LOS 12 GRANDES FRAUDES DE LA PLáSTICA. CAPíTULO 3
Muy talentoso no era, pero sí tenaz. Y temerario. Defendió su vocación pictórica contra su padre, aprendió a copiar a los grandes maestros con el profesor Korteling y puchereó unos años vendiendo cuadritos con ciervos de ojos conmovedores. Hasta que a mediados de los años ‘30 decidió dar el gran salto y se atrevió a lo imposible: falsificar un Vermeer, el genio holandés de la luz. Le creyó hasta el Rijskmuseum. El oscuro Han Van Meegeren ya cantaba victoria cuando la conexión nazi le aguó la fiesta.
I
Lo primero que aprende un estudiante
de historia del arte cuando llega al capítulo “Barroco holandés
en el siglo XVII” es que Vermeer era un maniático de la luz. Mucho
antes de los impresionistas, de Turner, incluso que Rembrandt –que pinta
la luz sobre los rostros, mientras Vermeer pinta la luz y punto–, Vermeer
utilizó el nervio óptico para captar y volcar información
en algo que siempre es más que una representación hiperrealista
de la cosa. Si no no se entiende por qué Bergotte –según
imaginó Proust en En busca del tiempo perdido–, a pesar de que
los médicos le prohíben salir, se empecina en visitar el museo
para volver a ver Vista de Delft, y ahí, parado frente a ese cuadrito,
piensa que “sus libros debían contener frases preciosas por sí
mismas, como esa pequeña pared amarilla” y después se desploma
y muere sobre el piso de mármol. Proust decide que debe terminar ahí,
ante un cuadro de Vermeer, como quien tiene una epifanía justo antes
de morir, un momento en el que el mundo se nos vuelve cierto como una pelotita
de golf. Ahí: en esos interiores estrechos, de ventanas que filtran los
rayos apenas tibios de la mañana holandesa, con instrumentos musicales
descansando con la gravedad de bustos romanos, perlas como huevos de luciérnagas
adornando caritas melancólicas y unos mapas que asoman al mar y hacen
que esas habitaciones parezcan el último refugio del mundo y uno tenga
ganas de quedarse quietos, porque qué vértigo salir a navegar
sobre un monstruo tan vasto.
Los historiadores se han pasado los años intentando poner en orden el
rompecabezas Vermeer, compuesto de apenas treinta y cinco cuadros de una complejidad
técnica obsesiva. Se sabe poco del artista. Apenas. Por ejemplo, que
era absolutamente desapegado, tanto que cuando un coleccionista ilustre fue
a visitarlo le dijo (mentira) que no tenía más cuadros para mostrarle.
Vermeer –que tuvo quince hijos, de los que sobrevivieron once– sólo
quería estar en paz.
Fueron esos agujeros negros de su biografía los que un audaz Han Van
Meegeren, en el siglo XX, supo utilizar en su propio favor. Van Meegeren encontró
el talón de Aquiles de Vermeer: una década oscura, entre 1650
y 1660, en la que no se le conocían actividad ni obras. Y así
consumó dos grandes temeridades: la primera, atreverse a falsificar a
Vermeer; la segunda, salirse con la suya. Porque falsificó a Vermeer
y le creyeron.
II
Van Meegeren nació en Deventer, Holanda, en 1889. Su padre era un maestro
de escuela que hacía leña con las pinturas de su hijo porque quería
que se hiciera pastor. Pero el chico, que si algo demostraría tener era
tesón, insistió, y finalmente logró ingresar al taller
de Bartus Korteling, un profesor de la vieja guardia al que sólo le interesaban
los grandes maestros de la época de oro: Frans Hals, Rembrandt, Vermeer.
Su obsesión era tal que prohibía a sus alumnos que compraran óleos
sintéticos y los obligaba a elaborarlos a la manera del siglo XVII. Durante
un tiempo, Van Meegeren gozó de cierto éxito con una pintura de
género, poblada de ciervos de ojos grandes y mimosos, que para los años
‘20 y ‘30 –pleno auge de las vanguardias– era francamente
patética. Pero un buendía los encargos dejaron de venir y Van
Meegeren se dedicó a hacer tarjetas de Navidad.
A los 43 años, amargado, se puso a pergeñar la forma más
eficaz de ganar plata y pasar a la posteridad al mismo tiempo. Entonces decidió
falsificar un Vermeer y ver qué pasaba. En la Holanda de entonces corría
un rumor según el cual en esa década silenciosa, situada entre
las obras tempranas del pintor y su obra madura, en que Vermeer se la había
pasado en Italia estudiando la luz de Caravaggio, el pintor habría hecho
un par de pinturas religiosas que habían desaparecido. Van Meegeren hizo
su juego: no sólo haría un Vermeer; haría un Vermeer revolucionario.
Para eso eligió crear una Cena de Emaús inédita, a la Vermeer.
Ya vislumbraba su triunfo: no copiaría obras existentes del pintor; falsificaría
el contenido íntegro de ese período oscuro y religioso.
Durante cuatro años experimentó en su pintura y resolvió
escollos. Compró un cuadro de siglo XVII y removió la pintura
de la tela para poder pintar sobre material de época. Se hizo traer de
Londres lapislázuli, de modo de asegurarse el mismo azul ultramarino
que Vermeer derrochaba en sus atmósferas, y luego lo molió a mano
para que un examen microscópico no revelara que los granos tenían
el mismo tamaño. Experimentó con una mezcla de formaldehído
para lograr que el óleo secara rápido y llegó a la conclusión
de que si horneaba la pintura durante dos horas, a 105 grados, conseguiría
un craquelado acorde a una obra de tres siglos de antigüedad. Más
tarde se ufanó de que lo que más trabajo le había costado
era la firma.
Ahora le faltaba el certificado. Han se empecinó en conseguir uno del
Dr. Bredius, que dirigía el museo Mauritshuis de La Haya, era el mayor
experto en el siglo XVII y, además, adoraba la publicidad. Descubrir
un Vermeer, debió pensar Bredius, atraería la prensa. Estudió
el cuadro durante dos días y dictaminó que “cada centímetro
era Vermeer, que una gloriosa obra de Vermeer, el gran Vermeer de Delft, ha
aparecido –gracias a Dios– de las tinieblas donde yació durante
tantos años”. Y en un artículo agregó: “Qué
momento maravilloso en la vida del estudioso del arte aquel en que queda de
repente confrontado con una pintura desconocida de un gran maestro”. Y
así el museo de Boymans, en Holanda, compró la pintura de Van
Meegeren por un cuarto de millón de dólares, una fortuna para
una obra anterior a 1945. Entre 1937 y 1943, el falsificador vendió cuatro
Vermeer más, entre otros, al Rijksmuseum.
III
Desde un principio, Han había pensado en dejar que el chiste corriera
un tiempo para luego desenmascararlo, pero no de culposo sino de egocéntrico.
Pero de golpe descubrió que era un hombre rico –lo que resultaba
bastante agradable– y después de decir entre sus amigos que había
ganado la lotería se compró una villa en Niza. Dicen que, echado
en su reposera al sol, se reía a carcajadas cada vez que alguien le iba
con la noticia de que Mondrian, por esos mismos años, apenas podía
alquilar un humilde departamentito en París.
Con las tropas alistando sus cañones, Han volvió a su país,
donde el Cuerpo de Seguridad Holandés, al término de la guerra,
se puso a rastrear el origen de las obras que aparecían en las colecciones
nazis. En Austria se toparon con un La mujer adúltera de Vermeer, propiedad
de Hermann Göring, y al indagar su procedencia llegaron a la conclusión
de que era Van Meegeren quien había vendido la obra al mariscal. En mayo
de 1945, dos oficiales tocaron a la puerta de la casa del falsificador y lo
arrestaron por colaborar con el enemigo. Concretamente, por vender tesoros nacionales.
“Pero tontos, es una obra falsa: analicen la pintura y verán debajo
una escena de batallas”, chilló Van Meegeren. Fue entonces cuando
el pintorsacó su última carta. Pidió permiso para volver
a su taller y para demostrarles allí, en vivo y directo, en presencia
del público, cómo volver a copiar el cuadro. “Pinta por
su vida”, anunciaron los diarios. En una semana, Van Meegeren recreó
un Jesús entre los doctores de Vermeer. Había engañado
a todo el mundo: ésa fue su defensa, y también una excusa ideal
para revelar al mundo su genio. Los cargos fueron retirados y Van Meegeren pasó
de colaborador de los nazis a héroe nacional. En octubre de 1947 fue
juzgado por fraude y falsificación y condenado a un año de prisión.
Murió antes de cumplir la condena.
Durante algunos meses de ese mismo año apareció segundo en las
encuestas de popularidad de Holanda, un poco atrás del primer ministro.
Pero sus lazos con los nazis nunca se investigaron, y hay ciertos datos –se
habla de un librito de dibujos dedicados a Hitler– que dan que pensar.
Lo cierto es que en 1976, cuando dos escenas campestres con ciervitos salieron
a subasta pública en Londres, una se vendió por 250 dólares
y la otra se quedó sin comprador. Ambas llevaban la firma de Han Van
Meegeren.
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