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Domingo, 9 de mayo de 2004

LOS 12 GRANDES FRAUDES DE LA PLáSTICA. CAPíTULO 3

Luz y farsa

Muy talentoso no era, pero sí tenaz. Y temerario. Defendió su vocación pictórica contra su padre, aprendió a copiar a los grandes maestros con el profesor Korteling y puchereó unos años vendiendo cuadritos con ciervos de ojos conmovedores. Hasta que a mediados de los años ‘30 decidió dar el gran salto y se atrevió a lo imposible: falsificar un Vermeer, el genio holandés de la luz. Le creyó hasta el Rijskmuseum. El oscuro Han Van Meegeren ya cantaba victoria cuando la conexión nazi le aguó la fiesta.

Por María Gainza

Jean-Baptiste-Camille Corot pintó 3 mil cuadros, de los cuales probablemente unos 15 mil estén en Estados Unidos. La industria de la falsificación, engranaje patológico de un mercado que funciona en torno del culto al original, se perfeccionó en el siglo XX a medida en la misma proporción con que fueron creciendo los mecanismos para detectar los fraudes. Y sin embargo el pasado –que si para algo bobo sirve es para armar rankings– demuestra que, en un top five de los más copiados, Salvador Dalí asoma indefectiblemente como el artista más falsificado de la historia. Después vienen los pesos pesado, los intocables; y Johannes Vermeer, que es la figurita difícil. Meterse con el holandés es buscarse problemas.

I
Lo primero que aprende un estudiante de historia del arte cuando llega al capítulo “Barroco holandés en el siglo XVII” es que Vermeer era un maniático de la luz. Mucho antes de los impresionistas, de Turner, incluso que Rembrandt –que pinta la luz sobre los rostros, mientras Vermeer pinta la luz y punto–, Vermeer utilizó el nervio óptico para captar y volcar información en algo que siempre es más que una representación hiperrealista de la cosa. Si no no se entiende por qué Bergotte –según imaginó Proust en En busca del tiempo perdido–, a pesar de que los médicos le prohíben salir, se empecina en visitar el museo para volver a ver Vista de Delft, y ahí, parado frente a ese cuadrito, piensa que “sus libros debían contener frases preciosas por sí mismas, como esa pequeña pared amarilla” y después se desploma y muere sobre el piso de mármol. Proust decide que debe terminar ahí, ante un cuadro de Vermeer, como quien tiene una epifanía justo antes de morir, un momento en el que el mundo se nos vuelve cierto como una pelotita de golf. Ahí: en esos interiores estrechos, de ventanas que filtran los rayos apenas tibios de la mañana holandesa, con instrumentos musicales descansando con la gravedad de bustos romanos, perlas como huevos de luciérnagas adornando caritas melancólicas y unos mapas que asoman al mar y hacen que esas habitaciones parezcan el último refugio del mundo y uno tenga ganas de quedarse quietos, porque qué vértigo salir a navegar sobre un monstruo tan vasto.
Los historiadores se han pasado los años intentando poner en orden el rompecabezas Vermeer, compuesto de apenas treinta y cinco cuadros de una complejidad técnica obsesiva. Se sabe poco del artista. Apenas. Por ejemplo, que era absolutamente desapegado, tanto que cuando un coleccionista ilustre fue a visitarlo le dijo (mentira) que no tenía más cuadros para mostrarle. Vermeer –que tuvo quince hijos, de los que sobrevivieron once– sólo quería estar en paz.
Fueron esos agujeros negros de su biografía los que un audaz Han Van Meegeren, en el siglo XX, supo utilizar en su propio favor. Van Meegeren encontró el talón de Aquiles de Vermeer: una década oscura, entre 1650 y 1660, en la que no se le conocían actividad ni obras. Y así consumó dos grandes temeridades: la primera, atreverse a falsificar a Vermeer; la segunda, salirse con la suya. Porque falsificó a Vermeer y le creyeron.

II
Van Meegeren nació en Deventer, Holanda, en 1889. Su padre era un maestro de escuela que hacía leña con las pinturas de su hijo porque quería que se hiciera pastor. Pero el chico, que si algo demostraría tener era tesón, insistió, y finalmente logró ingresar al taller de Bartus Korteling, un profesor de la vieja guardia al que sólo le interesaban los grandes maestros de la época de oro: Frans Hals, Rembrandt, Vermeer. Su obsesión era tal que prohibía a sus alumnos que compraran óleos sintéticos y los obligaba a elaborarlos a la manera del siglo XVII. Durante un tiempo, Van Meegeren gozó de cierto éxito con una pintura de género, poblada de ciervos de ojos grandes y mimosos, que para los años ‘20 y ‘30 –pleno auge de las vanguardias– era francamente patética. Pero un buendía los encargos dejaron de venir y Van Meegeren se dedicó a hacer tarjetas de Navidad.
A los 43 años, amargado, se puso a pergeñar la forma más eficaz de ganar plata y pasar a la posteridad al mismo tiempo. Entonces decidió falsificar un Vermeer y ver qué pasaba. En la Holanda de entonces corría un rumor según el cual en esa década silenciosa, situada entre las obras tempranas del pintor y su obra madura, en que Vermeer se la había pasado en Italia estudiando la luz de Caravaggio, el pintor habría hecho un par de pinturas religiosas que habían desaparecido. Van Meegeren hizo su juego: no sólo haría un Vermeer; haría un Vermeer revolucionario. Para eso eligió crear una Cena de Emaús inédita, a la Vermeer. Ya vislumbraba su triunfo: no copiaría obras existentes del pintor; falsificaría el contenido íntegro de ese período oscuro y religioso.
Durante cuatro años experimentó en su pintura y resolvió escollos. Compró un cuadro de siglo XVII y removió la pintura de la tela para poder pintar sobre material de época. Se hizo traer de Londres lapislázuli, de modo de asegurarse el mismo azul ultramarino que Vermeer derrochaba en sus atmósferas, y luego lo molió a mano para que un examen microscópico no revelara que los granos tenían el mismo tamaño. Experimentó con una mezcla de formaldehído para lograr que el óleo secara rápido y llegó a la conclusión de que si horneaba la pintura durante dos horas, a 105 grados, conseguiría un craquelado acorde a una obra de tres siglos de antigüedad. Más tarde se ufanó de que lo que más trabajo le había costado era la firma.
Ahora le faltaba el certificado. Han se empecinó en conseguir uno del Dr. Bredius, que dirigía el museo Mauritshuis de La Haya, era el mayor experto en el siglo XVII y, además, adoraba la publicidad. Descubrir un Vermeer, debió pensar Bredius, atraería la prensa. Estudió el cuadro durante dos días y dictaminó que “cada centímetro era Vermeer, que una gloriosa obra de Vermeer, el gran Vermeer de Delft, ha aparecido –gracias a Dios– de las tinieblas donde yació durante tantos años”. Y en un artículo agregó: “Qué momento maravilloso en la vida del estudioso del arte aquel en que queda de repente confrontado con una pintura desconocida de un gran maestro”. Y así el museo de Boymans, en Holanda, compró la pintura de Van Meegeren por un cuarto de millón de dólares, una fortuna para una obra anterior a 1945. Entre 1937 y 1943, el falsificador vendió cuatro Vermeer más, entre otros, al Rijksmuseum.

III
Desde un principio, Han había pensado en dejar que el chiste corriera un tiempo para luego desenmascararlo, pero no de culposo sino de egocéntrico. Pero de golpe descubrió que era un hombre rico –lo que resultaba bastante agradable– y después de decir entre sus amigos que había ganado la lotería se compró una villa en Niza. Dicen que, echado en su reposera al sol, se reía a carcajadas cada vez que alguien le iba con la noticia de que Mondrian, por esos mismos años, apenas podía alquilar un humilde departamentito en París.
Con las tropas alistando sus cañones, Han volvió a su país, donde el Cuerpo de Seguridad Holandés, al término de la guerra, se puso a rastrear el origen de las obras que aparecían en las colecciones nazis. En Austria se toparon con un La mujer adúltera de Vermeer, propiedad de Hermann Göring, y al indagar su procedencia llegaron a la conclusión de que era Van Meegeren quien había vendido la obra al mariscal. En mayo de 1945, dos oficiales tocaron a la puerta de la casa del falsificador y lo arrestaron por colaborar con el enemigo. Concretamente, por vender tesoros nacionales.
“Pero tontos, es una obra falsa: analicen la pintura y verán debajo una escena de batallas”, chilló Van Meegeren. Fue entonces cuando el pintorsacó su última carta. Pidió permiso para volver a su taller y para demostrarles allí, en vivo y directo, en presencia del público, cómo volver a copiar el cuadro. “Pinta por su vida”, anunciaron los diarios. En una semana, Van Meegeren recreó un Jesús entre los doctores de Vermeer. Había engañado a todo el mundo: ésa fue su defensa, y también una excusa ideal para revelar al mundo su genio. Los cargos fueron retirados y Van Meegeren pasó de colaborador de los nazis a héroe nacional. En octubre de 1947 fue juzgado por fraude y falsificación y condenado a un año de prisión. Murió antes de cumplir la condena.
Durante algunos meses de ese mismo año apareció segundo en las encuestas de popularidad de Holanda, un poco atrás del primer ministro. Pero sus lazos con los nazis nunca se investigaron, y hay ciertos datos –se habla de un librito de dibujos dedicados a Hitler– que dan que pensar. Lo cierto es que en 1976, cuando dos escenas campestres con ciervitos salieron a subasta pública en Londres, una se vendió por 250 dólares y la otra se quedó sin comprador. Ambas llevaban la firma de Han Van Meegeren.

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