Domingo, 30 de octubre de 2016 | Hoy
Por Diego Brodersen
“¿No es monstruoso que la gota de semen que nos produce lleve en sí, no sólo las impresiones de la forma corporal, sino de los pensamientos e inclinaciones de nuestros padres?”, escribió a fines del siglo XVI el filósofo francés Michel de Montaigne, reflexión que abre el cuarto largometraje del realizador argentino Santiago Palavecino y anticipa el tema que lo recubre y atraviesa de principio a fin, persiguiendo y horadando a sus personajes. De esa frase a la genética del alcoholismo y la violencia transmitida de generación en generación en la obra de Émile Zola hay un solo paso (o dos, gen recesivo mediante), pero los misterios que Hija única va revelando estrato tras estrato –como una cebolla de extraña fisonomía, cuyas capas no hubieran crecido una encima de la otra, sino entrelazándose y mezclándose– van más allá de las filiaciones directas, sanguíneas, para enraizarse en la historia personal y la memoria colectiva. Con la Cenicienta de Prokofiev de fondo a todo volumen, la actriz Ailín Salas simula dormir mientras alguien más conduce el automóvil que la traslada. El espectador todavía no puede saber si su personaje es Julia o Delfina, dos jóvenes sin relación de parentesco que, sin embargo, son idénticas, indiscernibles la una de la otra. No será la única duplicidad del film, pero sí la más evidente, la que origina el conflicto más poderoso y sacude al resto de los personajes, en particular al novio de Julia y padre de Delfina, Juan (Juan Barberini) y a su esposa Berenice (Esmeralda Mitre). Pero Julia y Delfina no llegarán nunca a conocerse. No pueden hacerlo, resulta físicamente imposible. Hija única no tiene tiempo presente, pero sí dos pasados –uno de ellos en 1992, el otro en 2005– y un futuro cercano, en 2017. A partir del trauma íntimo generado por un caso particular de esa metódica y lamentable práctica, la apropiación de hijos de detenidos-desaparecidos durante la última dictadura, el director de Otra vuelta y La vida nueva –nacido en la ciudad de Chacabuco, provincia de Buenos Aires, hace 42 años– imagina un relato que toma prestados elementos de la investigación científica contemporánea para transitar los recovecos de lo fantástico, en una película inquietante y perturbadora que continúa la senda iniciada en su anterior Algunas chicas.
El estreno de Hija única está previsto para el próximo jueves 10 de noviembre, pero el mercado argentino tal vez sea el único que la disfrute en salas de cine: hace apenas un par de semanas, la plataforma de video a la carta Netflix cerró un acuerdo de exhibición exclusiva del film, por lo que los usuarios de determinadas regiones podrán acceder a ese título en lo inmediato, durante los próximos meses. Un caso virtualmente inédito en el ámbito local, que seguramente comenzará a ser moneda corriente en el futuro. “No fue algo planificado desde un primer momento”, detalla Santiago Palavecino, “y es algo que me divierte: pensar que cada película tiene una historia y un destino completamente diferente. En algún punto es algo experimental, casi pionero”. Más particular aún resulta la génesis del proyecto –un guión escrito junto a Fernando Manero hace muchos años– y la puesta en marcha del rodaje y montaje de la película. Palavecino anunció hace un tiempo –poco después del estreno de Algunas chicas en el Festival de Venecia y el porteño Bafici– su retiro del mundo del cine y el regreso al pueblo natal para dedicarse a otras faenas. Fue el llamado de una productora interesada y la promesa de la no intromisión en la manufactura artística lo que alteró los planes del director, dando a luz finalmente un objeto extraño, casi un oxímoron, en la industria de cine argentino: el film de autor por encargo. “Estaba prácticamente armando las valijas cuando me llamaron para preguntarme si tenía algún guión escrito. La historia gustó y apareció la financiación. De todas formas, ahora pienso –a un año casi exacto del rodaje– que la película terminó teniendo ingredientes que no estaban en el proyecto original y que se fueron incorporando en el rodaje, a veces a sabiendas y otras instintivamente”.
Juan sale del cuarto que hace las veces de desván, lo clausura con varias vueltas de llave y despierta a su hija Delfina. Sale del pasado para enfrentarse nuevamente al presente. Esa habitación, que permanecerá cerrada o abierta dependiendo de las circunstancias y los olvidos, funciona como un reservorio de la memoria que se obstina en permanecer alerta, casi como un chascarrillo para los psicólogos que puedan estar presentes en la sala. El VHS que Juan mira una y otra vez ¿para no olvidar? ¿porque no puede olvidar? es, a su vez, el tiempo prehistórico de su profesión actual, la de director de cine. Y la imagen en la pantalla un espejo de un futuro que llegará a su debido tiempo. “La idea original era hacer una película, por un lado, sobre ciertos tópicos del cine, como el amor que queda trunco y la utopía de la segunda oportunidad. Por el otro, mis ganas de hacer una película sobre el doble, pero no un doble universal (¡como si eso fuera posible!) sino que tuviera que ver con la historia argentina. Y es muy difícil hacer acá una historia sobre ese tema y no pensar en los problemas de la identidad. Cuando me mudé a Buenos Aires y caminaba por alguna calle muy transitada, me preguntaba cuántas veces alguna madre o abuela de Plaza de Mayo no habrá soñado o incluso alucinado con ver la cara que buscaba en esa especie de marea humana. Juan es un personaje que va sufriendo sucesivos terremotos en su identidad. Primero, al enterarse de que no es quién creía ser: fue secuestrado, tiene dos años más de los que imaginaba, otro apellido, una herencia que no quieren darle y que a él tampoco le interesa tomar. Ese sacudón es seguido inmediatamente por otro: el del amor, que es otra forma de la disolución de la identidad. Y luego por otro más: la muerte de ese amor, que queda de alguna manera trunco y está unido a la culpa, algo muy asociado a la historia del cine. Finalmente, la paternidad. Todas formas de poner en crisis su identidad. Además de algo que parece atravesarlo y que nosotros imaginamos desde el guión como ciencia ficción, pero que se está investigando realmente: la posibilidad de que las emociones fuertes –las vivencias fuera de la común o trágicas o muy intensas– dejen una huella que, a partir de ese momento, puede pasar a constituir parte de la identidad. Al punto de ser reproducible. Esto está ligado a la investigación que hace la misma gente que colabora con Abuelas y que hoy está trabajando alrededor de otras posibilidades del ADN. Esto comenzó en Alemania, con el descubrimiento de la hormona del stress que encontraron en los nietos de los sobrevivientes del Holocausto, que ni siquiera conocieron a sus abuelos. En algún punto, la película es una exacerbación de eso y también –poniéndolo en términos más prosaicos y, por lo tanto, cinematográficos– otro ejemplo del famoso ‘ten cuidado con lo que quieres, porque puede hacerse realidad’”.
Tomar tópicos que son interesantes y mezclarlos. Ese, afirma Palavecino, fue el norte a la hora de pensar Hija única. Eso e imaginar una historia que partiera del tema de los desaparecidos y de los hijos apropiados para pensar el futuro, una hipótesis de ciencia ficción. La estructura de la narración, en tanto –que salta una y otra vez de una temporalidad a otra–, estuvo presente desde un principio, y vuelve a confirmar su estatus de cineasta cinéfilo: “En un momento el material era tan abundante que definitivamente no daba para un largometraje, era para una miniserie. No encontrábamos la solución, a pesar de tenerla delante de los ojos: Joseph L. Mankiewicz. De alguna manera, copiamos la estructura de algunas de sus películas, en particular la de Carta a tres esposas (A Letter to Three Wives, 1949). Es la misma forma narrativa de La condesa descalza (The Barefoot Contessa, 1954) y La malvada (All About Eve, 1949), con sus idas y vueltas en el tiempo, y es tan maravillosa y económica; convierte materiales que darían para una novela en un cuento. Y el cine puede lidiar mejor con la idea de cuento que con la de novela”. A pesar de esa referencia al clasicismo cinematográfico, la estructura alambicada del film revela datos y hechos para abrir nuevas puertas a la incertidumbre: como en Algunas chicas, el territorio es pantanoso y ambiguo, desde la primera imagen hasta la última secuencia, donde el regreso de aquello que se perdió puede encarnarse en un simple espejismo o en la más concreta de las realidades. O en ambas cosas a la vez.
“Acá no se pueda trabajar como en Hollywood, donde David Cronenberg le dice a Jeremy Irons que sea un ginecólogo. Y no uno, sino dos ginecólogos”, afirma Palavecino a la hora de hablar de la dirección de los actores y actrices de su film. Además del experimentado Juan Barberini, el ecléctico reparto de Hija única repite a Ailín Salas –auténtica musa del cine indie local y habitante de su película previa–, presenta a la debutante Carmela Rodríguez, quien interpreta a Delfina en su versión infantil, e incluye también a la actriz Esmeralda Mitre. “Esmeralda es una de las sorpresas de la película. Necesitaba a alguien que diera la impresión de entrar en una estancia y que se sintiera como en su casa. Juan, en cambio, conoce esos mundos, pero es un pibe tanto o más campesino que yo. Creo que, a diferencia de lo que ocurre en el cine estadounidense, acá no hay una idea de representación firmemente afianzada. No existe un oficio ni en los directores ni en los actores ni en nadie, realmente, para hacer algo parecido a eso. Por supuesto que está la formación actoral, la técnica, pero creo que se trabaja mucho más con las personas, con ciertas singularidades. Sobre todo, en una película como esta, que tuvo un tiempo de rodaje breve. Lo de la nena, Carmela, es realmente increíble: surgió de un casting y no tenía ninguna experiencia previa, excepto una publicidad de fideos. Y lo mismo en el caso de Susana Pampín, que interpreta un personaje secundario pero muy importante, y que entendió perfectamente la idea, transformándose de inmediato en una especie de bruja”. Y es bien cierto que hay aires de David Lynch en la singular relación entre la abuela ¿postiza? ¿verdadera? ¿fantasiosa? y la pequeña Delfina. Y también algo (para no detener las referencias cinéfilas) del fantasmal vínculo entre el espíritu de la mujer pantera y la niña en la magnífica secuela de La marca de la pantera, dirigida por Robert Wise y Gunther von Fritsch en 1944.
Hay una escena que puede pasar algo desapercibida, pero resulta esencial para la comprensión de los múltiples puntos de vista que adopta el relato de Hija única. Transcurre en un pequeño teatro, durante una representación de La flauta mágica de Mozart, en versión para marionetas. “Me gusta pensar que la película es un cuento para chicos de todas las edades. Esa es una frase que le copié a un director de orquesta, Ricardo Muti, a propósito de, precisamente, La flauta mágica. Y lo infantil, la infancia, es algo muy serio. A su vez, es otra forma de secuestro, teniendo en cuenta la historia que cuenta esa obra”. Nuevamente trabajando codo a codo con el director de fotografía Fernando Lockett (“todos sabemos quién es él como iluminador, pero el trabajo de cámara que logró en esta película es increíble. El tipo es como Jimi Hendrix”), Palavecino regresa al cine y repite un modelo que ya había intentado llevar a buen puerto –pero con resultados no del todo logrados– en La vida nueva: trabajar con una estructura más industrial, menos “independiente”. La experiencia reciente fue mucho más satisfactoria, según confiesa: “La ecuación tiempo-dinero siempre es complicada: si no tenés guita, tenés tiempo. Y si tenés guita, no tenés tiempo. Esta película no está mutilada, tiene el corte final que deseábamos. Hay un montón de cosas que concedí en La vida nueva y con las cuales ahora fui totalmente intransigente. No hay ningún plano que me haya sido impuesto, tampoco falta ninguno que lamente. Lo cual quizá demuestre, sin querer, que en la Argentina es posible hacer cierto tipo de cine industrial de otra manera, siguiendo un poco el modelo europeo de Marin Karmitz o Paulo Branco”. Sea como sea, Hija única propone un paseo por los laberintos de la memoria y la posibilidad incierta del olvido y encuentra a un realizador que continúa investigando formas de hacer cine con la eterna excusa de contar una historia.
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