Domingo, 30 de octubre de 2016 | Hoy
Por Jorge Dorio
¿Cuánto daño puede hacer un hombre con tanto dinero como pocas luces, si por esos azares de la política consigue acceder a la Presidencia de la Nación?
De un tiempo a esta parte, un número creciente de porteños ha sido presa de esa inquietud, obedeciendo –una vez más– a un fogoneo mediático de relevantes peoncitos comunicacionales; los miembros de esa troupe convencida de que independiente y neoliberal son, inequívocamente, sinónimos. La maniobra no es ni siquiera novedosa: para ser un operador reaccionario eficaz hace falta lucir un barniz de cierta progresía humanista. Eso sí: sin excederse. Los pensadores que han accedido a cierta notoriedad poniendo a prueba la edad intelectual de sus seguidores con desafíos del estilo de pulsar un interruptor lumínico (y, sí: la clave de la democracia es poder elegir) no se privarán de recurrir para un remate a la peliaguda opción entre libertad y libertinaje.
Pero volvamos al tema de ese falto adinerado, el gil inocuo que, de pronto, accede a la primera magistratura.
La cuestión ganó rápidamente difusores en la ciudad mutante. El grupo no es masivo, pero parece ir creciendo. Reconozcamos que, al fin y al cabo, se trata de gente como uno. O casi. Que comparten con otros porteños urgencias semejantes y crecientes ansiedades. Pero callan.
Bien: en los arrabales de ese club anda rondando el doctor Diez.
Va de suyo que Diez no es su verdadero apellido, pero al menos supera en calidez al sinónimo latino.
Es muy posible que el doctor Diez no sea doctor. Pero hay que decir que el hombre no sólo es abogado. También ejerce.
Diez y yo nos conocimos hace una punta de años en la promiscuidad de mesas que sabía ofrecer el bar La Paz, cuyo cadáver continúa aún en Corrientes y Montevideo.
Tal vez sirva contar otros datos: Diez votó a Raúl Alfonsín y luego a Carlos Menem y más tarde a Fernando De la Rúa.
En la ciudad lo votó a Ibarra y desde hace varios años viene siéndole fiel a Mauricio Macri aunque no deja de definirse como un radical del siglo XXI. Nunca me he creído con derecho a juzgarlo por ese itinerario. Al fin y al cabo, en cada ocasión hubo millones de compatriotas que eligieron como él.
Diez “se siente” un lector avezado y funge como tal dentro del country tribunalicio, acotado por las manzanas que rodean al Palacio de Justicia. En ese sentido– o territorio– no le va mal. Vuelta a vuelta se mete en una librería y recorre lomos mientras posterga unos minutos el consumo de un cigarrillo.
El escenario que nos juntó, justamente, fue un local que da a la calle Rodríguez Peña donde se venden libros y discos. Sus estanterías y góndolas me han deparado más de una alegría inesperada en los–muchos– últimos años de vagabundeo acechante de lecturas.
Sin ir más lejos, esa mañana acababa de reencontrarme con una deliciosa novela de Anthony Burgess (Tremor of intent, traducida y publicada por Sudamericana como Trémula intención, tapas ajadas, cuarenta pesos) cuando, inerme hasta la desnudez, fui presa del saludo de Diez y su inmediato chaparrón de tribulaciones sobre los riesgos de sufrir la maldición de un infeliz ungido en la cumbre de la República.
En ocasiones como esta, embalado por un par de editoriales matutinos coincidentes, Diez adopta las maneras de otros mutantes y se atreve a recreaciones propias:
“…ya que el tipo no sabe vivir de otra manera. Rodeado de adulones, caprichoso, siempre con un minón al lado, farandulero, capaz de decir las barbaridades más crueles sin que se le mueva un pelo, homofóbico, racista…”
El Burgess ya era mío y eso me volvía más tolerante.
Diez seguía: “… y de pronto al chabón se le ocurre ser Presidente, me entendés?”.
Desde hacía unos pocos segundos, afirmándome en el silencio, yo me había concentrado en mirar los ojos de Diez, con esa ligera exoftalmia que producen algunas convicciones.
En Barracas, el barrio donde nací, una actitud semejante sólo podría haber sido leída como una provocación abierta. En el centro, y con Diez en frente de mí, debe haber funcionado para él como un desconcierto fugaz. O como el esfuerzo de un turista japonés –o uzbeko– para entender el relato.
Por desidia (pero también pudo tratarse de cobardía, o de cariño en oferta) yo permití que prevaleciera la lectura de Diez. Y con ella, su generosa aclaración:
“… che, de Trump te estoy hablando. De Donald Trump. ¿Te imaginás si llega a ganar las elecciones? ¡Justo ahora que empezábamos a recuperar una relación piola con los yanquis! Vos viviste allá, vos entendés… ¿Tengo razón o no tengo razón?”
En el valsear imperceptible de los pasillos angostos habíamos llegado a la caja. Mientras pagaba yo dejé caer una especie de respuesta chirle, más baba que palabras:
“… a veces, vivir un tiempito allá (sonó una sirena y luego un par de bocinazos)… como para entender...”
Diez miró de pronto su reloj. Alcancé a pensar que, a diferencia de mí, él sería incapaz de comprar una imitación.
Se calzó una sonrisa amable y –estoy seguro– sincera:
“Che, ni me dí cuenta de la hora. Uno de estos días lo hablamos mejor. ¿Seguís con? ¡Muy bien, varón! Mandále un beso. ¡Cuidate!”
Ya en la vereda, Diez y su confusa percepción del mundo empezaron a esfumarse. Abrí el libro de Burgess y me encontré con dos acápites, ambos firmados por dos poetas. Uno es de T.S.Eliot:
“Lo peor que puede decirse de nuestros malefactores, desde los gobernantes hasta los ladrones, es que no son bastante hombres para condenarse”.
La otra cita es de W.H. Auden y reza: “Pero entre el día y la noche la elección es libre para todos, y la luz baja igual sobre negros y blancos”.
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