Domingo, 3 de julio de 2016 | Hoy
LOS OESTERHELD
Además de ser el gran ideólogo de la historieta moderna local nada menos que en Argentina, patria de historietistas, Héctor Germán Oesterheld también terminó siendo el protagonista de una tragedia familiar que culminó no sólo con su secuestro y desaparición a manos de la dictadura militar, sino también con el de sus cuatro hijas, sus tres yernos y dos de sus cuatro nietos. La historia violenta de un país descargada fatalmente contra una sola familia es la saga que narra de manera admirable un libro tan fascinante y necesario como Los Oesterheld (Sudamericana), en el que no sólo la figura del autor de El Eternauta se reconstruye como militante, sino que sus cuatro hijas adquieren vida propia gracias a cinco años de investigación y más de un centenar de testimonios que permiten reconstruir el camino cultural y político de una familia, una época y un país que terminó encaminándose hacia la violencia y el exterminio. En este adelanto exclusivo del libro de Fernanda Nicolini y Alicia Beltrami, Radar presenta un retrato de Oesterheld cuando abandona definitivamente su hogar y comienza con su militancia clandestina, sin dejar nunca de hacer historietas.
Por Fernanda Nicolini y Alicia Beltrami
El primer sábado que pasó en la casa de Devoto, Héctor sacó una reposera al jardín, se sentó al sol y empezó a hablar solo. Desde adentro, los anfitriones lo espiaban desconcertados. Le veían aspecto de viejo loco, así, desarrapado. A los pocos días, Héctor les dijo quién era y les mostró el grabador en el que registraba los guiones. Les habló de lo que estaba haciendo ahora, la adaptación de 20 mil leguas de viaje submarino para Billiken, que había empezado el año anterior con muchísimo éxito. También les contó que en Récord querían reeditar El Eternauta en formato de libro. Eso lo entusiasmaba especialmente.
Si en el mercado editorial Columba representaba la producción de una historieta estandarizada para un público masivo sin demasiadas exigencias y, desde lo ideológico, una línea explícitamente reaccionaria –se fiscalizaba que los policías y los soldados fueran siempre los buenos: a fin de cuentas sus publicaciones se repartían en los cuarteles–; Récord venía a representar todo lo contrario. Con su revista Skorpio, buscaba devolverle cierto prestigio a la historieta. Había repatriado las creaciones de Pratt dando a conocer su Corto Maltés, y convocado tanto a ilustradores reconocidos de la talla de Breccia, Arturo del Castillo y Solano López, como a jóvenes guionistas como Guillermo Saccomanno. También prometía ser un buen negocio para sus dueños, el agente editorial italiano Álvaro Zerboni y su socio local y ex empleado, Alfredo Scutti: las historietas se hacían con sueldos argentinos pero después se comercializaban en Europa, principalmente Italia, a precios internacionales.
Héctor fue uno de los últimos en sumarse. Como sucedía en cada lugar al que llegaba, su aparición, si bien silenciosa, fue un acontecimiento. Se sabía que su entrada previa en Columba había generado malestar en el guionista estrella, Robin Wood, autor talentoso pero que admiraba a Héctor a regañadientes: no podía disimular la molestia que le generaba que a Oesterheld lo consideraran un genio y a él, simplemente un buen guionista. En Récord, en cambio, nadie se sintió desplazado con su incorporación sino todo lo contrario. Muchos de ellos se habían formado con él y lo reivindicaban como el máximo autor de la cultura popular. Lo que no quitaba que algunos, como Saccomanno, se sintieran un poco inhibidos, a pesar de su amabilidad. Quien se animó a hablarle el primer día que lo vio fue el guionista Eugenio Zappietro, que firmaba como Ray Collins, había hecho su primera historieta policial –la renombrada Precinto 56– a pedido de Hugo Pratt para Misterix y era fanaìtico declarado de Héctor desde los 16 años.
–De chico yo andaba con una barra de amigos, sabe, y nos alegramos cuando leímos en Hora Cero que las historietas se iban a empezar a vender en Brasil porque eso significaba que la revista iba a seguir por mucho tiempo más.
Le dijo en la entrada de Récord. Héctor bajaba del ascensor y Zappietro lo interceptó. No podía contenerse. No sólo se sabía sus historias de memoria, sino que había continuado algunas de ellas en su paso por Abril, como El Indio Suárez y Santos Palma. Y, sin embargo, nunca lo había tenido enfrente. Siguió:
–Humildemente quiero decirle que nosotros, los que estamos acá, arrancamos desde donde usted llegó, usted nos allanó el camino.
–Bueno, gracias, es un poco mucho...
–¿Y me permite decirle otra cosita? Yo creo que su mejor trabajo es Mort Cinder.
–¿Sí? ¿Por qué?
–Porque usted ahí se mete a fondo con la interioridad del personaje y lo poco que yo he hecho hasta ahora se inscribe en esa buìsqueda que usted ya había empezado con Ernie Pike.
Héctor lo escuchó atento y sonrió halagado, pero no dijo nada más. Zappietro era un personaje particular dentro de Récord. Lector apasionado, escritor de novelas románticas primero y de historietas después, lo que más llamaba la atención, además de sus modos ceremoniosos, era su otra profesión: policía. Para 1975, tenía el cargo de subcomisario y estaba al frente de la revista oficial de la Policía Federal y de un programa de radio y otro de televisión, los dos sobre prevención. Él mismo hacía chistes sobre su condición de botón. En la redacción, de todos modos, era muy apreciado. Esa fue la única vez que conversaron. Un año y medio después, con Héctor ya desaparecido, el propio Pratt le iba a pedir a Zappietro que hiciera averiguaciones. Y lo hizo. Su respuesta fue que Héctor no constaba en ningún registro, ni en los de su fuerza ni en los militares.
La entrada en Récord también iba a significar para Héctor la posibilidad de volcar en una obra final su nueva vida. Después del éxito de la reedición de El Eternauta, Scutti le iba a pedir una segunda parte. Probablemente no la que el director de Récord imaginaba. Mientras tanto, iba a reeditar varios de sus clásicos como Ernie Pike, Sargento Kirk y Ticonderoga, crear otro western, Loco Sexton, y hasta incursionar en el género de terror con Nekrodamus.
En esos textos trabajaba los fines de semana, sentado en el jardín de la casa de la calle Navarro a la altura de Chivilcoy, en donde vivió con su hija Marina desde mayo hasta diciembre de 1975. Él dormía en un escritorio en la planta baja, en el que también escribía, y ella en un cuarto de juegos en el segundo piso. A la mañana, salían por el baldío del fondo sin que los vecinos los vieran para tomarse el tren, y volvían alrededor de las siete de la tarde. A veces Marina no volvía, y cuando estaba, apenas abría la boca. Con el padre era cariñosa, incluso en público, pero con los demás le costaba mucho relacionarse. Héctor, en cambio, se quedaba en largas sobremesas con Clara y Carlos, los dueños de casa. Les contaba de su vida de geólogo, de sus viajes por el interior y de su trabajo en el laboratorio del Banco Industrial.
–Es como si hablara de otra vida... Como si de repente me hubiera animado a dar un salto y estuviera en otro universo.
Les dijo una de esas noches.
–¿Y cómo te animaste a dar el salto?
–Por mis hijas.
Clara y Carlos, que habían empezado su militancia con un grupo católico, también estaban convencidos de que la única opción de cambio era la lucha armada. Pero habían decidido no incorporarse a la organización porque tenían dos hijos chicos y creían que protegerlos era su responsabilidad como padres. Seguían con su militancia de base en barrios de zona norte y colaboraban con la organización en cuestiones de logística. En ese tiempo, confeccionaban carteras con doble fondo para esconder armas.
Con el correr de los días, la confianza hacía que las charlas nocturnas pasaran de la historieta y la geología a cuestiones más personales. Si la preocupación de Héctor por la seguridad de sus hijas era un tema presente, su crisis y separación de Elsa era otra constante.
A pesar de que se lo había cruzado alguna vez en Columba, el joven Guillermo Saccomanno no se animaba a pedirle una entrevista a Héctor y le preguntó a su amigo y colega, Carlos Trillo, si podía interceder. Trillo, que venía de trabajar en Patoruzú y Satiricón, no tuvo problema: con Héctor se conocían desde hacía tiempo.
Unos meses antes, Saccomanno había viajado por primera vez a Europa y había entrevistado a Umberto Eco, que seis años antes, en 1969, había escrito el prólogo a la primera edición de Mafalda en italiano, en plena revalorización de la cultura popular a partir de su obra Apocalípticos e Integrados. Luego, en París, estuvo con Pratt, que había publicado el Sargento Kirk en italiano sólo con su nombre y que no tuvo problemas en atribuirse también otros guiones de Héctor durante toda la charla. Finalmente, en España, se reunió con un grupo de historietistas que se oponían a Franco –ya en sus últimos días– y que se agrupaban alrededor de la revista de historietas Bang! Oesterheld, para ellos, era una megaestrella. Herederos del Mayo Francés, estaban particularmente deslumbrados con El Che.
La consideraban una obra magna, tanto por los textos como por las ilustraciones expresionistas de los Breccia y querían una entrevista con el que consideraban el mejor historietista en lengua española.
Saccomanno y Trillo lo citaron a Héctor en una confitería de Santa Fe y Pueyrredón, El Olmo, y allí le hicieron la propuesta. Héctor se mostró encantado con la idea de que la revista fuera extranjera. El encuentro siguió con un almuerzo en un restaurante de la avenida Santa Fe, King George. Ya se habían bajado una botella de vino y el reportaje todavía no había empezado. Finalmente fueron al departamento en el que Saccomanno vivía con su mujer, Lucía Capozzo. Allí Héctor se sentó en un sillón. Detrás de él, sobre su cabeza, colgaban dos pósteres del dibujante Moebius: uno con figuras de cowboys y otro, de Pieles Rojas. Lucía le preguntó si le podía hacer unas fotos y Héctor sonrió para la cámara. Era fin del verano y llevaba una camisa color claro de mangas cortas y un pantalón de vestir. El pelo le caía lacio sobre un costado de la cara. Completamente blanco, contrastaba con el vello oscuro de sus brazos fornidos. A los pocos minutos se prendió el grabador. Serían poco más de las tres de la tarde. Le preguntaron todo lo que le querían preguntar. Estaban sorprendidos por la soltura y el humor en sus respuestas, y por lo actualizado que parecía, tanto en cine como en literatura. Se hicieron las nueve y media de la noche y seguían sacando y poniendo casetes, hasta que se acabaron. Entonces pidieron una pizza y siguieron conversando. Era marzo de 1975 y Héctor todavía vivía en Beccar. Fue en esas horas, ya sin grabador, que hablaron de política. Les dijo que reivindicaba la lucha de la juventud peronista y hablaron de la coyuntura, en términos generales. Sus entrevistadores, de todos modos, intuían que estaba siendo cauteloso.
La entrevista se publicó con las fotos en aquel departamento. Durante un tiempo, los jóvenes guionistas lo seguirían viendo en Récord. Hasta que Héctor dejó de ir y empezaron los rumores de que andaba clandestino. Una tarde, Lucía lo vio. Cuando volvió a su casa, se lo comentó a su marido:
–Lo crucé en la calle, con bigotes y sombrero. Pero miró para otro lado, como evitándome.
–O quizá como protegiéndote.
Era 1976 y ésa fue la última imagen que tuvieron de él.
En junio salió el quinto número de Evita Montonera a cinco pesos. Un recuadro pedía disculpas por la demora en su publicación –la anterior era de abril y su precio era de tres pesos– y alegaba: “Compañeros destinados a la redacción del Evita son absorbidos permanentemente por los distintos conflictos vividos en el país con motivo de las paritarias y el proceso político consecuente. Además debe sumarse entre otras dificultades nuestra inexperiencia en una prensa clandestina masiva, que también genera problemas de distribución”. El resto de la revista, que traía en tapa una foto de la marcha masiva de trabajadores a Plaza de Mayo del 27 de junio con el título “El pueblo dijo basta”, hacía un resumen de la salida del gobierno de López Rega y de su hombre en el Ministerio de Economía, Celestino Rodrigo, que con su famoso Rodrigazo había provocado una devaluación del 150 por ciento, la duplicación de las tarifas de los servicios públicos y el transporte, y el aumento del combustible, facilitando la licuación de las deudas de las grandes empresas pero también de los salarios.
Promediando la revista aparecía Camote, una historieta sin firma y con ilustraciones en las que se adivinaba un trazo ajeno a la historieta profesional y más cercano al boceto artístico –quizá de su hija Estela, tal vez del Vasco–, que Héctor había ideado también en su reposera del jardín de Devoto.
Camote no era otra cosa que la historia de un militante montonero: el protagonista, que lleva ese apodo, llega a una cita en el centro porteño cuando ve que dos hombres intentan apresar al compañero con el que debía encontrarse.
–¡Hijos de puta! ¡No se lo llevarán!
Grita Camote y dispara con su “rubí punta hueca” que, dice, no es gran cosa.
–La puta, más cana... ¡Qué música, ése es el 38 de Mario!... ¡No rajó, tira desde la esquina, quiere sacarme!... Los despisté, pero perdí la cartera cuando me caí... Gran boludo... la cartera con el sobre de la quincena, el nombre legal, la fábrica.
A partir de ese momento, Camote tiene que pasar a la clandestinidad y guardarse. Lo hace en la casa de Celina, otra militante.
–¿Una piba? ¿Qué tal está?
–Y, Susana Giménez no es...
Celina vive en un barrio obrero con calles de tierra y es hija de Anselmo, un tornero que se enfrenta a la burocracia sindical y que va a ser entregado por un compañero de la comisión interna. Junto con otros compañeros de la fábrica, Camote se va a encargar de ajusticiarlo matando al sindicalista que lo entregó. Con ese final, se despide de Celina, con quien tiene un enamoramiento platónico pero a quien deja de ver para seguir con su militancia.
–Che, esto de militantes montoneros es muy aburrido...
Dijo al pasar Perdía en una reunión de la Conducción Nacional mientras hojeaba la revista.
Inés llegó a la cita bastante nerviosa. Era en un bar cerca de la 9 de Julio y se sentía obligada a agradarle a la persona con la que se iba a encontrar. De eso dependía conseguir una casa dónde vivir, algo que no era muy sencillo en su situación. Estaba embarazada de siete meses, tenía un hijo de un año y medio y acababa de salir de la cárcel. Del otro lado de la mesa se encontró con un señor mayor. Tomaron un café y no hizo falta mucho más. El le contó un poco acerca de los dueños de casa y le dijo que la iba a llevar hasta el lugar. La casa era la de Devoto y el hombre era Héctor.
Inés, nombre de guerra de Graciela Iturraspe, militaba en Columna Norte como parte de la llamada “Banda de Galimberti”. En la madrugada del 27 de junio, la policía entró en el departamento que Inés compartía con su compañero, Jorge Taiana, en el barrio de Palermo, y los detuvo por posesión de armas. Unas semanas antes habían pedido plata a sus responsables para poder mudarse porque sospechaban que el encargado del edificio los podía delatar, pero la plata nunca llegó. A los dos los iban a blanquear como presos políticos. Pero primero a Taiana lo torturaron y a ella la internaron en el Hospital Fernández. Con un embarazo incipiente, pesaba menos de cuarenta y cinco kilos y llevaba encima semanas de agotamiento entre el trabajo político en fábricas San Martín con su pequeño hijo a cuestas y el ritmo vertiginoso que le imprimía Galimberti a cada operación. Cuando la policía la detuvo, apenas podía caminar.
Del hospital la trasladaron a la cárcel de Devoto. Cuatro meses después salió en libertad gracias a una resolución del juez Raúl Zaffaroni y a la intervención de su suegro, Jorge Alberto Taiana, el famoso médico de Perón, que evitó que la pusieran a disposición del Poder Ejecutivo. Su padre había arreglado para que se fuera al sur y dejara de militar, pero ella decidió quedarse con sus compañeros. Sabía que si lo hacía, tenía que pasar completamente a la clandestinidad y en esa situación llegó a la casa de Devoto, en la que enseguida se convirtió en un miembro más de esa rara familia extendida. Para los vecinos, era una prima de Clara que vivía en Bariloche y que había venido a Buenos Aires porque cursaba un embarazo complicado.
La complicación real sucedió unos días después cuando Nicolás, su hijo de un año y medio que también había pasado esos cuatro meses en Devoto, se contagió de meningitis. Internarlo era imposible –en su condición de clandestina no podía quedarse en el hospital con él– por lo que Clara consiguió que el pediatra de sus hijos lo atendiera dos veces por semana en la casa. Durante un mes, Nicolás se debatió entre la vida y la muerte. Sólo tenía reflejo de succión y el médico había prescripto que le dieran mamaderas con agua fría constantemente. Durante el día, Inés subía y bajaba escaleras con su panza de casi ocho meses. Por momentos, el calor de noviembre se hacía insoportable. El alivio llegaba a la noche con Héctor, que se quedaba junto a ella para hacerle compañía y para relevarla con la ida y venida de mamaderas.
–Vos descansá, que ahora ese trabajo lo hago yo.
Le decía. Entonces Inés aprovechaba para dormir junto a la cuna. Otras veces se quedaban conversando hasta la madrugada. El le contaba historias. Inés sabía quién era porque Clara se lo había dicho. Una de esas madrugadas también le habló de El Eternauta.
–Yo escribí sobre esa familia de clase media que a la noche se juntaba a jugar a las cartas y que de repente encuentra una causa mayor por la cual salir a luchar. Y a mí y a mis hijas nos pasó eso mismo... Entonces a veces me pregunto quién fue primero, si ellas con su militancia o yo con algunas ideas que ya estaban ahí...
También hablaban mucho sobre la coyuntura. A Héctor le gustaba escuchar lo que pensaba Inés y, en general, coincidía. Para fines del 75, la Columna Norte empezó a plantear la necesidad de ampliar los espacios de debate frente a la propuesta de la Conducción Nacional de estructurar la organización según el centralismo democrático, que para el ala disidente de Norte tenía mucho de centralismo y poco de democrático. Héctor estaba de acuerdo con los planteos de apertura del debate y con la premisa de que en los momentos más duros, era necesario descentralizar la organización. Algo que Rodolfo Walsh iba a hacer explícito en sus papeles, esos documentos redactados a fines de 1976 en los que criticaba, y debatía con la Conducción, el rumbo que había tomado la organización. A veces, sin embargo, Héctor también tenía sus dudas.
–Yo también creo que hay que tener un oído en lo que piensa la gente. ¿Pero esto no nos desbandará, Inesita?
Los días en la casa de Devoto terminaron una semana antes de Navidad. Clara y su familia se iban a pasar las fiestas fuera de la ciudad y ellos no podían quedarse solos. Nicolás ya se había repuesto de su meningitis y Héctor estaba especialmente entusiasmado: finalmente se había comprado una casita en la zona del Tigre, algo con lo que había soñado toda la vida. El dinero provino de la división del departamento de casados de Beatriz y Miguel, con quien Héctor seguía enojado.
A pesar de la compartimentación, Pucho sabía que Beatriz veía a su madre. Voy a ver a mamá, le decía ella, como una hija aplicada. También supo que para fin de año se había mudado con su padre a una casa del Delta, porque ella misma lo invitó a conocerla. Fueron con Mantecol en colectivo. Se suponía que debían ir tabicados, así que trataron de no prestarle atención al recorrido del colectivo. Para Mantecol era difícil: conocía tan bien la zona que podía identificar hasta los pastizales del borde de la ruta. Por eso, cuando Beatriz los fue a buscar a la entrada de un camino de tierra, él sabía que estaban cerca de Benavidez, quizá Villa La Ñata. A Pucho le llamó la atención la altura de los eucaliptos. En la casa los esperaban Héctor y Marina. El los saludó con un abrazo y les ofreció un café. La pequeña mesa de la cocina estaba llena de libros y papeles y el sol daba en una galería. De pronto, por primera vez en mucho tiempo, Pucho se sintió seguro. Estaban alejados, nadie conocía esa casa, nada les podía pasar ahí. De día salieron a caminar y de noche jugaron a las cartas. Como en los tiempos de Beccar, Héctor hacía trampa y se reía sin parar cuando lo descubrían. Durante la cena, le pidió a Mantecol que le contara de su vida.
–¿En serio fuiste delegado de la villa a los 19 años? Qué bien, pibe. ¿Vos manejabas 180 familias?
Mantecol estaba encantado con los elogios de Héctor, a quien llamaba Don Germán. Un escritor como él se interesaba por su historia. Mantecol, además, elaboraba junto con Pucho un periódico que se llamaba El villero en lucha. A falta de prensa oficial legal, desde la Conducción Nacional pedían que cada agrupación o frente generara su prensa. Para hacerlo, Mantecol se había robado una máquina de escribir de una de las concesionarias que habían incendiado el 25 de julio. Eso le había valido una sanción: si la operación no contemplaba llevarse objetos, nadie se podía llevar nada, rezaba el código montonero. Para principios de 1976, Pucho volvió a ir a la casa del Delta. Aquella vez Marina no estaba y Héctor parecía más callado. Beatriz también se había vuelto más introvertida y taciturna. Unas semanas antes habían secuestrado a Roberto Quieto, el número tres de la organización, en una playa de San Isidro mientras pasaba la tarde con su familia, a pesar de que él mismo había redactado un documento en el que exhortaba a los militantes a no acercarse a sus parientes durante las fiestas por cuestiones de seguridad. A los milicianos se les ordenó hacer pintadas y ataques incendiarios para exigir su liberación. También repartir volantes. Fue lo que hizo Lito, que aún trabajaba para Héctor como tipeador. En lugar de darle los manuscritos para pasar a máquina, Héctor le entregó una pila de volantes para que repartiera en la puerta del diario La Opinión. Lito lo hizo muerto de miedo: la caída de Quieto, a quien admiraba, le había hecho tomar conciencia del peligro al que estaba expuesto. Luego vino la contraorden y hubo que pintar “Quieto traidor”, sin más explicación. La Conducción infirió que el jefe montonero, probablemente el cuadro mejor formado y con mayor capacidad de análisis político de todos ellos, había cantado. En los días subsiguientes cayeron casas operativas, una cárcel del pueblo y decenas de militantes. Héctor y todos los que hacían el Evita debieron levantar el departamento de Belgrano. Quieto había estado ahí, alguna vez, reunido con los miembros del Área Federal de Prensa. A partir de ese momento, además, todo montonero debía llevar la pastilla de cianuro consigo. Si estaba en duda la resistencia frente a la tortura, la orden era no entregarse vivo.
Internamente, algunos empezaban a preguntarse si estaban embarcados en una revolución o en un sacrificio con final incierto. De eso hablaron en la casa del Delta. En el último tiempo, Pucho solía escuchar que lo que estaba haciendo era una locura. Se lo decía Adolfo Pérez Esquivel, luego premio Nobel de la Paz, a quien conocía del barrio.
–Quizá sea un sacrificio, pero sea lo que sea, hay que seguir.
Dijo Héctor. A Pucho le sorprendió la convicción de Héctor. Hasta ese momento, creía que el padre de Beatriz era un adherente entusiasta que apoyaba a sus hijas. Ese día se dio cuenta de que aquel hombre estaba dispuesto a llegar hasta el final.
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