Dom 09.10.2016
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LOS FERRANTE PAPERS

› Por Ana Fornaro

No se lo bancaron. No pudieron aguantar que Elena Ferrante, la italiana que en los últimos años se convirtió en una de las escritoras más celebradas por la crítica y el público, generando una fiebre mundial gracias a su deslumbrante tetralogía Dos amigas, eligiera el anonimato, la clandestinidad, el misterio, como lugar de enunciación. No se toleró que fuera a contracorriente de las estrategias editoriales de promoción, donde el autor bestseller tiene que recorrer ferias, sacarse foto, firmar libros, dar entrevistas y, si es posible, establecer correspondencias lineales entre vida y obra, alimentando el morbo. A su vez, desde la prensa italiana se instaló el rumor intermitente de que Ferrante, tan genial, tan abiertamente feminista, tan adictiva, tenía que ser, por supuesto, un hombre. Algunos críticos fueron aún más lejos: compararon varias escrituras con un algoritmo donde se estableció que la autora de la saga napolitana que lleva vendidos más de dos millones de ejemplares era en realidad Domenico Starnone. El escritor salió a desmentirlo varias veces. Y Ferrante, que se mete con los cuerpos y las subjetividad de las mujeres, que en sus novelas pone el foco, justamente, en las relaciones de poder y en los ambientes asfixiantes del patriarcado, tuvo que salir a decir en su momento: “¿Escucharon a alguien que dijera recientemente de un libro escrito por un hombre que en realidad es una mujer que lo escribió? Los hombres, por el extraordinario poder que tienen en la sociedad, pueden imitar al género femenino, infiltrándose en el proceso. Las mujeres no”.

Hasta hace una semana, lo único que creíamos saber de Ferrante es que era mujer y que había nacido en Nápoles en los años 40. El resto eran todos supuestos y pistas forzadas a partir de declaraciones evasivas y algunos ensayos sobre su obra (que ahora parecen menos autobiográficos) reunidos en el libro Frantumaglia. Pistas. El problema de las pistas y de creer que las pistas y la ficción tienen algo que ver. Que nos llevarán a algún lado. A la realidad, esa categoría que no tiene nada que ver con la verdad. ¿Por qué la decisión de una escritora de darse a conocer sólo a través de su obra generó tanta inquietud? ¿Por qué desde nuestra contemporaneidad incomodó tanto la vuelta momentánea y puntual a la teoría sesentista de la muerte del autor? Allí el autor no importa, lo que importa es el texto y la relación que se establece con los lectores. No hay nada que explicar por fuera de ese vínculo, de ese tejido de sentidos. Pero esta podría ser la época de los autores vivos (¿y los lectores muertos?) de los que están por encima de una obra, de quienes tienen que salir a acompañar a su libro como si se tratara de un hijo imbécil. Al menos eso exige parte del mercado editorial. A la mayoría de los lectores, aunque cayéramos en la tentación de leer Dos amigas como una obra autobiográfica, no nos importaba saber quién era Ferrante. Con sus novelas nos bastaba. No necesitábamos enterarnos mediante una investigación periodístico-financiera –como si la escritora fuera un narco o un político con empresas offshore– que es la esposa de Starnone (el algoritmo había pegado en el palo, o no, porque quizás él le haya escrito sus novelas, con las mujeres nunca se sabe). Que es traductora del alemán para la editorial independiente italiana donde publica, que no nació pobre como su protagonista ni creció en Nápoles (¡nos mintió!), que se hizo millonaria con su literatura. Y sí. ¿Qué esperaban? El diario italiano que filtró esta información al mundo lo hizo en consonancia con otros tres medios internacionales, una suerte de Ferrante Papers absurdos que ya despertaron una ola de indignación generando todo tipo de debates acerca del derecho a la privacidad. Gran parte de la literatura de Ferrante se ha centrado en la dificultad de las mujeres para elegir –decidir es poder– y los hechos recientes no sólo le han dado la razón de forma escandalosa sino que atentaron contra algo más aún importante. La autora había justificado en varias entrevistas –que contestaba por mail a través de sus editores– que el anonimato era justamente lo que le permitía escribir de esa forma. Que necesitaba no existir de forma pública para contar sus historias. De conocerse su identidad, dejaría de escribir. El periodista italiano Claudio Gatti, autor de la investigación más innecesaria de los últimos años, el diario Il Sole 24 Ore, el Frankfurter AllgemeineZeitung, The New York Review of Books y la web francesa de noticias Mediapart, que replicaron la información al unísono el domingo pasado, acaban de matar a una autora. Gatti se defendió en una entrevista por la BBC diciendo que “los lectores tienen derecho a saber quién es la escritora que consumen”. Los lectores, Gatti, no tenemos derecho a nada. El contrato de lectura es un acuerdo íntimo y afectivo, no legal. No nos interesa Anita Raja ni la cantidad de cuartos de su nuevo departamento de Roma. Lo único que nos importa es que, una vez más, profanaron el único cuarto sagrado: el propio.

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