FAN > UN DIRECTOR DE TEATRO ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: JUAN CRESPO Y BATMAN DE TIM BURTON
› Por Juan Crespo
A finales de los 80 se desató silenciosamente la guerra de los video clubes. Los barrios eran zonas liberadas donde esos locales de vidrio y neón entraban en una competencia leal (pre-neoliberal) por enmarcar a la calle el “tanque” del mes: una sola copia para 400 socios. Así que ¡olvidate! Había que reservar y pasar cada media hora después de las 18 a ver si ya estaba. “Todavía no me la devolvieron”, decía El Flaco y era un disparo directo al corazón.
Antes de la Caída del Muro y de El Fin de la Historia, en la época de los cortes de luz programados; de quemarme el culo en la cuerina del auto de mi abuelo; de mis clases de tenis bajo el cruel tutelaje de un profesor que confiaba que yo podía ser una joven promesa (que rápidamente no cumplí) estaba asociado al Video de El Flaco. Nunca supe su nombre, solo era El Flaco. Sentía que su local era el mejor. Solo le alquilaba a El Flaco. Yo creía en él.
Pero a los 10 años se puede ser infiel gratuitamente –más adelante habrá que pagar–. En un retorno del colegio fascista al que alegremente concurría fui interpelado por la apertura de la cortina metálica de una nueva tienda a menos de 20 metros de mi casa. Corrí a asociarme. Y me hice socio (yo, o sea: no mi papá, yo). Exhibía para quien quisiera verlo que mi número de cliente era 02. Ser el 02 me sonaba importante, extático. Allí trabé amistad con los dueños: “Bigote 1” y “Bigote 2”. Me convertí en la mascota del Video. Flashbackeo algunos días del más inocente y vulgar heterosexualismo: mi papá, Bigote 1, Bigote 2 y un vecino de mi edificio riéndose de la portada de un videocasete porno con La Gorda Berta agarrándose sus tremendas tetas parodiándose a sí misma con la boca en expresión de ¡Oh!; mi papá preguntándole a Bigote 1 si ¿Quién es esa chica? de Madonna era una película de lesbianas; yo cruzando al otro lado del mostrador y viendo un revolver pequeño y levantándolo mientras Bigote 2 se lanzaba sobre mí para que “dejara eso donde estaba”.
En simultáneo, como una trama secreta, el lanzamiento de Batman empezó a afectarme como una peste. Ya se había estrenado en EE.UU y yo sentía que estaba por todos lados. Faltaban siglos para que se diera acá. Se hacían programas especiales, libros ilustrados, remeras, pero la película no se estrenaba. Y yo estaba poseso. Sublimaba a la tarde con el Batman laxo y empepado de los 60, pero no era el Batman parco, brutal y negro que se intuía en el film de Burton. En esa tímida alienación infantil con la mercancía di mis primeros pasos en el camino de la ansiedad que aún sigo recorriendo.
Todo cambió cuando Bigote 2 anunció su viaje a Nueva York. Prometió traerme una copia del film que ya estaba en soporte video en su país de producción.
Pero esto fue el origen de la tragedia, del caos de los Significantes, de las Normas PAL y el NTSC.
La copia estaba grabada en una velocidad solo reproducible normalmente en caseteras yanquis. Entonces lo único que podía esperar era verla muy acelerada y en blanco y negro. Sin subtítulos obviamente. Así fue. Una y mil veces bajo esos parámetros: Jack Nicholson cayendo al ácido/ Batman entrando al Museo para salvar a Kim Bassinger/ Jack Palance cosido a tiros/ El desfile de globos/ El final en la Catedral. Ritmo de cine mudo. Cruzado a rayas en el vértice inferior de la pantalla. Inverosímil, casi antidiegético. El cine como ventana abierta a un mundo esquizoide. La Forma pura y vital por sobre el Sentido restrictivo del argumento. Un argumento que no llegaba a dilucidar. Auténtica experiencia dadaísta, del no-sense.
A veces para evitar el filicidio con dolo, mi papá intentaba conseguir otro reproductor y ver si ocurría el milagro. Pero el milagro nunca ocurrió. Nunca. Jamás pude ver esa película que tenía antes que todos. No lo sabía en ese momento pero estaba teniendo la primera y quizás más importante lección de lacanismo: ante la irrupción del objeto de deseo solo podemos sentirnos decepcionados, nunca es “eso”.
Cuando Batman de Tim Burton se estrenó finalmente fui al cine a verla y me fasciné. A la vez, con el correr de los minutos notaba que la sabía, conocía las escenas casi de memoria. Solo me aportó entender una lógica que ya había dejado de importar.
El video club del que fui socio 02 de pronto cerró.
Años después, yo mismo empecé a trabajar en BlockBuster a la vuelta de mi casa desconociendo que esa empresa había devastado todos los locales de alquiler del barrio.
Un día de no demasiado trabajo, haciendo la reposición de casetes en las góndolas, vi una figura esperando en la zona de inscripción. Le pedí su nombre (que sigo sin recordar), le pedí la tarjeta de crédito para confirmar los datos. Lo asocié. Le imprimí su carnet. El Flaco y yo nos habíamos reconocido. Pero ninguno dijo nada.
Trabajar ahí me beneficiaba con siete alquileres gratis por semana.
Nunca saqué Batman.
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