CRóNICAS
La importancia de llamarse Ernesto
En 1967, el Che Guevara fue ejecutado en una escuelita de La Higuera y enterrado clandestinamente en Vallegrande. A casi 40 años de los hechos, un equipo de filmación volvió a esos dos remotos parajes bolivianos para descubrir la extraña, legendaria vida de santo que le tocó al líder guerrillero después de muerto.
Por Mariano Blejman, desde Vallegrande, Bolivia
Dorita Torrico me cuenta que le rezó al San Che para que le diera trabajo en la película. Así consiguió limpiar sets y servir comida. Ahora, a punto de terminar, le reza para que no se acabe y para que alguien encuentre a su hija Beatriz Rossel, perdida en Argentina. La enfermera Susana Osinaga confiesa que sintió miedo cuando se encontró con un Che nuevecito acostado en la lavandería, en la misma pose cuyas fotos inmortalizaron un momento histórico. (Susana fue la que llenó el cuerpo del Che de cloroformo después de que lo ejecutaran en La Higuera.) Manuel Cortez, habitante del pueblo, tenía 20 años cuando el líder guerrillero pasó por el pueblo, dice, y asegura que sintió los pasos de su alma en pena hasta que alguien limpió la sangre de la escuelita donde Ernesto Guevara sufrió el rafagazo final. Manuel lo vio tendido en el suelo –”cayó hacia la derecha”– y observó cómo lo enganchaban en el helicóptero hacia Vallegrande.
“¿Y cuándo dice que se van?”, me pregunta una mujer del mercado de Vallegrande, invitándome con un sandwich de huevo frito por apenas dos bolivianos (poco menos de un peso argentino). “Los que se van” son los de la película: faltan pocos días para el fin de rodaje de Di buen día a papá. Desde que el director Fernando Vargas y su productora ejecutiva Verónica Córdova decidieron filmar la historia chica de Vallegrande, esa que se oculta detrás de la Historia con mayúsculas, el paisaje del pueblo se modificó: así como está rodeada de cerros verdes, así como una iglesia encumbra su reloj y lo hace sonar cada hora, así como el domingo el mercado se llena de campesinos, un nuevo escenario convive con Vallegrande. El rodaje del film, que cuenta la historia del lugar en relación con el Che durante treinta años, forma parte del paisaje de un pueblo que carga con el karma de haber visto morir al Che y desde entonces lo tiene santificado.
“Era igualito que Jesús”, dice Dorita.
Ir a las fuentes Aunque algunos dicen que lo vieron por aquí vivo, no hay noticias de que Guevara haya estado en Vallegrande. La arquitectura de este poblado de cuatro mil habitantes casi no ha cambiado. Todo lo demás sí, gracias al Che. Apenas once meses estuvo en Bolivia, once meses de los que han pasado 37 años, pero todos recuerdan la imagen de Guevara bajando del cielo atado a los pies de un helicóptero del ejército boliviano; según algunos, con los ojos abiertos.
Hasta aquí llegaron Fernando y Verónica en 1997 para asistir a la exhumación de sus restos, en el marco de un documental dedicado a registrar el trabajo de identificación de su cuerpo por parte de un grupo de antropólogos. “Nos dimos cuenta de que detrás de la Historia grande sobre la vida del Che estaba la vida del pueblo: todo lo que significó para Vallegrande el paso del Che, su muerte y las versiones”... Que estuvo aquí, que se aparece por las noches, que hay que rezarle para que cumpla milagros, que no se lo habían llevado (casi nadie creía que podía estar aquí hasta que el oficial Vargas confesó dónde estaba el cadáver). En la casona que alquilaron para filmar, debajo de una mesa, estaba la necrológica del oficial Vargas, que murió hace poco. Otro “hallazgo” fue un cajón de manzanas número 2 –última morada de los restos del Che tras su exhumación en el aeropuerto de Villagrande–, que Verónica aprovechó para “robarse”. Ahí guarda ahora las latas de celuloide de Di buen día a papá.
Unas cincuenta personas —entre técnicos, realizadores, productores y actores— viven desde hace un mes y medio en la sede ganadera de Vallegrande. Siete años tardaron Fernando y Verónica en montar la producción, alimentada con aportes del Festival de La Habana, el fondo de fomento Ibermedia y los acuerdos con el Instituto de Cine cubano, el boliviano, el argentino y Matanza Cine, la productora de Pablo Trapero. Bolivia tiene apenas tres estrenos nacionales por año; de ahí el interés que despertó la producción de Di buen día... “No sólo porque se trata delChe; también porque por primera vez estamos usando los lugares originales para hacer una ficción”, cuenta Verónica. “Queríamos que se respetara nuestra historia”, dice Fernando.
He visto al Che El viernes pasado, el Che reapareció por Vallegrande corporizado en el argentino Favio Giorgio, que hace unos años unió Rosario y La Habana en bicicleta y terminó instalándose en Vallegrande. Iban a contratarlo como productor en La Higuera cuando Verónica, que lo vio lampiño, pensó que podría interpretar al Che muerto. Lo hicieron ayunar varios días, le fraguaron una peluca y una barba en Buenos Aires y el viernes, por fin, Vallegrande volvió a ver al Che en la lavandería. Dorita todavía se acuerda: tenía 11 años cuando se escabulló entre los soldados para ver los ojos abiertos de Guevara.
Otro que está impresionado es el vallegrandino Anemesio Mariscal, que entonces hacía el servicio militar –a fines de los ‘60, Villagrande era zona militar– y hoy es oficial del ejército de Bolivia. “No luché contra él porque había que tener entrenamiento especial”, dice, “pero sí estuve como soldado en este pueblo”. Lo impresionó ver a Favio postrado en la lavandería con los ojos abiertos, sin respirar, expuesto como trofeo, casi cuarenta años después. “Es una lástima no haber sabido antes qué pensaba el Che. En esa época nos decían que era malo, pero hoy estoy a favor. Luchaba por un mundo más justo. Si el Che hubiera ganado, estaríamos mejor”, dice. Pero el que más se impresionó fue el propio Favio cuando se vio desnudo, con esas heridas en el cuerpo.
En estas tierras el Che tiene estatura de santo: San Ernesto de La Higuera, santo de Vallegrande, que llegó del cielo en helicóptero. “Se purificó su almita, luchó por los pobres, sufrió su asma, sus enfermedades, la falta de comida, así entró al cielo purito”, dice Dorita. Lo mismo opina Ernesto Vargas Padilla, de 13 años: “Qué nombre que tengo, ¿no?”, dice. “El Che logra que los milagros se cumplan. Uno le reza, el Che va y habla con Dios y entonces Dios concede el milagro. El Che es un intermediario ante Dios”. Quién lo hubiese imaginado. Ernestito cuenta que actuar le hizo mover los ojos como nunca en su vida. En la película se quedará con el cinturón del Che y con la cámara de fotos que un periodista francés pierde cuando intenta fotografiar esas manos cortadas. El que hace de médico –el que corta las manos– es Hugo Sánchez, un periodista invitado para cubrir el rodaje que reemplazó a un extra que no llegó a tiempo.
Se dice de mí Si el Che hubiese muerto en Suiza, no habría dudas sobre el modo en que sucedió, quién lo mató o qué pasó con su cuerpo. Pero Vallegrande –ya sea para pasar a la Historia o desorientar al viajero– es la capital mundial de la versión no confirmada. Pastor Aguilar, historiador local, no pudo ir a ver el cuerpo del Che a la lavandería del hospital de Vallegrande porque lo buscaba el ejército boliviano. Nunca participó de la guerrilla ni tuvo contacto con el Che, pero su militancia cívica –quería mejorar los caminos y conseguir agua potable– lo había marcado. El viernes pasado, cuando entró a la lavandería, se tomó una revancha personal con la Historia. “Ahora podemos decir que el Che se equivocó en Bolivia”, dice Aguilar. “Le infomaron mal, y no tenía buenos mapas. Además, el gobierno difundía noticias sobre delincuentes, bandidos, extranjeros, y el Che no podía llegar con su propaganda”. Para Aguilar, la reforma agraria del ‘52 permitió que los campesinos fueran dueños de la tierra en un 80 por ciento. “Su prédica no era necesaria para los bolivianos”, simplifica.
Apenas aparecieron las primeras fotos del Che en el pueblo, muchos compraron para prenderles velas. Cada 9 de octubre, por pedido de Vallegrande, el párroco de la iglesia conmemora su muerte con una misa. “Pagamos y pedimos una misita por San Ernesto de La Higuera. Durante ladictadura sólo pedíamos una misa por Ernesto, porque Che era sinónimo de comunismo”, dice Dorita.
Unas cuadras hacia el monte está el restaurante El Mirador. Lo atiende su dueño, el alemán Erick Lost, que muestra una foto en la que sonríe ante el cuerpo inerte del Che. ¿Qué hacía un alemán en 1967 en Vallegrande? Nadie lo sabe. Pero Erick se volvió un erudito en la figura del Che, aunque admite no compartir sus ideales. Le cuento que en París estuve con Benigno –uno de los tres únicos sobrevivientes de la guerrilla del Che– y me pregunta cómo está, cuándo piensa venir por aquí. Lo conoció una noche en que Benigno, después de evaluar la seguridad del lugar, fue a comer con unos franceses. Erick estuvo también con el periodista John Lee Anderson, que obtuvo la confesión del oficial Vargas sobre el lugar de la exhumación y lo acompañó en las primeras búsquedas de sus restos. “Vargas no sabía exactamente dónde estaba el cuerpo”, dice Erick, que quedó impresionado con la reconstrucción de la exhumación. “Estaba igualito”, cuenta.
Por un azar, quienes tuvieron que ver con el paso del Che por Vallegrande terminaron pasando a la Historia. Y ahora, también, al celuloide. Es el caso del fotógrafo René Cadima, hoy en silla de ruedas, que sacó las fotos históricas que dieron vuelta al mundo, o la maestra de la escuelita de La Higuera Julia Cortez, que ahora cobra al menos 200 dólares por entrevista. “En la época de la exhumación los testimonios cotizaban entre mil y dos mil dólares”, cuenta Favio, el nuevo checito de Vallegrande. La colaboración del pueblo con el film se nota en cada toma: cuando el choquito (rubio) Nico pide silencio a la plaza y todo el mundo se calla, o cuando Juan Pablo Urioste, director de fotografía, pide rehacer un encuadre y debe mover a la gente que anda por ahí, o cuando el sonidista, obsesivo, pregunta a los gritos quién tiró la cadena del inodoro. Entre toma y toma, los vecinos siguen con sus cosas. “Tengo que ir a ver las verduras que dejé en el agua”. “Tengo que ir a dar de comer a los chicos”. “¿La muertita puede ir al baño?”, le preguntan a Verónica, y detienen el rodaje por varios minutos.
La escena del crimen Cuarenta y siete personas se alojaron en La Higuera, a sesenta kilómetros de Vallegrande, que hace poco cambió su nombre por La Higuera del Che. La idea no era retratar lo sucedido sino contar cómo mutó el pueblo. La Higuera –quince casas, cuarenta habitantes– se usó para filmar la captura del Che, la partida del helicóptero a Vallegrande, las ráfagas de balas sobre los guerrilleros capturados en la Quebrada del Churo. Favio me acompaña hasta la famosa escuelita que vio entrar al Che con vida y lo despidió muerto. Ahora intenta armar un museo sobre su vida, con fotos de la época y testimonios, entre otros, del mismo Gary Prado, que estaba al mando de la captura del Che.
El lugareño Manuel Cortez todavía recuerda lo que pasó el 26 de septiembre del ‘67, cuando los guerrilleros aparecieron en Picacho, cerca de La Higuera, donde había fiesta. Hasta julio, el ejército boliviano había luchado asesorado por los norteamericanos. Apenas se conoció la presencia de la guerrilla, el gobierno de EE.UU. envió aviones de caza y armas automáticas y organizó en Santa Cruz una escuela antiguerrillera de la que salieron mil soldados en dos meses. El grupo del Che tenía 23 hombres; el de Joaquín, que se había abierto semanas antes, apenas 17, y desorientados. El 31 de agosto, el grupo de Joaquín es aniquilado mientras cruza el Vado del Yeso sobre el Río Grande. El Che escribe en su diario: “Éste es el mes más malo de la guerrilla”. Unos días después decide cambiar su lugar de operaciones. Quiere llegar a Pucará y, para eso, desde el Río Grande, debe pasar por La Higuera, remontar el Churo e ir a Santa Cruz a través de Vallegrande.
Todavía hoy se ve el sitio desde La Higuera, donde el pueblo festejaba. Manuel Cortez señala con el dedo el abra de Picacho. Algunos dicen que el Che bailó con mujeres del lugar. Poco después aparecieron por La Higuera, donde los hombres habían desaparecido, “algunos porque estaban en lafiesta, otros porque tenían miedo”, cuenta Manuel. En casa del telegrafista (donde se encontró un parte que informaba de la presencia de guerrilleros) vive un grupo de franceses que abrió un pequeño hostal. Ahí durmió el equipo de Di buen día... Favio muestra desde La Higuera el paso de la guerrilla, el camino que emprendió hacia el Churo, las últimas emboscadas, el lugar exacto donde el Che fue capturado, el punto frente a la escuelita donde un grupo de guerrilleros se sentó a buscar noticias, sin saber que Guevara estaba prisionero enfrente. Según consta en su diario, el Che pensaba que, de capturarlo, lo juzgarían en Camiri o en Santa Cruz. “A las 2 de la noche paramos a descansar”, fue lo último que escribió.
Por fin, Favio y Manuel invitan a conocer la escuelita, hoy ilustrada con un mural de unos rosarinos. Todo cambió desde la conmemoración de los 30 años de la muerte del Che, día en que el pueblo cambió de nombre. Ahora, un busto inmenso adorna la plaza. Manuel dice que el almita del Che se le aparecía las primeras noches, hasta que se limpió la sangre de la escuelita. Las paredes están llenas de imágenes y frases; sólo unas pocas alientan el resentimiento. Ustedes lo dejaron solo, escribió alguien. Días después de la muerte de Guevara, muchos pobladores se fueron: creían que Cuba bombardearía La Higuera en represalia. Hoy vive allí menos gente que entonces.
Cuesta imaginar en un lugar tan pequeño al comandante de la Cuarta División del Ejército, el de las dos compañías de Rangers y el cubano al servicio de la CIA que tenía como misión identificarlo. No sé si la teoría de que al Che lo dejaron morir en Bolivia es totalmente cierta, pero visto de cerca el lugar parece inmensamente solitario. También cuesta imaginar a la maestra Julia Cortez –la que ahora cobra las entrevistas, la que entonces había escrito en el pizarrón la frase Tengo fé en Dios– recibiendo del Che una lección de prosodia: “fe”, le dijo Guevara, no lleva acento. En esa misma escuela durmió el equipo de filmación mientras rodaba en La Higuera, casi cuarenta años después de que el mensaje fatídico llegara hasta allí vía Vallegrande: Di buen día a papá. Era la orden en clave para ejecutar al Che.