PLáSTICA
En Combo, la muestra que exhibe en el Centro Borges, Diana Aisenberg cuelga cuadros en composé con sillones, jarrones y teteras y problematiza con insidioso candor las reglas de la etiqueta del arte. De aquí en más, quien pretenda usar la palabra “decorativo” como un insulto hará bien en pensarlo antes dos veces.
Encorvado por el peso de
un maletín lleno de planillas y calculadoras, un hombre gris entra a
un vernissage. Media hora más tarde, copita va copita viene, empieza
a sentirse a gusto y se larga a hablar. En el rutilante mundo del arte son todos
tan originales y abiertos... Y el hombre es feliz. Presiente que su vida está
por cambiar: nuevos amigos, un mundo de mentes amplias y espíritus libres,
piensa el oficinista de 10 a 7. Cuando, de golpe, ahí la ve: unas líneas
azules surcando la tela. Es la obra de arte. Entonces se anima después
de todo está entre amigos y manda: Convengamos que esto lo
puede pintar mi hijo. ¿Queeeeeé? El vino que vierten las
botellas se congela en el aire, pero su mente, un poco alelada entre el alcohol
y las planillas, tarda en procesar, y la segunda se le escapa: Aunque
mirándolo bien, este cuadro puede quedar fantástico con el sillón
del living. Antes de terminar ya sabe que no hay marcha atrás.
Sus nuevos amigos se hacen humo. Sólo queda el mozo que, mientras le
cierra la puerta en la cara, le explica el infortunio: El cenáculo
artístico no admite novatos.
Las reglas, códigos y etiquetas del arte darían material para
un tratado. Y Diana Aisenberg las conoce bien; tanto como para darlas vuelta
y mandarse a colgar cuadros en composé con sillones, jarrones y teteras
y presentar Combo, una de las muestras con más garbo de los últimos
tiempos que nos hará pensar dos veces la próxima vez que se
nos ocurra subestimar algo por ser decorativo.
D&D
Matisse decía que buscaba un arte que fuera como un buen sillón:
un sedante para las fatigas físicas y los problemas del día. Es
probable que tuviera en mente una obra de engañosa liviandad, con un
tapizado estupendo pero, a la vez, con todos los resortes en forma. Pero el
punto es que la idea de lo decorativo lo atraía. Vinieron después
los tiempos en que la estética fue tamizada por el moralismo post Segunda
Guerra Mundial y la palabra decorativo empezó a connotar
bajeza y mercantilismo. Lo decorativo era comercial (como si la meta del arte-arte
fuera pudrirse en un sótano repleto de pinturas invendibles). La nostalgia
y la intimidad cedieron ante la bravura y lo cutting-edge.
El problema, en parte, parecería ser semántico: como adjetivo,
lo decorativo refiere a lo que adorna, pero al mismo tiempo puede convertirse
en un juicio de valor y designar aquello que es meramente ornamental; es decir,
algo que carece del rigor y el compromiso de la obra de arte seria.
Ésas son precisamente las aguas en las que bucea Diana Aisenberg, una
artista plástica y arqueóloga de las palabras que define su trabajo
como un intento de revisar el lenguaje tanto en el objeto como en las
palabras que usamos para hablar de arte. Lo corrobora, de hecho, su recopilación
interactiva de Historias del Arte, Diccionario de certezas e intuiciones, que
circula por Internet desde hace ya unos años. Por eso, en una primera
lectura, su muestra curada por Graciela Hasper remite a la idea
de una pintura que pareciera comportarse como lo haría un ramo de flores
en una habitación.
Aquí todo es alegre y sosegado. Pero enseguida la impresión se
ajusta: estas obras, de una fragilidad que podría desarticularse al menor
suspiro, han sido pensadas y exhibidas con la firmeza de objetos soldados con
Poxipol. Porque Aisenberg siempre da más: cuando todo parece de fácil
digestión, agrega un giro conceptual y el espectador hace ¡plop!,
como Condorito. No sólo es capaz de revisar varios de los problemas que
han surgido en la encrucijada del arte contemporáneo; también
intenta resolverlos: no con grandes gestos ni manifiestos sino a su manera,
que es discreta y llena de gracia.
Aisenberg pinta jarrones, figurada y literalmente: un pingüino pintado
es una jarra para vino pintada y, a la vez, una tela sobre la que se ha pintado
ese mismo pingüino pintado. Y en una actitud magritteana, a lo Esto no
es una pipa, Aisenberg se interroga sobre la distancia entre la cosa y su representación
y de paso problematiza la interrogación con una vuelta de tuerca: pintar
también sobre la cosa. Pinta las sombras de las ramas sobre un lienzo,
recubre el cuadro con vidrio líquido lo que le da un toque similar
al de la loza y luego lo coloca sobre un sillón (y se pregunta
sobre lo decorativo). Pinta un almohadón amarillo con trazos negros y
pone encima un elefantito de cerámica amarilla en el que los trazos se
continúan, lo que nos lleva a pensar que Aisenberg empieza pintando un
objeto y sigue luego sobre otro, como si la obra no se acabara en el marco (y
entonces se pregunta sobre los límites de la pintura). Pinta una tetera
y la posa sobre un estante, cara a cara con un cuadro de una tetera (y se pregunta
qué es lo que hace que una superficie determinada sea portadora de arte).
Y lo que exhibe son más las preguntas que las respuestas.
Floreros sobre floreros
Cuando la avalancha del arte decorativo de fin del siglo XIX los Nabis,
el Arts & Crafts y William Morris, el movimiento estético, el modernismo
intentó extender los límites de la pintura aboliendo las fronteras
entre las bellas artes y las artes aplicadas, lo que buscó con esas formas
curvilíneas, tan enamoradas de sí mismas, fue embellecer la superficie.
Todo se dio on the surface: las cerámicas, vajillas y empapelados finiseculares
se cubrieron de orquídeas, nenúfares, gardenias y magnolias. Owen
Jones, en su Gramática del Ornamento la obra más importante
sobre decoración de mediados de siglo XIX, dijo que una alfombra
que cubre el suelo debe ser tratada como una superficie plana. Si algunas
de estas ideas resuenan en las obras de Aisenberg es porque sus modelos provienen
de la naturaleza, y porque le interesa entender el mundo como un gran bastidor.
Más aún cuando aclara: Toda superficie es un posible soporte
portador de la naturaleza del arte.
Pero para encarar el pas-de-deux entre el arte contemporáneo y el diseño,
Aisenberg cala más hondo. La percepción de un objeto y nuestro
entendimiento de ese objeto no pueden separarse. Es imposible mirar un objeto
sin saber para qué sirve: la tetera, antes que nada, es una vasija para
servir té, y después una vasija pintada por una artista. Pero
cuando las líneas de un patito de porcelana se continúan en una
tela, Aisenberg está diciendo que es en la idea de Combo ahí
donde un objeto se tensiona con la sola presencia de otro objeto y donde las
personalidades de cada uno se tiñen donde aparece un nuevo orden
de conocimiento que no viene ni de la tela ni de la cerámica, sino que
surge, más bien, del encuentro de los elementos.
En la cima del frenesí del arte por el arte, Oscar Wilde escribió
que un cuadro es una cosa meramente decorativa y agregó que
todo arte es al mismo tiempo superficie y símbolo. Así,
los de Aisenberg son floreros sobre floreros, obras eruditas despojadas de inocencia
pero también, a la vez, alegremente naïves, porque aun cargadas
de intensidad no dejan de ser jarrones. Como chistes rotundamente serios
pero no por ello irónicos, y es mejor así: el arte contemporáneo
está que rebalsa de ironías, las obras de Aisenberg son
piezas filosóficas que revelan la confusión de valores del siglo.
Y lo que es genial es que, con toda su aparente despreocupación, nunca
dejan de interrogarse a sí mismas como un perro que se empecina en morderse
la cola.
Son obras, además, que no se dejan amedrentar. Porque no se puede combinar
un cuadro con un sillón... hasta que alguien lo hace. Pareciera entonces
que las obras de Aisenberg se interesan por lo decorativo sólo para quebrar
su propia lógica. Otra vez Matisse: Pienso que nada es más
difícil para un verdadero pintor que pintar una rosa, porque para pintarla
hay que olvidar primero todas las rosas pintadas. Aisenberg es consciente
de lo inevitable: habrá que aprender a ver de nuevo. El recuerdo de otros
jarrones nos impedirá ver el jarrón. Por un tiempo, al menos.
Se larga por la autopista buscando sus propios signos, despreocupada, mientras
ve pasar como ráfagas, clavadas a la vera del camino, las señales
de tránsito que todo lo reglamentan.
Combo, de Diana Aisenberg. Proyecto Sala 2 del Centro Cultural Borges, programa creado por Graciela Hasper. Hasta fines de enero.
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