Dom 11.07.2004
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MúSICA

Oíd mortales

¿En qué se parecen la música clásica y la cumbia villera? ¿Es posible que los arreglos de Troilo no sean “mejores” que las canciones de Erreway? ¿Por qué personas que usan el mismo tipo de ropa, votan parecido y hasta ven el mismo tipo de cine, escuchan músicas totalmente distintas? En su flamante Efecto Beethoven. Complejidad y valor en la música de tradición popular, Diego Fischerman indaga en estas y otras cuestiones alrededor de la música que revolucionó el siglo XX: la popular.

› Por Pablo Gianera

Woody Allen espera a una mujer. Lo acompaña en la espera su mejor amiga, a quien le confía la decisión de musicalizar la inminente cita. “¿Qué música pongo: Oscar Peterson o Béla Bartók?” La mujer, que es Diane Keaton, le responde: “Oscar Peterson, y que se vea la tapa de Béla Bartók”. La escena pertenece a la película Sueños de un seductor y aparece citada en Efecto Beethoven, el libro de Diego Fischerman recién editado por Paidós. Como la portada, una intervención sobre la tapa de Sgt. Pepper, en la que, por ejemplo, Miles Davis ocupa el lugar de Ringo Starr, Piazzolla el de George Harrison y Louis Armstrong el de Sonny Liston, la anécdota condensa de manera bastante precisa los temas del libro (los tráficos y sustituciones entre la música popular y la música de tradición escrita, los modos de circulación y los valores relativos de las distintas músicas, su consumo y sus funciones), y da también el tono de Fischerman: una conjunción, siempre al filo de la paradoja, de precisión y humor, ironía y entusiasmo.
En realidad, Efecto Beethoven es una continuación, con los mismos medios pero otros fines, de La música del siglo XX, el libro anterior de Fischerman, aunque con la diferencia de que si antes la meta era eminentemente divulgativa, se cuela en este caso un compromiso personal con el tema que llega a lo autobiográfico. “Es un homenaje a una manera de escuchar música que para mí tiene mucho que ver con la adolescencia, con el momento de la curiosidad, de la avidez”, explica. Exacto en la proporción de teoría y hedonismo, Efecto Beethoven se instala en la zona apenas desflorada de la ensayística musical. Hasta hace poco, hablar del ensayo sobre música en la Argentina era como hablar de equitación protestante, según la famosa impugnación de Borges contra la literatura comprometida. La aparición de un libro de musicología dedicado al examen de la música popular –a la emergencia de una nueva música para escuchar más allá de la tradición escrita– constituye un fenómeno tan extravagante como propiciatorio, sobre todo porque, involuntariamente, arma una pequeña constelación con las publicaciones simultáneas de otros dos críticos. “Me parece sumamente rico que muchas personas piensen sobre objetos similares de maneras distintas. El hecho de que, después de años en los que no se publicaba prácticamente ningún libro de música en la Argentina, salgan casi al mismo tiempo la segunda edición de Jazz al Sur de Sergio Pujol, La invención musical de Federico Monjeau y este libro mío me parece fantástico. Son tres maneras totalmente diferentes de acercarse a lo musical, eligiendo cortar el queso de modos distintos.”
¿Por dónde corta el queso Efecto
Beethoven?
–Un disco de Enrique Iglesias puede tener una orquesta gigantesca y no tener nada que ver con este libro. En cambio, un solo de guitarra de Atahualpa Yupanqui es mucho más sencillo, y sin embargo posee algo de densidad que lo convierte en objeto de este libro, que es aquellas músicas que se escuchan como música. Es decir, donde la escucha atenta termina teniendo una función esencial.
¿Qué quiere decir, tal como afirma en la primera página del libro, que la cumbia villera y la música clásica, en un plano, no son muy distintas?
–Quiere decir exactamente eso: que en un plano no son muy diferentes. Sobre música se escribe muy poco y lo que se escribe en los países hispanoparlantes es sobre música clásica. Hay una identificación muy fuerte entre la música y la música clásica. Por otro lado, la música ocupa un lugar muy importante en la vida cultural de las sociedades burguesas capitalistas occidentales. Un porcentaje altísimo de esa música corresponde a lo que el mercado denomina música popular y que, sin embargo, está muy lejos de ser una categoría. La intuición que yo tenía es que pasan cosas de las cuales la teoría no está hablando. Por ejemplo, que “música popular” no quiere decir nada. Una definición donde caben Troilo,Chick Corea, Egberto Gismonti, Bandana y Los Pibes Chorros, es una calificación que no me está diciendo nada.
Algunas disquerías incorporan una suerte de estratificación cuando destinan en sus locales un sector reservado a la música clásica, el jazz y el tango.
–Pero Amalia Rodríguez o Edith Piaf pueden aparecer en la sección “Países”. O Serrat en “España”, junto con Julio Iglesias. No hay prácticamente teoría sobre la música popular. Y aparece ahora toda una tendencia que tiene que ver con el análisis sociológico de la música; mucho trabajo universitario sobre la bailanta en la formación de identidad de los grupos migratorios... A mí me interesó hacer un libro en el que quedara claro que estas músicas de tradición popular no son sin lo social, pero tampoco son sólo lo social. Desde lo social, no hay tantas diferencias entre la cultura alta y la cultura baja. Si uno piensa la música clásica y la cumbia villera, sus funciones son distintas, pero ambas las cumplen. Tanto el público de ópera como el público de cumbia villera piensan que esa música es superior a otras, que en esa música pasan cosas de la vida, que se juegan algo propio en lo que saben sobre Maria Callas o Los Pibes Chorros.
¿Tiene sentido hablar de música buena y música mala?
–Yo me planteo la imposibilidad de establecer valores desde afuera de un sistema. El tipo que escucha música advierte que no es lo mismo Piazzolla que Bandana. Hay frases en el sentido común, como por ejemplo: “No hay música popular y música clásica sino buena y mala música”. Ahí se hace referencia a una idea de valor que estaría por encima de los géneros. Es una idea que no se sostiene, porque el público de Erreway va a definir la calidad de manera totalmente distinta que el público de free jazz. Y, además, mucha música comercial está hecha con calidad. La orquesta que acompaña a un cantante melódico centroamericano está formada por músicos que tocan muy bien y tiene, desde una cierta mirada, mucha más calidad que la Bersuit. Pero en la Bersuit hay un grado de densidad en el lenguaje que no está en el otro caso. Me resultaba imposible encontrar una forma de establecer un criterio universal por el cual los arreglos de Argentino Galván para Troilo sean mejor que la música de Erreway.
Sin embargo, quienes escuchan música popular suelen reconocer y aceptar el valor de esa otra música que no escuchan.
–Con la música pasan cosas distintas que con otras artes. Por empezar, el grado de compromiso individual que hay en las discusiones sobre música. Si alguien dice que le gustó una película y uno contesta que no le gustó, no pasa nada. Si alguien dice “qué buenos los Redonditos” y otro dice que “son una cagada”, es terrible. Ahí se está discutiendo sobre los individuos, ya no sobre los Redonditos. Esto pasa porque la música es muy variada y define cuestiones terriblemente sutiles y personales. Sectores sociales que consumen el mismo tipo de ropa, que votan parecido en las elecciones, y que incluso ven el mismo tipo de cine, escuchan músicas totalmente distintas.
¿Cuánto influyeron la radio y el disco en que la música popular empezara a ser escuchada con las mismas normas y valores de la música clásica?
–El disco permite un cambio de funcionalidad: una música que era para hacer llover, de golpe la ponés en tu casa y ya no la estás poniendo para que llueva. Aun si se tratara de un pigmeo que se compró un tocadiscos, cuando la pone en su casa no quiere que le llueva arriba del equipo. La pone para otra cosa en la cual la idea de la escucha empieza a ser esencial.
En el jazz, el desafío, la continua fuga hacia delante, terminó independizándose y anuló ciertas funciones sociales de esa música; el baile, por ejemplo.
–En el arte, muchas cuestiones que aparecen al principio asociadas a otras cosas, se van independizando. En la música que llamamos clásica esto es muy evidente. Muchas cosas que estaban asociadas a la música desde siempre (el timbre, las densidades, las texturas) empiezan a ser independientes. Lo mismo pasa en las músicas de tradición popular, que se convierten en evolutivas. Particularmente, hay cuatro que son muy evolutivas: el tango, el jazz, la bossa nova y el rock. Son músicas que en tiempos muy breves pasan de ser muy funcionales, muy ligadas a ritos sociales, a ser muy abstractas y con permanentes cambios de estilos. Del rock’n’roll inicial que inunda el mundo en los años cincuenta y sesenta al lado B de Abbey Road hay una distancia conceptual infinita. Por eso –por el modo en que se sitúan frente al lenguaje musical, a la idea de lo artístico–, hay un corte entre Bill Halley y Jimi Hendrix, aunque uno pueda pensar que corresponden a una misma categoría.
En la música popular parece haber una jerarquía residual, que se manifiesta, por ejemplo, en ciertos grupos de heavy metal que tocan a Bach con una orquesta de cuerdas y lo usan como vehículo para exhibir su virtuosismo.
–En general, esta idea de préstamo y de jerarquía desnuda un saber precario. Quien no sabe de música clásica toma de ella sus rasgos más superficiales. El caso del rock progresivo es interesante. Yes se acerca al mundo de la música clásica en dos aspectos distintos. Uno es el más aparente y es el menos interesante: las sonoridades grandiosas, la idea de la extensión como valor, de que la música clásica es más profunda porque tiene muchos timbres. Ahí se dan los momentos más autoparódicos. Pero de lo que habla el libro es de cómo Yes, Gentle Giant, Zappa, King Crimson, Piazzolla toman de la música clásica una idea de circulación, de complejidad, de que es mejor la música que tiene distintos niveles de escucha que la que tiene menos. Paradójicamente, Yes es más clásico cuando hace rock que cuando quiere parecer clásico. En definitiva, no me importa cuando estos músicos se parecen a la música clásica porque usan orquesta; lo que me importa es cuando circulan como antes circulaba la música clásica. Esto le cabe tanto a un blues como a una chacarera tocada por Yupanqui.
Se cita en el libro una frase del musicólogo Nicholas Cook que dice que escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura. ¿Por qué es tan difícil referirse a la música con palabras?
–Es mucho más violento hablar sobre música que hablar sobre cine o literatura. Es más ajeno, más intrusivo. Y, sobre todo, no existe la posibilidad de la referencia inmediata al objeto. En un libro sobre literatura puedo citar una frase, un capítulo; en la música, no. Incluso en la pintura se puede decir: miren al tipito que está ahí abajo cagando monedas. A mí me gustaría que el libro sirviera para que quien lo lea escuche en una música cosas que no escuchaba, y que eso le produzca más placer. Creo que el crítico de música, el ensayista de música, es un disc–jockey ampliado. Es alguien que trata de decirnos: “Che, escuchá esto”.

Efecto Beethoven se presentará el próximo miércoles a las 18.30 en Notorious/Gandhi, Av. Corrientes 1743.

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