LA VELOCIDAD DE LAS COSAS
DEBATES ¿Qué hace un filósofo cuando la realidad explota frente a sus ojos? Reivindicando el derecho a la contradicción del pensamiento político de Foucault y trazando un paralelismo entre lo que se quebró en la Argentina del 89 y lo que sucede en estos días en nuestro país, Tomás Abraham defiende en su nuevo libro la noción de pensamiento rápido para dar cuenta in situ de una “actualidad desbordante, misteriosa y urgente”.
POR CLAUDIO ZEIGER
Dialogando con Tomás Abraham se tiene la impresión de estar con alguien que dedica tanto tiempo a pensar como a hablar, actos no necesariamente incompatibles, tal como Abraham mismo demuestra: al estar con él, se ve que está pensando, y si sigue hablando es porque está sosteniendo un diálogo interior, paralelo al que sostiene con su interlocutor. Para decirlo en otras palabras: nada más alejado del monólogo que Tomás Abraham. No parece tenerle mucho miedo a caer en contradicciones y se entusiasma cuando en la charla cristaliza un concepto que luce como nuevo, recién parido. Pensar y hablar son las dos claves del quehacer de este rumano que vino de chico a vivir en la Argentina, hincha de Vélez, trotamundos, graduado en Francia en sociología y filosofía para regresar a la Argentina a finales de 1972, donde se sumió en un silencio del que sólo pudo emerger con fuerza hacia 1983.
Aunque tenía dos títulos universitarios al regresar, Abraham se seguía sintiendo un alumno de grandes maestros (nada menos que de Althusser y Foucault) que no creía tener mucho que agregar a lo que ya habían dicho estos grandes popes. Entonces trabajó como profesor de idiomas en la empresa textil de su padre y, sobre todo, siguió estudiando por las suyas. “Aquí hice una segunda universidad en mi casa. Una vida muy doméstica, hablaba poco. Me había ido de Francia porque no encontraba mi lugar allí, y no quería seguir la carrera de doctorados. Era un tipo muy solitario, lo que me hizo fácil la decisión de ponerme a viajar. Llegué hasta Japón, donde viví un tiempo. Si finalmente volví a Argentina fue porque en algún lugar necesitaba estar cuando me agarró la angustia de tanto deambular. Pero me llevó un tiempo largo ubicarme. Hice fotografía, estaba en un momento donde prácticamente no podía leer, pero me conectaba con las imágenes. Poco a poco fui volviendo a estudiar, a leer nuevamente a Foucault, a estar al día con los libros. El tema conflictivo era escribir. Tenía varios cuentos y hasta intenté una novela, pero no me satisfacían. Hasta que, en un momento, en el 78, me senté a escribir sobre Gilles Deleuze, y ahí, desde mi desorden, pude incursionar por primera vez en el mundo de la filosofía.”
Como si estuviéramos citando un proverbio oriental, podría decirse: disfruta el silencio, pero también disfruta del fin del silencio. Eso le sucedería a Abraham cuando se encontró con la efervescente universidad de los años 80, al final de la dictadura militar. En 1984 empezó a dar clases en el multitudinario CBC, recién creado, y en otras cátedras donde chocaría con la burocracia universitaria al enseñar ciertos textos de Foucault (“me cuestionaban que pusiera en el programa el tema de la pederastia”) o a Nietzsche, muy facho para el pulcro progresismo de entonces. Además iba a dar clases a la cárcel de Devoto y llevaba invitados especiales (Luis Moreno Ocampo, Fernando Savater) a su cátedra en la facultad. Pero, sobre todo, recuerda, había recuperado el habla. “Como estuve tantos años sin decir nada, tenía toda la libido puesta en hablar. Hablaba como loco. Persona que pasaba, yo le hablaba. Estaba muy caliente con la cantidad de gente. De pronto, en una clase, se juntaba una multitud: un teórico podía tener mil personas escuchándolo. Era una barricada.”
ESTUDIANTE EN FRANCIA
Si de barricadas se trata, Abraham había conocido de cerca las muy entusiastas del Mayo Francés. Emigrado a París apenas terminado el secundario, entró en la Sorbonne y se encontró con “un mausoleo, con profesores sumamente aburridos, algo muy anacrónico. Pero había cosas alrededor que eran interesantes. Algunas personas me introdujeron en el seminario de Althusser en la Ecole Normal Superiuere. Así que estudiaba marxismo fuera de la facultad, mientras adentro seguía la carrera tradicional de sociología. Entonces llegó Mayo del 68 y se produjo un cambio radical del ambiente universitario. Se rompieron las jerarquías del saber, eso creo que fue la clave. Por la apertura a hablar, a dinamizar la realidad, me interesó la manera de plantear las cosas, no dogmática, de Danny Cohn Bendit, que era un estudiante muy jovencito. No así la izquierda extrema, que era muy dogmática, muy prochina. En ese clima se creó la Universidad de Vincennes, donde Foucault fue nombrado director del departamento de Filosofía. Yo fui a estudiar allí, de manera que lo conocí como director y como profesor. Fue muy importante porque el grupo althusseriano al que yo seguía era un paquete de aristas duras, un bloque de piedra muy sólido, que te diagramaba en una sola dirección. Y Foucault era un tipo de una gran libertad. Además hablaba de las cosas que me interesaban. En esa época yo vivía lejos de París, en el campo. Siempre había sido un estudiante aplicado, pero entonces me zafé bastante. Me inundaron la cabeza todo tipo de estímulos químicos. Entonces, al discurso lo veía violeta. El mundo se me volvió más amplio pero sin límites”.
PENSAR, Y RAPIDO
Una vez que se largó a hablar, el estudiante solitario, el silencioso oyente de las clases de Foucault, el testigo rumano-argentino del Mayo Francés empezó a producir su propia obra. Primero, el pensamiento; luego la palabra. Pienso, luego hablo. Pero ¿cómo lo escribo? He ahí el dilema.
Si bien en 1978 Abraham pudo por primera vez empezar a borronear un texto filosófico, recién diez años después la palabra escrita cristalizaría en un libro, Pensadores bajos, donde se ocupa de Deleuze, Guattari, Foucault, entre otros. Abraham no es un autor que, acorde con su pensamiento, se encierre a escribir un libro. Sus textos suelen ser el resultado de la meditación atravesada por numerosos estímulos como clases, conversaciones, artículos en diversos medios (desde grandes diarios hasta revistas culturales como La Caja, que creó él mismo en 1992 junto a Christian Ferrer, o de cine, como El Amante donde escribe hasta hoy), todo a la manera de un socrático de nuestro tiempo. A propósito, resulta especialmente destacable la labor del llamado Seminario de los Jueves, unas reuniones nocturnas que se llevan a cabo en su estudio desde hace 18 años. La mecánica es así: un grupo de estudiantes se reúne para estudiar “horizontalmente”, proponiendo autores y temas, y discutiendo duro y parejo, entre algunas botellitas. Abraham pone como condición la disciplina y la contracción al trabajo (leer, escuchar a los otros y no faltar a clase); el resto va saliendo. Ya han producido varios volúmenes colectivos como Vidas filosóficas y Tensiones filosóficas.
En cuanto al libro suyo que acaba de aparecer, es una buena condensación de estas prácticas y a la vez un registro bastante completo de los tópicos que han interesado a Abraham en la última década. Comenzando con la política: Abraham sostiene que en los últimos años dicha práctica fue arruinada por la economía, que convirtió al político “en un personaje impotente, inútil”. Más adelante interviene en forma directa sobre temas específicos de educación y salud: ataca a la burocracia educativa, a los responsables de las campañas contra el sida. Más adelante es el turno del fútbol (desde cumplir el viejo sueño de armar la selección propia para el Mundial 98 hasta reflexionar sobre haber visto en un año cientos de partidos de las más diversas categorías y países, pasando por Maradona, cómo no), después le llega la hora a la televisión, abordada con el ardor de quien prefiere sumergirse en la materia misma de la caja catódica –tramas, ficciones, actores– antes que limitarse al enfoque de los géneros televisivos. En la segunda parte del libro (“El ensayista negro”) aparece la zona de más densidad (mucho Nietzsche), pero tampoco se abandona la preocupación por la política y el rescate de autores como Paul Veyne, los debates (con Jorge Asís, por ejemplo) o recuerdos como el del encuentro con el español Fernando Savater, entre muchos otros temas.
La palabra pensamiento aparece en el mismo título del libro acompañado de un adjetivo que puede dinamitar la imagen clásica del filósofo contemplativo: rápido. Pero no se trata sólo de reivindicar un tiempo acelerado, sino también de los tópicos a los que se aboca el filósofo. Se trata, entre líneas, de una polémica permanente con otros intelectuales que desdeñan la intervención en los medios y creen que la televisión es sólo una máquina de idiotizar. “Del pensamiento lento se está hablando bastante”, dice Abraham. “Especialmente esos intelectuales que menosprecian al periodismo, y más particularmente los intelectuales que se meten a hacer periodismo. Pierre Bourdieu tenía esta postura en Francia. Se habla de opinólogos o todólogos. Se supone que el intelectual trabaja en la investigación para producir un conocimiento, y esto implica una lentitud, un tiempo para el rigor y para la seriedad. Todo esto forma parte de un cierto puritanismo académico con el que yo nunca tuve nada que ver. Los tiempos de crecer, de crear y de pensar se los da uno mismo. Depende más de lo que uno tiene que decir que de la lentitud o la rapidez. Lo que pasó en la Argentina fue que hacia 1989 se quebró algo. Se abría un panorama nuevo, que no podía pensarse del modo en que se estaba pensando. Los hábitos de pensamiento –en mi caso, la formación en la filosofía francesa, trabajando en temas afines a los de Foucault– chocaban contra la catástrofe en un terreno inédito, quizá como ahora. Marcaba, por de pronto, una ruptura de los lazos con Europa. El sueño de la democracia y de una modernidad que anudara lazos progresistas con la cultura europea, algo que siempre impregnó la cultura argentina, se quebró en esos años con la hiperinflación y el derrumbe de la gobernabilidad. Quiero decir: no se podía seguir pensando en términos de libertad/dictadura, izquierda/derecha, socialismo/imperialismo. No hay que olvidar que en los discursos de Seineldín y Rico, la peor palabra ya no era comunista sino socialdemócrata. Identificaban con esto al alfonsinismo y a la renovación peronista, ese color rosa que identificaba a la socialdemocracia europea. Desde ese momento yo empiezo a escribir en los medios y a intervenir en congresos, porque para mí había una total ceguera por parte de los intelectuales. Los progresistas seguían siendo progresistas del mismo modo como siempre lo habían sido. La izquierda, igual. Como si no hubiera cambiado nada en la Argentina. Para mí había cambiado todo. Y me pasó lo mismo con mi base filosófica, la que había mamado en Francia. ¿Más Foucault, más sobre el poder, más vigilar y castigar? Podía seguir investigando, pero no me satisfacía ese lugar intelectual. Era como alguien que está viviendo en un témpano que se desprendió del bloque, flotando en cualquier lugar, despegado del continente, en este caso Europa”.
ACERCA DE
LA ARGENTINA DESEADA
Abraham cuenta que del conjunto de “lo nuevo” alrededor de Foucault (fuente inagotable que rescata todo el tiempo escritos inéditos, recopilaciones de clases y biografías dedicadas a su figura), lo que más le interesó son los varios volúmenes conocidos como Dichos y escritos, en los que Deleuze creyó ver que cristalizaba precisamente la política del autor de Historia de la locura. “Son esos artículos o entrevistas donde, se me ocurre ahora decirlo, está el pensamiento rápido de Foucault. Ahí está la política. Se desdice, se contradice muchas veces, pero es el pensamiento político.” La referencia a Foucault le sirve para volver a poner sobre la mesa la relación entre filosofía, política y velocidad. Esa “actualidad desbordante, misteriosa y urgente” mencionada por Abraham en un momento de la entrevista en referencia a aquel quiebre que situó en los albores de los 90, sin duda se podría aplicar también a la actual situación: ¿qué hace por estos días el pensador rápido frente a la fugacidad de todo, gobiernos, monedas, protestas?
“Parte del pensamiento rápido es no darse tiempo para ver cómo son las cosas, porque después somos todos piolas: me das un año y yo te digo cómo fueron las cosas. La idea es que lo importante no es pegarla, si te equivocaste o acertaste un pronóstico, sino reflejar lo que se piensa hoy. En este momento yo no sé qué está pasando. Tengo una sensación de lo que pasó: una conmoción muy fuerte. Hace diez años se unificó el poder de Estado y gobierno en una conducción muy sólida como fue la de Menem. Las novedades que trajo reordenaron una sociedad que desde 1988 se estaba buscando la cola. Él encontró un dibujo. Ahora puede llegar a haber un dibujo, pero al menos yo no lo veo. Lo que sí tengo es una sensación que no tenía entonces: miedo. Tenía otras emociones, pero no miedo. Escribía, hablaba. Decía lo que pensaba. En este momento lo hago menos, no por miedo a que me pase algo (aunque no lo excluyo), sino por miedo de que se intensifique la cuestión policial en los viejos términos: una represión sin control. Creo que no hay posibilidad de legitimidad. Alfonsín la tuvo un tiempo, Menem la tuvo mucho tiempo. De la Rúa casi nunca la tuvo. ¿Y ahora? ¿Cómo se consigue legitimidad? Hay una legalidad rara porque, a decir verdad, el que es presidente es el que perdió las elecciones. ¿Qué estructura constitucional tenemos ahora? El temor es que la situación se haga más crónica. No me gusta el ambiente, no me gusta la opinión pública. Se ha exacerbado la práctica de tirar mierda. Yo siempre tengo ganas de que al presidente que sea le vaya bien, porque si le va mal no sé a quién le va bien. Las instituciones se han salido de su cimiento. Yo creo en la democracia porque no creo en la gente: necesito leyes, normas, libertad, no ganarse el lugar a las trompadas. Entonces ¿qué se puede decir, qué es mejor? Escribí algo recientemente sobre la crisis y me costó muchísimo. Tengo diferencias muy fuertes con los que creen que el poder asambleísta puede instalar una república. El problema actual siguen siendo los problemas: desocupación, trabajo, inversión, industrias. Yo aspiro a una república institucional, con un sistema capitalista regulado. Yo me he hecho muy republicano, cada vez más.”