Dom 04.01.2004
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PUNCH. VOLTEANDO PESOS PESADOS

Sobre gustos

Lev Grossman, crítico de la revista Time, defiende a Stephen King de los ataques de Harold Bloom y se pregunta desde cuándo miramos con sospecha a los escritores que nos divierten.

Por Lev Grossman

Esta semana, en Nueva York, la National Book Foundation condecorará a Stephen King por su “Distinguida Contribución a las Letras Americanas”. Entre los condecorados anteriores se cuentan Saul Bellow, Philip Roth, Arthur Miller y Toni Morrison, lo que convierte a King –un impenitente traficante del terror– en una elección por lo menos controvertida. Harold Bloom, el especialista en Shakespeare que se autodenomina “canonizador”, la calificó de “terrible error” y agregó que King era un “escritor inmensamente inadecuado”.
Las noticias de la coronación de King tropezaron con las previsibles burlas de los snobs literarios y también con unas cuantas expresiones de regocijo –tan previsibles como las burlas– de los snobs de la vereda de enfrente. Pero ninguno de los dos bandos da en el verdadero blanco de la cuestión: el hecho de que en nosotros, los lectores, se ha arraigado profundamente el extraño hábito de dividir los libros en dos pilas mutuamente excluyentes, una “elevada” y literaria y otra “baja” y vulgar, y eso es algo que tendríamos que dejar de hacer. Los libros no son ni elevados ni bajos. Simplemente son buenos o malos. Échenle un vistazo a la segunda pila, la pila vulgar, y notarán algo interesante: es muy, muy grande. De acuerdo a Ipsos BookTrends .-un servicio que mide el consumo de libros–, el 34 por ciento de todas las novelas vendidas en los Estados Unidos este año fueron románticas; el 6 por ciento de fantasía y ciencia ficción, y el 19 por ciento de misterio y policiales. Sólo el 25 por ciento pertenece a la categoría “ficción general”, que incluye la subdivisión aun más pequeña de las “novelas literarias”: los Jonathan Franzen, los David Foster Wallace, los E. Annie Proulx.
¿Cómo fue que los hábitos de lectura de los norteamericanos se polarizaron tan radicalmente y que –en el mejor de los casos– sólo un cuarto de lo que la gente lee (o compra) es calificado como literatura legítima? No siempre fue así. A mediados del siglo XIX había una sola pila. Dickens escribía best sellers, pero sus novelas no eran consideradas “comerciales” o “populares”. Eran simplemente novelas. Nadie menospreciaba a Scott ni a Tennyson ni a Stowe por ser salvajemente exitosos. Nadie se avergonzaba si lo encontraban leyendo el nuevo Edgar Allan Poe durante el almuerzo.
Las cosas cambiaron cuando hizo su entrada el modernismo, en la primera parte del siglo XX. En 1922 se publicaron La tierra baldía de T.S. Eliot y el Ulises de James Joyce, dos de las obras literarias más grandes de la historia occidental, pero también dos de las primeras imposibles de comprender sin el auxilio de extensas notas al pie y el andamiaje de la crítica. De golpe supimos que algo era literario porque era difícil de leer. Podíamos entenderlo o no, y si no lo entendíamos, no lo admitíamos. Los norteamericanos nos habíamos vuelto aristocráticos en nuestros juicios estéticos.
Era algo extraño y nuevo. Leer literatura y pasar un muy buen rato se había convertido en una combinación improbable. Tenemos un alto nivel de tolerancia para el aburrimiento y la dificultad. Alabamos la prosa cuando es rica, compleja y lírica, pero no sabemos apreciar los placeres de un argumento narrado con buen ritmo y estructurado con gracia. O –peor aun– los apreciamos, pero nos avergüenza admitirlo. En algún momento hemos aprendido a asociar las delicias de una buena narración —esa inefable sensación de que las cosas encajan y se conectan en una cascada dinámica y regocijante— con la vergüenza, como si la literatura no tuviera que ser tan divertida. O como si, en caso de serlo, ya no fuera literatura.
No me interesan demasiado los libros de Stephen King. Cambiaría sin vacilar toda su obra por la de J.K. Rowling. Pero aplaudo la decisión de la National Book Foundation, y espero que estimule a la pequeña pero decidida escuela de escritores que trasplanta esmeradamente el arte de la prosa de la “pila literaria” a los vigorosos y disfrutables argumentos de la “pila vulgar” para producir novelas que ofrezcan los placeres de ambas. La próxima ola literaria no vendrá de arriba sino de abajo, de lasediciones baratas apostadas en los anaqueles de los supermercados. Manténganse sintonizados. Sigan leyendo. La revolución no será canonizada.

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