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Domingo, 18 de enero de 2004

El oído absoluto

Ex abogada de presos políticos, colaboradora estrella de clásicos de la prensa progre como Marcha, Crisis o Brecha, la uruguaya María Esther Gilio dedicó buena parte de su larga carrera periodística a una pasión eminentemente socrática: la pasión de hacer hablar a los otros. Sus diálogos con Juan Carlos Onetti y Aníbal Troilo –que sucumbieron a su escucha más de una vez– son los ejemplos más memorables del rigor, la curiosidad y el delicado encarnizamiento con que Gilio suele practicar su arte, pero no son los únicos. Gran parte de sus entrevistas accedieron a la recopilación y al libro: La guerrilla tupamara, Personas y personajes, Aníbal Troilo, Pichuco. Conversaciones, Construcción de la noche... Ahora, aprovechando la aparición de su última antología, Y sin embargo te quiero..., que reúne un jugoso elenco de conversaciones con protagonistas del tango, Gilio charló con Radar sobre los ardides del preguntar y contó cómo a su edad –secreto de Estado– sigue metiéndose en las villas miseria a preguntarle a la gente cómo ve al Frente Amplio.

 Por María Moreno

“Me casé con mi grabador”, decía Andy Warhol para definir el vínculo más carnal que tenía. Pero María Esther Gilio dice que en su caso no es para tanto, y que hasta perder el grabador con el casete adentro la hace recrear mejor los climas y los tonos de las confidencias que le hacen desde hace más de treinta años un puñado de celebridades y de anónimos, sin tener que sufrir el peso antiliterario de la información. Y sin embargo te quiero..., el libro que Gilio acaba de editar con Desde la gente, es un conjunto de entrevistas a protagonistas del tango. Uno de esos típicos autorreciclajes de los periodistas que caminan por la cornisa de la ficción.
“El tango a mí no me gustaba. Recuerdo el día en que mi amigo el Cholo me convenció de que si era socialista tenía que bailarlo, porque ‘el tango es lo que baila el pueblo’. Lo dejé tomar mi mano derecha y empezamos a dar vueltas. Era un tango donde había madres, puñaladas y cafiolos. Pasó mi abuelo, mordisqueando su pipa apagada, y dijo:
–Ma che tango schifoso.
–Es lo que baila el pueblo -dije yo.
–En Italia, la música que baila el pueblo habla de amor y de flores -dijo mi abuelo sin sacarse la pipa de la boca.”
Podría ser el comienzo de una autobiografía con tentaciones populares, pero es el prólogo del libro que –pretende ella– exigió mucha información previa.
–Number one: preparo mucho las entrevistas. Mucha gente me dice asombrada: pero ¿cómo sabías? Yo no sé. Investigo. Siempre digo que el periodismo tiene la superficie del océano y la profundidad del charco. Entonces, si voy a entrevistar a alguien que escribió sobre la división de la célula, trato de saber todo sobre eso. Number two: yo no desgrabo.
Agarro el grabador y escribo a medida que escucho. Cuando terminé de desgrabar terminé de escribir.

“¿Quién es el que habló ahora? Yo no conozco a nadie.
–Héctor Stampone.
¿El compositor?
–Sí.
Disculpe, ¿y usted?
–¿Quién yo?
Maffia.
–¿Mafia?
Me reí.
–¿De qué se ríe?
Pensaba en “A Pedro Mafia” tocado por Troilo y Grela.
–Sí, el mismo.
Usted me está tomando el pelo
–¡Me ve cara de tomarle el pelo?”

Que no me cargue esta rubia diciéndome que este diálogo lo sacó del método que describe. Y encima en la entrevista que le hace a Nelson Bayardo en Y sin embargo te quiero... hay que bancarse comprobar que Gardel nació en Tacuarembó, hijo de un milico y una menor, y que fue adoptado por Barthe Gardés a cambio de tres mil pesos. Charles Romuald Gardés era el hermanastro, hijo del mismo milico. Y llore, y llore, y llore París llore... Y Buenos Aires también.
Al final del reportaje a Virulazo, cuando
vos le pedís que baile, él te dice: “Pero
¿usted sabe lo que está diciendo? Yo
quiero como cualquiera divertirme un
rato. ¿Y sabe en qué se transforma la
diversión? En laburo. Imagínese que
usted está charlando en una reunión y
le dicen: ‘Anote todo lo que vamos
publicar’ ¿Eh? ¿Qué me dice? Se quedó
fría. Así me quedo yo”. Ese final debe
haber aparecido en medio
de la entrevista.
–Muy suspicaz de tu parte. Yo siempre sé cuándo me enfrento al final. Y muy a menudo lo pongo aparte y lo dejo ahí. Porque en el final real la entrevista va decayendo. El final verdadero no sirve, como no sirve como final en una compañía de revistas que alguien cante bajito y toque la guitarra. No: toda la compañía en escena. Y el final de una entrevista debe ser de toda la compañía en escena.
Pero hay algunos entrevistados que no te
dan un final ni que los mates.
–¡Ay, sí! Hay gente que describe a la madre diciendo: “Era una buena vieja... era una vieja muy cariñosa”. Punto. Gente que no tiene anécdotas ni de tristeza ni de alegría de la relación con su madre, porque sus situaciones internas ya han sido rotuladas. Entonces tenés que ir despojando para que te queden unos núcleos que sirvan. A veces, en medio de un enorme follaje de ramas secas, encontrás una frutita y la dejás sola para que resalte. Si alguien está diciendo bla bla bla bla y le escuchás: “Y hay veces en que siento envidia”. Eso es lindo: “Siento envidia”. Y tú pones: “Habló largamente, quedó en silencio y de pronto dijo: ‘Hay veces en que siento envidia’”. Se valoriza, ¿no?
Investigás antes, y te creo, pero al mismo
tiempo siempre lográs el efecto de una
conversación casual.
–Es una técnica que tengo en la vida. No uso el archivo, pero lo tengo. Si le hablo a una persona que viene a hacer la limpieza a mi casa, trato de organizar la conversación de tal manera que se vaya dando cuenta de la corrección que yo le quiero hacer de alguna conducta suya. Porque yo entro bastante en relación con las empleadas. De pronto la empleada viene y dice que el hijo poco menos que le pegó, entonces yo armo el diálogo de tal manera que se dé cuenta de que ella no puede permitir que su hijo le pegue.
¿Cómo lo hacés?
–Te voy a poner otro ejemplo. Darío, mi ex marido, tiene una empleada a la que le pasó una cosa tremenda. Un día él me llama por teléfono y me dice: “Tú sabes que el hijo de Cristina hace muchos días que no la llama y no saben dónde está”. Era un hijo muy cariñoso, llamaba a la madre todos los días. Tenía a su mujer que estaba a punto de dar a luz y hacía diez días que no la llamaba. Yo ya sabía por algunos cuentos que era muy temperamental. Después me entero de que se había peleado con la mujer, se había ido a un bosque y se había pegado un tiro. Yo tuve un día desesperante. Llamo a mi marido no sé por qué y él me dice: “Acá está Cristina”. Entonces pienso rápidamente: “¿Qué le digo a alguien que perdió a su hijo hace una semana?”. Y le digo: “Cristina, ¿sabe qué me pasó anoche? Soñé que veía a su hijo y que me decía: ‘Dígale a mi madre que estoy bien, que no se preocupe’”. Y Cristina me preguntó: “¿Le dijo eso en un sueño?” –es una mujer simple–. “¿Y usted lo conocía?” “No, Cristina, yo no lo conocía”. “¿Y cómo lo vio?” Y yo, pensando en ella, que era muy morocha, le dije: “Lo vi de pelo negro, de lindos ojos, muy vivos” –mi hija me había dicho que era muy buen mozo–. “Así era él”, me dijo. “¿Así que le dijo eso? Ay”. Mi hija me dijo después: “Ay, mamá, cómo te gusta mentir”.
Yo creo que más bien fue una intervención.
–Fue buscar un consuelo donde podía estar. ¿Qué le iba a decir? “Cristina, hasta el día que se muera ese hijo va a estar presente en su vida. Y lo va a sufrir.” Eso era “decir la verdad”. Y Darío después me dijo: “¿Qué le dijiste a Cristina que quedó como serena?”.
Entonces María Esther Gilio se larga a llorar. No saca pañuelo, se seca los ojos con la mano y yergue la cabeza.
–¿Qué pensabas preguntarme?

Historias con chorros El cronista es debilucho ante el mito del pueblo, y si se jacta de abrir a un hombre pobre como una flor en un poema deCummings, se siente más contento que sentado a la mesa de la reina Sofía. María Esther dice que puede entrar en un cantegril sola y despertar confianza aunque no la despierte en el futuro del país.
–Ahora estuve en uno de Montevideo para preguntar qué esperaban del Frente. Por empezar me encontré un montón de gente que no tenía ni credencial [documento]. Que me decía: “Pero para qué sirve la credencial, ni para encender la garrafa, sirve”. No creen en el Frente ni en nada. A veinticuatro entrevisté. Y sólo había dos que tenían cierta ilusión. Los demás, nada. Yo había ido con una amiga que se había quedado con el auto a dos cuadras, diciendo: “Yo ahí no entro ni que me paguen”. Entré sola. Era domingo, a las cinco de la tarde, y la gente estaba en la puerta de las casuchas, en medio de un olor horrible, porque no hay saneamiento ni pozos negros ni plata para hacerlos, entonces todos los desperdicios van por una especie de canaleta que pasa a un metro de las casas.
¿Cómo hacés el abordaje?
–Entro y digo estamos haciendo preguntas de cómo ven al Frente. “Bah, son todos iguales”, contestó la mayoría. Me encontré a una chica que venía caminando. Le pregunté. Me miró, me contorneó así y siguió. Le pregunté a otra que estaba por ahí mirando: “Che, ¿qué pasa? ¿Es sordomuda?” “No, es que no le gusta hablar, es una chica muy triste.” Todo así. Cuando terminé fui a buscar a mi amiga. Subo al auto y le digo: “¿Vos podés creer que no sé cómo se llama este asentamiento? Vamos a acercarnos de nuevo para preguntar”. Vemos venir a dos mormones –se los reconoce perfectamente– en un día de calor, con camisa y corbata y biblias en la mano. Como pasan de su lado, mi amiga les pregunta y tampoco saben. De mi lado, pasa un muchachito de 23 o 24 años que era evidentemente del cantegril. Entonces lo llamo, ya que la otra estaba con los mormones. Bajo la ventanilla y aprovecho para hacer una última entrevista: “Vení, contame un poco cómo ves el Frente”. “¿Cómo? ¿Gratis?” “Qué querés.” “Veinte pesos.” “Pero no puedo estar pagando a cada uno veinte pesos, porque entonces no puedo hacer la nota.” “Bueno, para tomar un vinito.” “Ta bien, contestame.” Contestó. “Bueno, te voy a dar los veinte pesos.” (Veinte pesos es muy poco: dos pesos argentinos.) Había contestado pavadas, pero insistía: “Esta tarde me tomo un vinito”. Seguía con su deseo. Entonces saco la cartera que tenía abajo. La abro. Tengo en la billetera dos billetes de cincuenta y dos de cien. Darle cincuenta era mucho. Busco y rebusco en la billetera. Y de pronto el tipo mete la mano y se la agarra. Se va rápido y de lejos me saluda con la mano. Y yo termino la nota diciendo que hizo lo que tenía que hacer. Se fue sin culpa, como yo también me hubiera ido sin culpa. Me gustó ese final. Porque la gente se pone enseguida en el lugar moral de la clase a la que pertenece. ¿Querés otro cuento de robo?
Dale.
–Fue en Montevideo. En Tres Cruces. El ladrón que me robó la cartera me dejó todo lo que necesitaba adentro: el documento argentino, el uruguayo, las llaves y el pasaje de vuelta. Un santo, el ladrón. Tiró la cartera al lado del ómnibus. Era mi cartera más grande, de pana, con la que yo viajo. Venía a pasar fin de año acá. Llegué a Buenos Aires sin un peso. Entré a una farmacia y pedí un teléfono. Me mandaron a un locutorio. Cuando llego al locutorio le digo a la chica: “Me robaron la cartera. Es un segundo. Tengo que llamar para que me esperen en la puerta de casa y me paguen el taxi”. Me dice: “Afuera tiene los teléfonos”. Yo estaba casi llorando. Ahí pensé: yo soy abogada, estoy acostumbrada a enfrentar situaciones de todo tipo. Y en este momento me siento totalmente golpeada no por la pérdida sino por la actitud de la gente. Porque ¿qué hace un pobre en este mundo? ¿Qué hace? Porque en ese momento yo fui un pobre por cinco minutos. Hasta que una chica me dio un peso. Entonces volví a entrar al locutorio. Hablé. No sé qué le dije a la chica que estaba en el mostrador pero me contestó: “Al fin y al cabo, su problema no es miproblema”. “Mi problema no es tu problema, pero la falta total de solidaridad es tuya. Porque tú sabes que yo no estoy mintiendo.”
¿Y si te roban el grabador?
–Me ha pasado. Luego de hacerle la tercera entrevista a Onetti, para lo que había ido especialmente a España, perdí el grabador y tres entrevistas grabadas. Tanto cuidaba esa bolsita con todo que la llevaba prácticamente encima. El avión bajó en Río y me puse a recorrer, siempre con la bolsita. Bajé en Montevideo, me fueron a buscar y me puse loca. Entonces se ve que puse la bolsita arriba de una silla y la perdí o me la robaron. A esa última entrevista la rehice y quedó lindísima, porque puse el foco en cosas que si hubiera tenido las cintas no lo hubiera puesto: el relato de la Nochebuena en la casa de Onetti, las mesas llenas de avellanas y pasas de uva y mis vueltas para que Onetti no se diera cuenta de que lo estaba grabando. Porque no quería que lo grabara. Hasta que en un momento me dijo: “¿Qué estás haciendo conmigo? Estás simulando que estás abriendo un paquete de cigarrillos y en realidad estás sacando una cinta porque me estás grabando, y hace rato que lo sé”. Imaginé que Onetti se levantaba y venía a comer con nosotros, pero después daba a entender que era un invento. Alguien me dijo: “Esa última entrevista es un cuento”.
Y es cierto: una especie de escena beckettiana en clave rioplatense donde la cama de un depresivo puede contener el mundo. María Esther Gilio entrevistó muchas veces a Onetti y también a Troilo, mostrando que la entrevista repetida instala una suerte de amistad provisoria donde los cambios de escenarios y de climas favorecen la huella literaria. El método de María Esther podría considerarse socrático: un punteo de preguntas como en sordina que someten al otro a la propia coherencia y que, si se trata de un enemigo, podrían hacer que éste se cave su propia tumba.
María Esther preguntó y preguntó en Personas y personajes (La Flor, 1974), Aníbal Toilo, Pichuco. Conversaciones (Perfil Libros, 1998) y Construcción de la noche (Planeta, 1993), hecho en colaboración con Carlos María Domínguez y con Onetti en el centro de la cama. Pero sobre todo es bicho de redacción: Brecha, Marcha, Crisis, Página/12 y –en general– en todas partes donde haya imprenta de un lado o del otro del Río de la Plata y un tono rojo atemperado, porque con los años dice que pasó del comunismo al socialismo y que hoy concede en hacer lo que se puede y no lo que se quiere.
Por qué los tupamaros son ñatos La Operación Pando implicaba seis objetivos: la comisaría, el Cuartel de Bomberos, la Central Telefónica y los bancos República, de Pan de Azúcar y de Pando, un pueblo bastante ambicioso con su título de ciudad. Pero los 49 tupamaros que intervinieron parecían tener la influencia estética del Instituto Di Tella de Buenos Aires. El “minuto” (argumento de lógica implacable con el que la tradición de la militancia ha hecho de la mentira explicativa, ante un representante del ejército o de la policía, un arte de la improvisación digno de Mosquito Sancineto) que tramaron para iniciar la operación fue la repatriación de un pariente que había muerto hacía años en Buenos Aires. Su amplia “familia”, que exigió el servicio de un furgón, cinco coches, seis choferes y un encargado de servicio, se disponía a enterrarlo en el cementerio de Soca.
–Yo tuve la suerte que otros periodistas no tuvieron: como era abogada de presos políticos, tuve acceso a muchos militantes y a la experiencia de tortura de los que cayeron. Porque yo solía sacar material de mis entrevistas como profesional. Hasta entonces siempre se había torturado a presos comunes, pero que se torturara a abogados, ingenieros, arquitectos de cierta notoriedad... Eso era la primera vez que salía a luz. En La guerrilla tupamara escribí sobre la toma de Pando. Trajes de viuda, smokings, coronas de flores, una sotana y una urna vacía formaron parte de la producción de un hecho que en las Actas Tupamaras está contado como si brotara de la pluma de Fontanarrosa. Porque el complejísimo despliegue de guerrilleros urbanos que se hacían señales en clave con pañuelos blancos se daba en el medio de un pueblo que lo que menos pensaba era en tenerles miedo, y trataba de acercárseles contra toda orden de ellos o de los otros, como si fueran las últimas estrellas de la farándula internacional (por algo en Alemania la compañía Citroën lanzaba un anuncio que decía: “Citroën, el auto que usan los Tupamaros”). Entonces pasaron cosas como de la Armada Brancaleone: cuatro compañeros se olvidaron los cargadores de las metralletas, así que el miedo que pretendieron meter en la comisaría podría haberles salido por la culata. Un auto “secuestrado” se disparó de pronto hacia Montevideo con las luces encendidas e imparable bocina. Un viejo se negó a entrar al Cuartel de Bomberos que estaba tomado y soltó una caja de la que salió una cotorra. En la comisaría un preso se guardó los alambres con que lo habían atado luego de una arenga y los exhibió durante años en su carnicería de Canelones. Un sargento de Bomberos al que apretaron mientras estaba meando se tomó su tiempo para terminar, sacudírsela y recién ahí, bostezando, levantó las manos. Pero La guerrilla tupamara de María Esther Gilio tiene un tono más misterioso y hasta de suspenso cinematográfico, sobre todo cuando describe a la militante que baja de un ómnibus con un pañuelo blanco en la cabeza, llevando en la cartera de todo menos rouge.
–Al libro lo empecé haciendo una pintura del Uruguay a través de entrevistas. A niños de colegio. A jóvenes de liceo que hacían huelga en el puente que va al Cerro. A jubilados. A empleados. Después conté la toma de Pando pero de manera muy novelada.
Vos participaste.
–Fui abogada de presos políticos, pero nunca estuve tan metida como para estar en Pando. Pero fui a interrogar a los de la funeraria. Estaban tan encantados de haber participado en esa especie de ópera que llegaron a creer que el entierro había sido de verdad. Mientras contaban cosas que no debían contar –en el caso de que tuvieran adelante a un representante de la ley–, describían: “Ellos venían llorando, pobres, con las flores”. “Bueno, pero no había ningún muerto”, les decía yo. “Ah, sí, es verdad. Bueno, estarían simulando.”
Habían entrado totalmente.
–Pero al mismo tiempo sabían que no era real. Era muy cómico. Conté la huida de Raúl Sendic en un auto de morondanga que para sacarlo hubo casi que levantarlo.
Conociste a Walsh.
–Él me premió el libro en 1970, cuando sacó el Premio de Casa de las Américas. Yo era entonces muy desordenada e ingenua. Recuerdo que él me dijo: “Tendrías que haber empezado con el secuestro de Dan Mitrione”. Y era así.

En la película Tupamaros de Heidi Specogna y Rainer Hoffman, las mellizas Lucía y María Elia Topolansky, militantes del MLN, se tientan mientras muestran las armas capturadas en el Tiro Suizo: eran armas de colección, que nunca sirvieron más que para poner de adorno sobre la chimenea y en ese momento parecían casi palos de piqueteros. “Eso sí, simbólicas son, porque nunca cayeron”, decía María Elia Topolansky, y seguía riéndose. Poco antes había explicado, manoseando la nariz de su hermana, cómo los tupamaros más conocidos se habían sometido a un cambio de aspecto, dejando sus narices en manos de compañeros médicos, la mayoría clínicos, infectólogos, nutricionistas. De todo menos cirujanos plásticos. Y eso explicaba las puntiagudas narices Topolansky y de Sendic, dándoles un aire de familia. –Tengo una entrevista a María Elia porque yo era abogada de su marido, Leonel Martínez Platero. Y en un momento ella se enamoró de otro y, sabiendo que yo era la abogada de su marido, me tocó timbre. Nadie se despertó: yo soy la única que tiene sueño liviano. Me levanté, bajé. Ella venía en bicicleta y me dio una carta para el marido donde le contaba lo que le estaba pasando. Entonces combiné con ella para hacer una entrevista en la casa de la madrina de mis hijos, que era una casa de ésas donde no había la menor posibilidad de que pasara nada. Esa entrevista no la publiqué porque no era interesante, aunque es interesante desde el punto de vista del feminismo. Me contó que varios tupamaros estaban reunidos en una chacra por los alrededores de Montevideo. Había menos mujeres que hombres, por supuesto. Y ella quería hablar y no había manera. No la dejaban. Entonces agarró un carbón y se pintó bigotes. Ahí se rieron y la dejaron hablar.
Y ahí encontraste la frutita.
Africa todavía Cómo no imaginarla persiguiendo a un guerrero masai con su grabador, viviendo en un rancho de tres paredes con los casetes ocultos bajo el mosquitero, colgado de una horqueta el traje de liencillo que la elegancia montevideana dicta para un verano a la orilla del río y el eco creciente de las llamadas de Carnaval, a tres metros de un cura misionero que le facilite el entre, porque después de todo la selva no es un cantegril. Metida en investigaciones menudas, fingiendo que detrás de la crónica chica no había motivos para la persecución política, María Esther Gilio no dejó de sufrir represalias, pero siempre las enfrentó con ese aire de asombro fingido de quien pretende ante un milico o un policía que jamás se desgajó de su clase social en la doble condición pecaminosa de socialista y periodista.
Nunca te pasaste del otro lado.
–¿De la ficción, decís? No. Pero estoy empezando a contar anécdotas de mi vida. Escribí en Página/12 de cuando la mujer de Costa Gavras llegó a Montevideo a buscar material para su marido –que entonces estaba planeando la película Estado de Sitio– y un amigo mío, del que después me enteré que estaba muy vinculado a los tupamaros y siempre tenía alguno escondido, no pudo recibirla en su casa. Entonces me preguntó a mí si yo podía recibirla. Michèle estuvo un mes y volvió a los ocho meses, y en ese segundo viaje la secuestraron. Y a partir de eso, no sé por qué, me dieron ganas de contar cosas. Me acuerdo que cuando vino la dictadura acá, en el ‘76, me vinieron a buscar a mi casa y a mí me dio miedo, a pesar de que aquí yo no hacía nada. Entonces mi famila se puso a jorobar y me fui a vivir a Brasil. En Brasil estuve dos años con mi hija menor, y en una de mis idas a Río para renovar el documento, me retuvieron.
El Plan Cóndor.
–Se ve. Me llevaron a una cárcel que creo estaba cerca del puerto. Había un escritorio con un gordo encantador y una celda. Desde la ventana veía pasar autos por una autopista. El gordo empezó tratándome muy secamente y con cara de malo. Y como me di cuenta de que estaba simulando, fingí desmoronarme. “Coitadinha, ¿vocé quer um pouco de água com azúcar?”, me dijo dulcemente. Durante la noche tuve un diálogo divino con una chica a la que habían llevado porque tenía seis cigarrillos de marihuana. Pero después llegó alguien de afuera. Yo le había pedido una almohada al gordo haciéndome la buenita. “Yo puedo dormir en el suelo, pero sin almohada es difícil. ¿No tendría una almohadita?” Y el gordo me trajo una. Entonces oí que la persona que había entrado le preguntaba al gordo quién le había dado la almohada a la presa. Y el gordo contestó con voz muy seria: “Ela é advogada”. “¿Y usted cómo sabe que es abogada?”, se ve que le preguntó el otro. “Porque ella lo dijo”, contestó el gordo. “Vaya y averigüe”, le habrán ordenado. Entonces vino el gordo, que a lo sumo sería cabo depolicía, y empezó a hacerme preguntas de derecho. Por ejemplo, ¿qué dice el artículo 325? Primero, los artículos no tienen el mismo número en el Código Penal brasileño que en el uruguayo. Segundo, nunca supe los artículos por los números. Así que los dos hicimos todo un teatro bárbaro. Entonces el gordo va a informar: “Ela é advogada mesmo”. En otra ocasión me encapucharon para llevarme a un lugar en la afueras de Río. Allí no me torturaron físicamente: me hicieron desnudar, me pusieron un mameluco y me tuvieron cerca de cuarenta horas interrogándome. Eso también lo he escrito.
¿Cómo se llama ese libro?
–No tiene nombre. ¿Se te ocurre alguno?
Al cabo de dos horas de grabación, María Esther Gilio ha dicho lo que quería decir, menos por control de su personaje que por desplegar el ramillete anecdótico de las seductoras profesionales que eligen el bajo perfil y, a la manera de Macedonio Fernández, pretenden que el interesante es el otro. Pero de pronto, coqueta, amenazó con una confidencia.
–Aunque como entrevistadora sepa del entrevistado las cosas más secretas –las que lo pintan mejor, pero que él no dice porque no quiere o porque piensa que decirlas es mostrar algo que no debe mostrarse: las mejores cosas son las que están escondidas–, yo no las escribo. Y ese deseo que tiene el entrevistado de no exponerse lo siento yo también cuando, como ahora, paso de entrevistadora a entrevistada. Entonces después me digo: “Por favor, ojalá que no haya dicho disparates”. Por ejemplo, te digo una y no la vayas a poner. Si me preguntás cómo me gustan los hombres, te digo que me gustan más jóvenes que yo. Pero prefiero no decirlo.
Pero yo lo voy a poner. No me pidas que
no ponga las cosas que vos pondrías. Sé
generosa. ¿Vos aceptás cuando te piden
que no pongas algo?
–En general, sí. O insisto, como me insististe vos. Vos me convenciste. Ahora, si voy a entrevistar a Menem, que se cuide. Me gustan los hombres que no son de mi edad, porque si son de mi edad son muy viejos. Primero: estuve casada muchos años. Cuando me divorcié –no te voy a decir cuándo porque me sacás la edad–, lo hice por razones políticas. Mi marido había sido comunista y los que fueron comunistas, cuando salen del comunismo, se van para otro lado. Entonces empezamos a discutir y a discutir, porque yo adhería a una izquierda más radical. (Ahora estoy más tranquila.) Una de mis historias fue con un tipo tanto más joven que yo, que yo misma le decía: “Vos tenés que buscarte una mujer, casarte y tener hijos”. Y hoy nos queremos muchísimo y somos muy amigos. Si salís con un tipo que es menor tiene que adorarte; si no, no sirve. A los tipos que me pueden gustar a mí les gustan las mujeres de cuarenta o de treinta.
O de veinte.
–A lo mejor. Y los tipos que todavía no son eternos de viejos y que a mí me podrían corresponder y están con polenta para hacer cosas, ésos también buscan a las de treinta o cuarenta. Los amigos de mi edad me dicen una cosa que es bastante atendible: que no pueden hacer el amor sino con mujeres muy jóvenes. No pueden, físicamente. Entonces, pobres, hay que dejarlos.
Nunca lo había pensado desde ese punto
de vista.
–Al amor renuncié. De a poco. A raíz de algo que empezó a ser y quedó ahí. Debo haber tenido inseguridades. Pero no lo extraño, porque tengo llena la vida con mis nietos, el trabajo y los proyectos.
Y entonces hace la abuelita y se describe en una terraza llena de plantas y enumera edades y nombres de sus cuatro nietos nacidos de Isabel y Carmiña Queigeiro, sus hijas.
–La nena es terrible. Un día me dice: “Abuela, ¿por qué te agarraste del auto cuando bajaste?” “Bueno, Julia, yo soy viejita y no tengo tanta fuerza en las piernas”. “No te agarres más.” El varón, en cambio, meavisa: “Abuela, tenés un granito acá. Pero mirá que es un granito lindo”. ¡Pero ella! El otro día le decía a una chica más grande: “Mi abuela es famosa”. “¿Y famosa por qué?”, le preguntó la otra. “Ah, no sé”, dijo misteriosa.
¿Qué te queda en el tintero, o en el
grabador?
–Africa negra. Monseñor Puigjané me contó de un cura que está ahí perdido en un pueblito. Nunca dejo de decirme: “Qué lástima que no fui antropóloga”. Pero cuando era chica no se usaba. Quiero ir a Africa, pero mi familia me sigue jorobando. Porque yo tuve un episodio de asma muy grave en San Pablo. Era una noche de Navidad. Habíamos estado cenando, mirando televisión y comiendo chocolates. Y entonces me vino el ataque. Después seguro que se me fue la mano con el ventolín. Porque no recuerdo casi nada. Me llevaron corriendo en un auto que no respetaba las luces rojas. Me internaron en el Einstein, un hospital judío de primerísima línea. Ahí no más, en la puerta, empezaron a reanimarme. Una médica japonesa le dijo a la amiga que me acompañaba: “Si demoraban cinco minutos más, se moría”. Pero nunca más me pasó, y nunca me había pasado. Entonces: Africa. Además si me vuelve a pasar, no es una manera tan mala de morirse, ¿no es cierto?

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