dejó algo afiebrado.

O es el cansancio de un día que arrancó muy temprano en otra sala de ensayo y lo obligó a cancelar el último compromiso que tenía: ver el espacio donde hace días presentó su nuevo material, los discos O. e Hijos del Rock, este último en colaboración con viejos y nuevos amigos de la escena (su padre también participa, y el escritor Fabián Casas con un poema). “¿Hacía falta hacer dos discos? La verdad que falta no hacía. Pero siento que todo el tiempo estoy provocándome a hacer algo distinto y con la antena abierta para que surjan situaciones que no me dejan estar en la aparente calma o en la aparente nada”. Por eso los que lo conocen no se sorprenden cuando lo ven acorralado por las runras: siempre fue así. “Si agarro el cuaderno del ‘98 están los mismos ítems que ahora. Y realmente de este trabajo de hormiga no queda mucho, queda el disco con ese logo y la cabecita de mi hijo. Vos pensás: ‘¿Se entenderá que son dos tapas?’ Y bueno, el valor es en sí, por más que se entienda o no”.

Hace unos días, Gillespie, autor de la música de “El Despecho” –un diálogo de pareja clásico y lastimoso interpretado por Birabent y Juliana Gattas–, le dejó un mensaje en el contestador felicitándolo: “Es tan difícil hacer lo que uno piensa”, decía. Hijos del Rock y O. –por Oliverio, su hijo de cinco años– son dos discos en un solo envase, una dedicada edición de Sitios Laterales, el sello que Birabent fundó después de lanzar el febril y muy producido Morir y Matar (1995), y actuar en Verdad Consecuencia, la serie que plantó su nombre en la memoria popular. Si hubo un momento oportuno para regarlo, fue ése. Pero Birabent eligió un camino más profundo, íntimo y estable, que inició al grabar y presentar Azar (1998) en su casa, el mismo departamento de Recoleta donde vive hoy. “Gustavo estaba sentado acá –señala al piso, donde Cerati tocó la guitarra esa noche–. Me da alegría haber podido romper el pudor y escribir esa canción”. Habla de “La Cicatriz (Gustavo)”, del disco O. Sigue: “Creo que Gustavo es una presencia para los que componemos canciones y lo hemos sentido una guía. La letra lo dice: ‘Tu melodía es eterna como un amigo cercano’”.

Después de Azar Birabent viajó a Madrid a filmar la película Lisboa (Antonio Hernández, 1999) y le pareció que tenía que quedarse. Una parte suya se sentía local en la ciudad donde vivió con su familia cuando se exilió entre 1976 y 1987, y como la música de su padre en aquel tiempo, la suya era muy bien recibida por los españoles. Anatomía (2000), un disco electrónico, lento y esquivo, circuló más en esas tierras que en Argentina. Y entonces, cuando era momento de apostar a la carrera internacional, Birabent quiso volver: “Me había llevado todo, moví cielo y tierra para irme, y un día me levanté y dije ‘che, yo extraño mucho Buenos Aires’. Y otra vez desarmé todo el esfuerzo y volví. Creo que no he sido un buen estratega de mi trayectoria musical. Si lo quise hacer lo hice muy mal. Supongo que en el fondo no quise, si no estaría parado en un lugar de mucha más repercusión”.

Antonio Birabent presentó sus discos en una sala mediana del barrio de Colegiales, ante un público sentado y silencioso que no tenía que elevar la vista para verlo con su banda –la formación clásica– sobre un escenario de la altura de una mesa ratona. Lo de presentar es exacto: antes de cada canción contó su origen; y como si otra vez estuviera en el living de su casa, ofreció un momento acústico citando una frase de Moris: “Nadie escucha la voz de nadie, son todos impulsos eléctricos. La única forma de escuchar la voz de alguien es a la cubana”. Sin micrófono, la suya es como una sábana suave. Al terminar el show, fue el primero en dejar la sala para recibir y conversar con el público a la salida.

COLECTIVO Y AVION

Birabent eligió no ser estrella de rock y tampoco galán de telenovela. Sus escrúpulos para aceptar guiones lo sostienen en un plano de reconocimiento callejero mesurado, que le permite moverse en transporte público, y mantener una segunda profesión igualmente prolífica y ambiciosa. “En general los proyectos en los que estoy metido son muy chicos. Pero de repente me pasa de estar en la primera A total como fue con Viudas e hijos. Hago Epitafios para HBO y toco en lugarcitos para 60 personas. A esa dinámica estoy absolutamente acostumbrado. Ir a Río al hotel más caro (está grabando una serie de Daniel Burman para O’Globo) y después a la imprenta con mi hijo a buscar las cajas de los discos y cargarlas hasta acá. Paso de la gloria a Devoto todo el tiempo. Y por otro lado pienso que eso es real, que la vida es así, colectivo y avión”, dice.

Para Birabent actuar es una actividad simple aunque sus personajes sean complejos. Porque su función es concreta, sólo tiene que recordar el guión y actuar. Nada más depende de él. Pero con la música todo debe generarlo para que suceda. Armar un show es una de las partes más difíciles, y la tarde de la picadura de araña y el mal ensayo de baile, estaba preparando dos; el primero, en Montevideo, la ciudad a la que le dedicó una letra enorme en Buenos Aires (2003), un disco pop y enamorado, de los más recordados de su obra. “Comprendí que la brújula es la concentración”, decía en la hermosa “Bienvenida Seas”, un guiño a aquel “el amor es concentración” de su disco debut, idea de un tercero que todavía sostiene y canta. Birabent se reconoce en el hombre que fue hace 20 años y cantaba: “Locura y ansiedad es todo lo que te puedo dar”. El comienzo de esa canción –“salgo a caminar y no sé qué voy a encontrar”– es una imagen clásica de nuestro rock, y hoy resuena en una de sus preferidas de O., que se llama “Un Hombre Nuevo”: “Tengo el tiempo entero a mi favor pero no sé qué hacer con él. Recorro las calles sin rumbo y en cada esquina encuentro un motivo para conversar sobre el olvido, para ser un hombre nuevo”.

“Me siento identificado con eso, con el cambio. Pero entiendo que después de grabar tantos discos soy el retroalimento de mí mismo y lo que hago tiene que ver con algo que hice antes, seguramente ahora visto desde otro lugar”, cree. La araña lo picó en la casa que tiene cerca de Nono en las sierras. Birabent es un hombre acostumbrado a los viajes, que necesita del equilibrio entre la naturaleza y la ciudad, el cuaderno y el celular. Un hombre que apenas enciende luces: prefiere las linternas. “Allá estoy más conectado con las cosas básicas y menos con la estimulación. La comida, dormir, la montaña, ver si el tanque del agua está limpio. Pero bueno, la vida no puede ser solo eso. La ciudad es lo que me deja hacer cosas. Lo que yo produzco tiene que ver en parte con ese ir y volver, físico y sentimental o artístico”, dice. En Hijos del Rock hay una canción llamada “Quieto” que escribió el tanguero Cucuza Castiello y a Birabent –que necesita grabar discos como un fumador encender otro cigarrillo– al principio le costó musicalizar. La letra es bellísima: “Viajar ya no quiero, estar quieto, no puedo cambiar, no quiero cambiar. Tener a mano mis certezas austeras, mis búsquedas siempre cerca están. De moverme tan lejos sólo festejo este regreso, el aroma sin par de lo cierto y a vos”.

Hacer Hijos del Rock fue todo un ejercicio, de logísitca y artístico. En “Mundo Oriental” canta una letra suya sobre una melodía meleriana de Mex Urtizberea que lo lleva por imprevistos agudos. Pero más fuerte resultó –para un compositor con ya 17 discos– cantar letras que él no escribiría. Le pasó con la que terminó dándole nombre al trabajo y tiene dos versiones en el álbum; en la acústica la voz es de Moris –a la vez autor de la letra de “Ahora”, cantada por Andrés Giménez de A.N.I.M.A.L. Un hallazgo–. León le regaló la letra de “Hijos del Rock” (también la de “Planté Unos Árboles”, más abstracta y amorosa), pero Birabent no pudo cantarla como vino: “Lo primero que hice fue llevarla al plural”, dice. Más adelante en el disco canta “Qué Mal Que te Hizo el Rock”, una letra propia para alguien que se tomó la pose demasiado en serio: “Estás a tiempo de cambiar, chabón, el rock no es la solución”.

PASE LIBRE

Birabent vivió con pase libre los ’80 españoles y los ’90 porteños, pero nunca perdió ciertos controles; dice tener poca resistencia a las estimulaciones psicoactivas, al igual que su padre y abuelo. No atravesar jamás una crisis vocacional, por otro lado, es innegable que produce mentes estables: “Aunque sí a veces me planteé: ‘Che, ¿y si dejara de hacer esto? ¿Y siguiera haciendo música solamente para mí? ¿Pasaría algo? No, la verdad que no pasaría nada. Nadie se va a desesperar ni para bien ni para mal. Pero miro para atrás y digo: ‘Qué bueno que lo hice, que tuve la energía y la constancia para seguir haciendo las cosas’”. Si hoy como adulto es capaz de destacar lo mejor de sí mismo, es esa convicción.

Antonio Birabent se siente a gusto con su vida tal cual es hoy, con sus embudos y runras. Sobre todo con su hijo. En “O”, la canción que le dedica, dice que esta vez soltó el mapa, que dejó de ser un hombre ubicado, y aunque no entiende las indicaciones que le dan, no se asusta: piensa en él, lo imagina jugando y riendo y puede entender toda su vida: “La paternidad me lleva a entender mejor algunas cosas. ¿Cuáles son las prioridades reales más allá del embudo? ¿Qué es lo que fluye?”, dice. Al final del disco canta: “No me importa lo que va a venir, ya me cuidé demasiado. Será que veo más cercano el fin, será que estoy más gastado. No perdamos un minuto más haciendo siempre lo mismo. Hoy te invito a cruzarnos, vayamos a cualquier lado, si casi todo está adentro y ese es su encanto”. A Birabent le pesa la vida como a cualquiera, pero cada vez tiene más ganas de vivirla y encuentra mejores metáforas para contarla: “Creo que ir creciendo de alguna manera es vivir con menos pretensiones, con la guardia alta pero sin tantas expectativas. El otro día le dije a Fabián Casas esto y le gustó: ‘Es un momento de overol y violín’”.

O. e Hijos del Rock se presentan oficialmente el 24 de julio en La Usina del Arte, Agustín R. Caffarena 1. Gratis.

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