CINE
El poder del mito
El 1º de enero se estrena El retorno del Rey, la tercera entrega de lo que, en rigor, debería considerarse una sola película de más de diez horas: El Señor de los Anillos. La odisea de Peter Jackson llega a su fin y es hora de balances: ¿lo consiguió o no? Para algunos, tiene sus baches. Otros lamentan que se aleje de los artefactos culturales en que se convirtieron las películas de acción últimamente. Mientras, los fieles sólo agradecen. Y tienen razón. Jackson ha recuperado para el cine de entretenimiento todo lo que parecía haber perdido: la plasticidad de los grandes paisajes, las actuaciones sutiles, los efectos especiales al servicio de la historia y –sobre todo– ese nudo en la garganta que impide tragar pochoclo.
› Por Mariana Enriquez
El domingo pasado llegó la copia de El retorno del Rey a Buenos Aires, y un día después, en los cines de Bulnes y Beruti, se hizo una megafunción privada para críticos y periodistas. Algunos hicieron alarde de profesionalismo y consideraron que la película tenía sus baches. Otros la desestimaron con cierto desprecio. Y un puñado miraba a los anteriores con sana indignación, todavía inmersos en un mar de lágrimas y regocijo; estos últimos, los fieles, exclamaban (o balbuceaban, según el grado de congoja) que acababan de ver el cierre del primer clásico del siglo XXI. Los menos tímidos no dudaban en proclamar que lo único que se le podía decir a Peter Jackson después de esta travesía de tres años y una sola película era “gracias”. Totales. Los profanos se retiraron burlones. Los fieles marcharon con una sensación de duelo (¡el próximo Año Nuevo no habrá ningún Señor de los Anillos!), esperando con ansiedad el lanzamiento del DVD, que restaurará aquellos baches que sí, es cierto, padece El retorno del Rey.
¿Qué es lo que provoca semejante exaltación? Ni siquiera hay que ser fanático de la obra de J.R.R. Tolkien para apasionarse con la versión cinematográfica del libro, así que la emoción no se explica por el sueño de ver El Señor de los Anillos adaptado como Dios manda. Quizás lo que logró Peter Jackson sea una proeza tan improbable como que Frodo destruya el Anillo de Poder en los fuegos donde fue forjado: devolverle al cine de entretenimiento importancia, grandeza y, sobre todo, pasión. Es momento de cursilerías y desbordes, porque El retorno del Rey las busca y las merece. El novelista y guionista de comics Steve Ericksson escribía en su desafortunadamente no traducida novela Insomnia: “No tengo mucho para decir sobre el amor. Sólo sé que no quiero ser cínico al respecto”. Y eso es lo que ocurre con El Señor de los Anillos: no hay cinismo, no hay guiños, no hay juegos de ingenio, no hay intenciones de deslumbrar con efectos especiales nunca antes vistos –aunque deslumbra–; hay sólo un trabajo de amor sincero e inteligente, que sabe convertir un mito –el libro– en otro mito –la película–. George Lucas debe estar retorciéndose en algún rincón de su rancho, pensando que él casi la tuvo, y sin embargo perdió la oportunidad con esas penosas precuelas sin alma. El retorno del Rey está hecha de victoria y tristeza; es triste porque llega a su fin –la película y una era de Tierra Media– y es triunfante porque nadie creía que un neocelandés desarrapado especialista en films gore podía realizar lo imposible. Y sin embargo...
LOS OJOS DEL MAGO
Peter Jackson le hizo repetir veintinueve veces a Ian McKellen una toma. La escena está al comienzo de El retorno del Rey y parece muy sencilla: Gandalf teme por la suerte de Frodo, el hobbit portador del Anillo de Poder, cree que puede estar muerto, y le transmite sus dudas a Aragorn (Viggo Mortensen), el hombre que será rey. Aragorn le responde con una pregunta (“¿Qué te dice tu corazón?”); el mago lo piensa un momento y su rostro se ilumina, después de pasar por una serie de expresiones que duran, en el film, apenas segundos. Es una escena íntima y poderosa, pero ese primer plano de McKellen tenía que ser perfecto para que funcionara, y Jackson le hizo repetir al actor más respetado de Inglaterra –y quizás del mundo– ese detalle casi treinta veces, con el mismo cuidado que con seguridad le puso al diseño de Minas Tirith, la prodigiosa ciudad blanca de los reyes donde los hombres defienden Tierra Media del ataque de las fuerzas de Sauron.
Es apenas una anécdota, probablemente apenas un renglón en la historia de un rodaje de casi tres años, pero es útil para comprender qué buscaba Peter Jackson para su épica. Sabía que no era suficiente con el despliegue visual y buscó actores que estuvieran a la altura de una narración mítica. El Señor de los Anillos es una película de actores. Los efectos especiales más complejos y deslumbrantes están al servicio de Gollum/Smeagol (elpersonaje digital interpretado por un actor real, Andy Serkis) y hay actuaciones que se recordarán con igual intensidad que las oceánicas batallas: la mirada tierna y sabia de Ian McKellen (Gandalf), la fidelidad ciega de Sean Astin (Sam), la grave reluctancia de Viggo Mortensen (Aragorn), la jovialidad y tristeza de los hobbits Merry y Pippin (Dominic Monaghan y Billy Boyd, extraordinarios). Muchos personajes exigen espesor shakespeareano, y allí están Bernard Hill (el rey Theoden), Christopher Lee (Saruman) y John Noble (Denethor) para aportarlo. Hay escenas íntimas tan intensas y bellas como los paisajes: en La Comunidad del Anillo, el encuentro entre Bilbo (Ian Holm) y Frodo (Elijah Wood), cuando tío y sobrino han dejado la Comarca y son parte de una gesta que los excede; en Las Dos Torres, la lucha interna de Gollum y la discusión entre Theoden y Aragorn cuando comprenden que van a la muerte segura; en El retorno del Rey, la tristeza de Pippin cuando debe cantarle al senescal loco Denethor que acaba de mandar a su hijo a la batalla –una escena con un montaje sólo comparable al final de El Padrino. Los actores no están al servicio de las posibilidades visuales de la tecnología, como en Matrix, en X-Men, incluso en Star Wars (¿alguien recuerda alguna escena emocionante del pobre Liam Neeson o incluso de Harrison Ford?), pero tampoco todo lo contrario. Lo que logró Jackson es una síntesis perfecta de técnica y sangre, una redención del cine de entretenimiento que lo lleva a otra categoría. No se sale del El retorno del Rey con la sensación de haber pasado un buen rato –que no está mal– sino con la seguridad de haber asistido a un evento histórico que elevó la marca: ahora todo se medirá con la vara de El Señor de los Anillos, la película que le devolvió el espíritu al espectáculo popular, que otra vez –por fin– consiguió poner al público al borde de la butaca, sin poder tragar el pochoclo gracias a un fenomenal nudo en la garganta.
MAS ALLA DEL HORIZONTE
Promediando El retorno del Rey, la pantalla parece ensancharse. En la distancia se encienden antorchas contra la oscuridad del paisaje, una a una, el pedido de ayuda de los hombres de Gondor. La sensación es de vértigo, y algo más. Es que hace años que no se veía algo así. En este sentido, El Señor de los Anillos es un anacronismo: visualmente, recuerda más a Lawrence de Arabia o a Dr. Zhivago e incluso a 2001: Odisea del espacio que a cualquier película contemporánea de superhéroes. Es desvergonzadamente gigante, paisajista, incluso plástica, y es cine pensado para ver en cine a la antigua usanza; si el medio natural de Matrix es la pantalla de la computadora, el de El Señor de los Anillos es la sala a oscuras.
Lo mismo ocurre con las batallas. Los críticos más arriesgados y menos constipados no han dudado en comparar a Jackson con Griffith y Kurosawa, y tienen razón; aunque exista un videojuego de las películas, las escenas de acción no se parecen en nada a Mortal Kombat, ni siquiera cuando el director hace fulbito para la tribuna y concede alguna canchereada como las molestas escenas de skateboard del elfo Legolas. El retorno del cuerpo a cuerpo que domina las más recientes películas de acción –desde El Tigre y el Dragón hasta Matrix pasando por Kill Bill– es el material de las batallas que son perfectas en su coreografía y desprolijas en su concepción de la lucha de espadas y hachas como un asunto sangriento y repugnante. De lo que sí se aleja Jackson es de la moda kung fu, en gran parte porque el texto no se lo permite y también porque las batallas no pretenden ser estéticamente bellas. Incluso hecha mano del clase B para los Uruk-hai, los Nazgul –parecen traídos de los años cincuenta–, un monstruo de ocho patas cuya identidad no se revelará aquí, los Ents, y esos bichos de Las Dos Torres que parecen hienas. Aquí hay un director que no ignora los clichés de la modernidad; al contrario, los resignifica ylos utiliza para reforzar una narración orgullosamente tradicional que evita las obviedades para profundizar la seriedad del mito.
Y aún así, El Señor de los Anillos no es una película solemne. Mucho más solemnes son los parlamentos casi imposibles de decir de las precuelas de Star Wars. Hay lugar para el humor y el juego, gracias a los personajes de Gimli (el enano, perfecto John-Rhys Davis), los hobbits e incluso Gandalf. Lo que no hay es chistes. Mucho menos en El retorno del Rey. Peter Jackson es ambicioso. No quiere una película bastarda y barata. Quiere renovar la fe en el entretenimiento popular, quiere una legión de creyentes tan fieles como Sam le es a Frodo. Poco le importa que su película “atrase”. Si es un anacronismo, que viva.
UN POCO DE FRIALDAD
¿Tiene problemas El retorno del Rey? Varios. Las mujeres, por ejemplo. Ni Arwen (Liv Tyler) ni Eowyn (Miranda Otto) logran composiciones sólidas, y en ocasiones son un estorbo. El libro de J.R.R. Tolkien no se destaca por darle un papel central a los personajes femeninos –salvo la dama Galadriel pero, claro, ella es una elfa– y Jackson podía y debía subsanar ese problema. No lo consiguió. Christopher Lee (Saruman) ha sido cortado por completo de la película, no tiene una sola escena, y no sólo se extraña su presencia sino que la resolución del fin del sirviente de Sauron es bastante apresurada e insatisfactoria. El cierre de las historias de amor es igual de endeble. Y el final es eterno; podría haber solucionado los anteriores baches y resignar un poco de la sobrecargada emoción de la despedida. Claro que la extensión del desenlace molesta a quienes no están desparramados en la butaca con los ojos llenos de lágrimas; los fieles agradecerán que la película no termine nunca, porque desean que así sea. Si algo se le puede criticar a El retorno del Rey es que no dure cinco horas. Muchos las hubieran soportado con gusto.
MAGIA Y PÉRDIDA
De seguro, aquellos baches serán rellenados con la versión extendida de El retorno del Rey en DVD. Jackson decidió jerarquizar lo emotivo por sobre el mecanismo de relojería y no es inadecuado que así sea, porque decir adiós siempre es un poco torpe. Adiós a la ciudad blanca de Minas Tirith –la más hermosa que se haya visto en celuloide–, a los paisajes de Nueva Zelanda, a la dignidad de Aragorn y Gandalf, a la integridad de Sam y Frodo. Y, sobre todo, adiós a Tierra Media tal como la conocemos. La magia de los elfos se retira, y el mundo queda en manos de los hombres: ya no será tan bello, ni tan honorable, y estará lleno de grises; nadie más adecuado de Viggo Mortensen para interpretar a ese rey que hará lo mejor que pueda, pero seguramente cometerá demasiados errores. En El Señor de los Anillos, esa sensación de duelo y pérdida está encarnada por Bilbo, el viajero que recorrió toda Tierra Media y ya no tiene nada más por descubrir. Nada dura para siempre, y El retorno del Rey es el final. No hay que engañarse: el DVD será un paliativo, que además sólo podrá verse en un inadecuado televisor. Por eso también es tan triste; toda gran travesía implica una pérdida, es difícil que Jackson pueda superarse y aún más improbable que otra película logre darle al público la sensación de que, con este fin, se termina un capítulo de la vida. ¿Conclusiones exageradas? Exageradas fueron las expectativas, exagerado el atrevimiento de adaptar el libro más popular y amado del mundo, exagerado fue llevar a actores durante dos años al fin del mundo, exagerado es darle a un sencillo hobbit la tarea de salvar el mundo. La épica es exagerada. Pero, según Jackson, también es posible.