ARTE > KAZIMIR MALéVICH
Con más de cincuenta obras de la colección del Museo Estatal de San Petersburgo, Proa presenta una retrospectiva de Kazimir Malévich, uno de los artistas más complejos del siglo XX. La muestra da cuenta de los cambios pictóricos de Malevich, que no suscribía a ninguna corriente estética, aunque quizá su período suprematista sea el más famoso y el que produjo su obra célebre, Cuadrado negro. Encarcelado por Stalin, sus escritos y ensayos sobre pintura son extensos, lúcidos y febriles, a veces contradictorios: reflejan su búsqueda y su idea de que la sensibilidad debía tener la supremacía en las artes figurativas.
› Por Verónica Gómez
Kazimir Malévich-Retrospectiva, vigente en Fundación Proa y compuesta por algo más de medio centenar de obras pertenecientes a la colección del Museo Estatal de San Petersburgo, sin ser una exposición exhaustiva, tiene la virtud de constituir un repaso metódico y atinado de cada una de las etapas de la trayectoria del artista, acercándonos unos pocos ejemplares de cada período que tienen la virtud de refulgir como perlas extraídas a un collar que se presiente infinito. Si la didáctica clasificatoria no obnubila, es posible, al concluir la visita, arribar a la intuición de haber sido testigos de apenas una punta de iceberg de la obra de uno de los artistas más complejos del siglo XX. La exposición, con curaduría de Evguenia Petrova, logra ampliarse a través de los varios proyectos de extensión educativos que puso en marcha la Fundación, desde cursos online y desfiles, hasta clases magistrales y la presentación del catálogo más completo que se haya publicado en español sobre la obra y pensamiento del artista ruso.
Impresionismo, simbolismo, alogismo, cubofuturismo, neoprimitivismo. Es difícil encontrar algún movimiento artístico de finales del SXIX y principios del XX a cuyos encantos Kasimir Malévich (Kiev, 1878- Leningrado, 1935) no haya sucumbido. Sin embargo, las vicisitudes de sus cambios pictóricos no parecen obedecer al vaivén de la moda, por el contrario, como suele suceder a la embestida vanguardista, los cambios son consecuencia de la búsqueda fervorosa de instaurar un nuevo sistema para el arte, una cosmovisión capaz de echar por tierra las viejas concepciones para erigirse en Verdad y Futuro de la nueva sociedad. Este nuevo sistema debe ser superador, universal y, necesariamente, radical.
La exhibición, ordenada cronológicamente, comienza en una sala que reúne tres obras simbolistas, bocetos para pintura al fresco, de 1907, teñidas de luz amarillo oro que se encarniza en detalles verde flúo –dándole un aspecto inusitadamente alienígena a la corriente simbolista–, dos paisajes impresionistas y un ejemplar cubista delicioso, Vaca y violín, de 1913, donde apreciamos lo poco ortodoxo que podía ser Malévich al abrazar una corriente estética: la vaca, como extraída de un libro de cuentos para niños o un pesebre, flota en el centro del cuadro, indiferente a los motivos clásicos cubistas del violín y el consabido desmantelamiento en planos yuxtapuestos del punto de vista único.
La siguiente sala reúne los grandes éxitos: los trabajos suprematistas. El cuadrado, la cruz, el círculo negro y el cuadrado rojo. También allí, tímidamente, se nos anuncia la voracidad suprematista, la idea de un arte total, capaz de inmiscuirse en la vida cotidiana: la tetera de porcelana concebida cual edificio monumental, una taza con decoración abstracta y los “arquitectones”, proyectos de edificios utópicos que habitarían no ya la Tierra, sino la galaxia y, en palabras de Malévich, “no tenían programa alguno. Serían conquistados por una civilización futura que se los mereciese”.
Continúa la muestra con la vuelta de Malévich a la figuración, su “segundo ciclo campesino”. Estamos a fines de 1920 y comienzos de 1930. Malévich pinta retratos de campesinos utilizando la figura prototípica de “todo hombre” (vsecheloveki) y “del hombre del futuro” (budetlane). Pero los prototipos se ablandan a medida que el artista incorpora elementos del ambiente. Una geometría que deshace su rigidez en detalles de corte naive (unas flores esbozadas con ternura en el alféizar de la ventana, un perro rojo medio descuajeringado, una gallina adustamente infantil). La ropa de los trabajadores va desde la descripción sintética a la armadura soleada; portando sus herramientas de trabajo, los campesinos posan cual marionetas de un teatro popular. A veces el rostro vacío, la supresión de rasgos, indica la posibilidad universal del personaje. Ya en 1913, en el diseño de vestuario realizado para la ópera Victoria sobre el sol, Malévich había concebido la figura humana como una especie de robot colorido en piel rústica de arpillera. El broche de oro de la muestra en Proa es la exhibición de una quincena de aquellos trajes reconstruidos que anticiparían los vestuarios orquestados por Oskar Schlemmer en 1922 para su Ballet Triádico.
Malévich hablará entonces de “Supernaturalismo”, ya no intentará sustraerse del contexto objetivo, pero subrayará la voluntad suprematista que alienta a sus criaturas; el nuevo realismo pintoresco. En esta última fase de su pintura, en una mezcla absolutamente fascinante de estilo suprematista con detalles folk y técnica pictórica fauvista, Malévich se reencontraría, sin abandonar su empeño por instalar un arte nuevo, con algunos de aquellos recursos pictóricos denostados antaño. No debió resultar menor en este retorno a la figuración el encarcelamiento que sufrió el artista, la proscripción de sus obras y la persecución de los artistas “burgueses” y “subjetivistas” en la Rusia de Stalin, quien en 1932 promulgaría el decreto de reconstrucción de las organizaciones literarias y artísticas convirtiendo el estilo del realismo socialista en política oficial del Estado.
Kazimir Malévich es apenas un adolescente cuando el psicólogo experimental y antropólogo romano Giuseppe Sergi publica, en 1894, El dolor y el placer, historia natural de los sentimientos. Intentaba Sergi ofrecer una teoría completa de las emociones, tanto las llamadas naturales, surgidas en las ocasiones de la vida diaria, como aquellas provocadas artificialmente: los sentimientos estéticos. Sin conocerse, y desde campos disímiles del saber, tanto Sergi como Malévich se preocuparían por la definición y alcance de ese espectro multiforme y multitonal que damos en llamar “sensaciones” y su relación con la realidad, el primero en tanto su origen fisiológico, como función principal de la sensibilidad y su entramado nervioso, y el segundo, por su protagonismo en la gestación y resolución filosófico-formal de una obra de arte.
“Por suprematismo entiendo la supremacía de la sensibilidad pura en las artes figurativas. Los fenómenos de la naturaleza objetiva en sí misma, desde el punto de vista de los suprematistas carecen de significado; en realidad, la sensibilidad como tal es totalmente independiente del ambiente en que surgió”, escribía Kazimir Malévich en un ensayo de 1926, a más de diez años del lanzamiento del Primer Manifiesto Suprematista. De haberse conocido, posiblemente Sergi y Malévich hubieran tenido algún que otro desacuerdo con respecto al funcionamiento de la sensibilidad. Sergi señala una estrategia del artista –algo que a Malévich no se le escapa, pero hace recaer una condena moral sobre la misma– que se pone en práctica en la aparente relación de obediencia entre las formas representativas de la pintura –aquellas que Malévich se empeña en juzgar caducas para anunciar la irrupción de un arte nuevo y liberado– y la llamada realidad objetiva. Ese proceso es el del disfraz y el enmascaramiento, lo que el psicólogo romano nombrará como construcción de la ficción artística. Para Sergi entonces, la representación naturalista se diferencia sustancialmente de aquello a lo que se refiere en su forma más evidente: “Ni el mármol ni la pintura son formas reales, sino artificiales, concebidas de tal suerte que llegan a la misma impresión de verdad que las formas reales, y son capaces de suscitar un sentimiento de admiración estética muy puro.”
Si es cierto que la importancia del suprematismo en su versión más extrema, el tan mentado Cuadrado negro, radica en cierta emoción intelectual, en su contextualización histórica y en la ruptura que tamaña empresa vanguardista implica en el relato de la historia del arte, igual de cierta es la impresión de que todo esto podría suscitar una emoción de temple frío o, incluso, un ánimo recolector de hits: quién hizo primero qué, y quién es el padre de tal o cual tendencia. ¿Podríamos acaso sembrar la sospecha de una visión inversa? ¿Podría significar el cuadrado negro, más que una liberación, un callejón sin salida? ¿Convertirse en la expresión, por restrictiva, más pobre de la sensibilidad pura? ¿No es acaso un contrasentido exigirle “pureza” a la sensibilidad? Recordemos aquí que el propio Malévich se desembarazaría de esta destilación extrema en el mismo período suprematista, otorgando dinamismo al plano al multiplicar las figuras geométricas y variar sus posiciones, recurriendo a las vibraciones cromáticas, recuperando la temperatura del tono, las relaciones de profundidad, el peso y la complejidad compositiva, en resumen, los fundamentos visuales básicos de la pintura que, en su versatilidad, hacen eco en el nervio óptico y anímico del espectador.
El propio Malévich, en sus profusos escritos, repone poéticamente aquella “realidad” de la que ha prescindido: “Sentí solamente la noche y en ella contemplé lo nuevo, ese algo nuevo que llamé suprematismo”. El cuadrado negro se transforma entonces en la contemplación de una noche desprovista de estrellas, se transforma en ventana, en paisaje. Y a través de la alusión a la noche abismal accedemos a la intuición de lo absoluto. Cuando en 1915 pinta el cuadrado rojo (estirado en uno de sus ángulos, tendiendo muy levemente a la forma romboidal) lo titula Cuadrado rojo, realismo pictórico de una campesina en dos dimensiones, trayendo a colación, a través de la geometría y la voluntad enfática del color rojo, la falda de una campesina, y enseguida se produce la evocación completa de un personaje y la singularidad del paisaje de pertenencia.
Uno de los abordajes dominantes de la obra de Malévich es que el artista abandona la “imitación literal” de la realidad, en una suerte de condición evolutiva de su quehacer, para “pintar sus cuadros de manera más concreta y profunda”. Relacionar la profundidad con el despojamiento o la renuncia puede ser un lugar común. La literalidad en pintura no deja de ser uno de sus más exquisitos elixires. La literalidad no está necesariamente relacionada con el género figurativo; podemos ser literales con respecto a una idea, un programa, una tendencia imperante.
Si la contradicción es deseable en términos de fricción eléctrica, allí está Malévich como luminaria indiscutible del siglo XX. Kazimir Malévich, el artista en sintonía con la primera época de la Revolución Rusa, el mismo que escribió el 15 de febrero de 1921 y de un tirón La pereza como bien inalienable del hombre donde desafiaba el costumbrismo ideológico del socialismo reivindicando la pereza, ya no como “madre de todos los vicios”, sino como el origen del trabajo, esa ocupación “maldita” que tiene por fin último restaurar el “paraíso de la pereza”, hermanando así las ansias del socialismo y del capitalismo. “Yo llevo el nombre de pereza a la plaza pública, a esa misma plaza donde es denostada”, decía en ese texto que fuera una de las tantas lecciones dadas a sus alumnos siendo jefe de UNOVIS (Afirmación de las nuevas formas del arte), grupo formado sobre la base de la escuela de Vitebsk (hoy Bielorrusia) a finales de 1919.
El mismo que propuso “la sensibilidad como tal es totalmente independiente del ambiente en que surgió” y no hizo otra cosa que nutrirse ávidamente de su contexto como materia convulsa de su obra. Nada más encantador en un artista; aquella capacidad de trabajar febrilmente entre la Utopía y los tropiezos de la Historia.
Kazimir Malévich. Retrospectiva se puede visitar hasta noviembre en Fundación PROA, Av. Pedro de Mendoza 1929, La Boca.
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