HOMENAJES
Aunque nunca se fue, Quino está de vuelta: el miércoles presenta su nuevo libro, ¡Qué presente impresentable!; y el otro miércoles inaugura una completa retrospectiva en la que recorre toda su obra, incluido material casi inédito, olvidado, iniciático y hasta publicitario sobre temas tan inesperados como la ginebra, las alfombras, los deportes y la televisión.
Vino impecable de origen. Vino Lavado de apellido y de salida. Prelavado casi:
Quino empezó hace medio siglo con un dibujo tan limpio que no parecía
para salir a la calle. Sólo de tablero. Porque en la calle, en las revistas,
eso que él hacía no se usaba. Pero el muchachito mendocino con
semisonrisa, anteojos ya y dos dedos de pelo todavía –sobre varios
más de frente– tenía una línea tan clara como sus
ideas. Por eso pudo ser él entre ajenos, sin ensuciar ni la línea
ni las manos ni las ideas.
Así, en el principio, el principiante hacía un humor mudo que
interrumpía cada semana, con varios minutos de silencio, las páginas
saturadas de ruido verbal y gráfico del glorioso Rico Tipo de los ‘50.
Quino fue –como había sido Oski desde lo suyo– la posibilidad
de otra cosa al margen del costumbrismo torrencial de humor porteño de
Divito & Cía. Lo notable es que lo hiciera ahí y lo singular,
en ese Quino primero, es que trabajara con humor callado y –además–
con sujeto tácito. Sin personaje o rubro en qué descansar.
Porque por entonces y a diferencia de hoy, eran frecuentes las historietas unitarias
de humor silente: Lino Palacio solía callarse con Don Fulgencio; Ferro,
siempre lo hacía con Cara de Angel, Medrano nunca dibujó un globo
en los Grafodramas de La Nación y eran varias las triviales tiras mudas
sin marca de origen que poblaban la contratapa de La Razón, ese mercado
persa.
Pero hay –se sabe– diferentes maneras de callar. La mayoría
con el silencio dice poco o boludeces; los genios –Steinberg, Herriman,
Sterrett– casi demasiado: no falta nada, sobra sentido. Es lo que va de
cualquier mimo a Buster Keaton. Lo de Quino fue siempre silencio elocuente;
el gag único o la secuencia mínima con otra vueltita de tuerca,
ese plus –de relato entrevisto, de apunte psicológico o social–
que hizo que un calificado de la generación siguiente, Fontanarrosa,
lo recortara contra su tiempo y el resto: “Quino aportó la inteligencia”.
Eso es. Y puso un techo nuevo.
Pero no se enyesó. Aunque Quino entró en los ‘60 armado
y afamado, con un oficio hecho, otra vez –como una década atrás–
no hizo lo que había o lo que solía él mismo hasta entonces
sino otra cosa: de repente, Mafalda.
Limpiamente, Lavado saltó la valla de la mano de la petisa y en un solo
gesto rompió su rutina y la de los medios. Asumió riesgos, como
se dice ahora. Sobre el papel, cambió todo menos la línea y la
obsesiva claridad: tomó la palabra, asumió la secuencia –tira
autoconclusiva– y creó un personaje (y después pobló
sus alrededores con otros). Nada de eso había hecho hasta entonces. Con
todo el background y la historia del subgénero a sus espaldas –menos
mochila que camino hecho: la melena de Nancy, la brillantez de María
Luz, la barrita de los Peanuts, la ternura de Little Lulu– Quino supo
contar, como siempre, otra cosa.
Además, se mudó en el kiosco, porque Mafalda zafó de las
pilas de tiras en lo que era por entonces el patio trasero de los diarios y
también del confinamiento en las revistas “de chistes”. Quino
ocupó con Mafalda un espacio original en un tipo de medio nuevo: Primera
Plana, el semanario moderno de información y análisis político.
Allí, como después en El Mundo y más tarde en Siete Días
y durante una década larga, la nena y sus amigos establecieron una complicidad
inédita con lectores avisados, cómplices en un juego con código
propio: la historieta con chicos que no es para chicos porque habla (también)
de otra cosa.
Esos diez tomos de Mafalda –porque con Quino el chiste entra en la librería:
se guarda y se relee– son, además de una dilatada muestra de humor
de rarísima perfección, una obra maestra fechada, una enciclopedia:
el pensamiento vivo, temores, ilusiones, conflictos y opiniones de la clase
media urbana en vísperas de la tragedia argentina que la diezmaría
primero y la desclasaría después. Como si durante una década
hubiese pedido la palabra, con Mafalda el elocuente Quino dijo todo lo que tenía
que decir. Y después se volvió a callar. Acaso porque sobraban
o faltaban las palabras para nombrar o comentar lo que se venía.
Porque hace treinta años, por tercera vez, Lavado le sacó punta
al lápiz, cambió el plumín y empezó de nuevo. Necesitaba
sacarse impurezas y basuritas de coyuntura, hábitos y estereotipias de
un dibujo siempre limpio pero ya almidonado de tanto repetir caras y gestos
queridos pero demasiado transitados. Suspiró hondo y, un poco más
golpeado y serio o simplemente amargado ante ese mundo que no quiso que su nena
compartiera, volvió a poner el énfasis ahí, en la pelea
contra las fórmulas y las facilidades de la mano. A dibujar más
y mejor sus ideas, destilar un humor conceptual, sutil y elaborado.
Y lo ha hecho a su manera, con limpieza y la seguridad de los que se atreven
a trabajar sin red. En las páginas impecables que regularmente entrega
desde entonces, Quino ha logrado combinar el máximo de universalidad
temática –su domicilio de lectura es poco menos que el mundo–
con un tratamiento gráfico personalizado, si cabe el moderno, espantoso
barbarismo: Quino ilustra ideas pero lo hace dibujando con pormenores, personas
en contexto, gente en su sitio, según su expresión.
Porque el Quino de la madurez –realista o alegórico– suele
dar cuenta minuciosa del cuerpo y de los objetos. Ya sea en secuencias de varios
cuadros o en cuidadas escenas integrales en las que “sube la cámara”
a lo Health Robinson, hay volúmenes y perfiles, una voluntad de torcer,
arrugar y sutilizar la línea alguna vez planchada, para obligar a mirar
lo que se ve, las personas y las cosas cada vez más presentes.
Lavado, bien lavado pero sin planchar, el joven Joaquín y el viejo Quino
han sabido ser siempre el mismo y, cada vez, otro. Y no ha sido una estrategia
para sobrevivir sino simple coherencia. Algo que no se dibuja, pero que se nota
al dibujar.
John, Paul, George, Ringo y Quino
Por Rodrigo Fresán
Si la saga de Mafalda es la indiscutible gran novela sobre la clase media que
la literatura argentina no se ha atrevido –o nunca podrá–
escribir, entonces también hay que aceptar que entre las planchas a toda
página de Quino están varios de los mejores cuentos jamás
narrados por un argentino.
Lo que quiero decir –perdón, disculpas, no lo puedo evitar–
es que para mí Quino es un gran escritor.
Un gran escritor que dibuja.
Cincuenta años dibujando historias o medio siglo narrando imágenes.
Da igual.
Ustedes eligen porque, está claro, ustedes tienen sus propias ideas y
versiones de Quino. Siempre sucede lo mismo con los fenómenos indiscutiblemente
universales. Ocurre puntualmente cuando se intenta, sin conseguirlo, hacer precisiones
sobre un enorme grande: se tropieza y se cae –uno se deja ir, feliz, confiado,
sin miedo, sonriendo– en la imposibilidad de una definición funcional
y certera. Porque para mí uno de los rasgos definitorios de lo verdaderamente
importante es que, cuando se intenta acorralar al sujeto en cuestión
para el diagnóstico, éste se escapa entre las letras y las líneas
y, finalmente, se resiste al poder de toda síntesis. Es decir: a Quino
no hay que explicarlo. A Quino hay que disfrutarlo. Hay que saber gozar de lo
que hace Quino sin preocuparse demasiado por saber cuál es el tipo de
goce con que Quino nos hace gozar de Quino.
Algo parecido ocurre con los Beatles, ahora que lo pienso. Y, por una vez, las
comparaciones no son odiosas: son pertinentes. Aunque estoy convencido de que
a Quino le va a causar cierta tímida incomodidad leer esto. Otra vez,
lo siento: la culpa es suya porque él se lo buscó y, por el camino
-todos juntos ahora y siempre– nos encontró a todos nosotros.
Y ahora que lo vuelvo a pensar, la idea de compaginar a Quino con los Beatles
es, además, práctica a la hora de escribir esto que estoy escribiendo.
Uno y otros gozan de la rara y preciosa intemporalidad de los clásicos.
De acuerdo: puede datarse la sencillez de las primeras canciones o las vacilaciones
del trazo primerizo; pero lo importante es que siguen sonando igual de efectivas
y siguen produciendo la misma sonrisa del primer día. Y es que, por lo
general, tanto la música pop como el humor gráfico son animales
que envejecen rápido. No ocurre esto con Quino –y me parece más
que necesario apuntarlo en este texto para acabar de redondear unas efemérides
ya de por sí redondas–; porque hay en su humor algo de eterna eficacia.
Y si Quino hubiera vivido y dibujado durante el Renacimiento hoy nadie insistiría
en la vulgar pregunta esa de a qué se debe la misteriosa sonrisa de la
Gioconda.
Quino –ilustre hijo ilustrador, padre nuestro que estás en los
cuadritos- permanece. Quino no se gasta ni viene con fecha de vencimiento. Sus
páginas pueden ser contempladas una y otra vez no para encontrar algo
nuevo sino –mucho más difícil– para encontrar lo mismo
que antes pero como si fuera en una eterna primera vez. Sí: los chistes
de Quino aguantan la repetición y el reencuentro. Sus gags mudos o parlantes
no pasan de moda, su mirada no ha perdido con el correr de los años esa
inocencia cruel y esa agria dulzura que es lo que distingue a los grandes humoristas.
Ahí están y siguen estando –dibujados con esa línea
tan limpia como virulenta– sus ancianos inmortales, sus mayordomos rebeldes,
sus chefs flambeados, sus bodas tristes y sus alegres funerales, sus pasajeros
sedentarios, sus músicos sin partitura, sus poco magníficos magnates,
sus náufragos aislados, sus militares vencidos hasta en lavictoria, sus
grandes cuadros en paredes inmensas, sus pequeños filósofos de
living, sus músicos desafinados, sus cirujanos sin anestesia, sus vitales
suicidas, sus despectivos mozos y camareros, sus empleados de oficina cada vez
más inmensamente empequeñecidos, sus niños adultos y adulterados,
sus ángeles pecadores, sus Adanes y sus Evas como primeros exiliados
de un Paraíso que se recupera sólo a la hora de la risa y, finalmente,
su Dios carcajeándose de nosotros que siempre seremos –a su imagen
y semejanza– su mejor e insuperable chiste.
Un chiste de Quino es como Can’t Buy Me Love o All You Need Is Love,
como All Together Now o Come Together, como A Hard Day’s Night y A Day
in the Life de los Beatles: parece haber estado allí desde el principio
y parece que se va a quedar hasta el final y, otra vez, a muchos se les antojará
extremadamente caprichoso esto de compaginar las figuras de cinco provincianos
planetarios –uno nacido en Mendoza y cuatro nacidos en Liverpool–
pero para mí es inevitable. John, Paul, George, Ringo y Quino son parte
indeleble de mi infancia –de mi información o deformación–
y de tantas otras infancias.
Y van juntos, inseparables.
Y aquí me resulta inevitable ponerme personal: conozco a Quino desde
que nací; Quino me dibujó un diploma certificando este vínculo
–con huella digital incluida– con el que deslumbré a mis
incrédulos y envidiosos compañeritos de primaria; y apenas unos
meses atrás tuve otra vez el placer y el privilegio de encontrarme con
Quino en Barcelona. Vi a Quino ver un Quino en una exposición sobre Picasso
y la caricatura: ése en el que una mucama de Quino limpia un departamento
y, de paso, “ordena” el Guernica en la pared. Quino lo vio y Quino
se sonrió viéndolo y yo me sonreí viendo sonreír
a Quino ante un Quino. Lo de antes: un placer y un privilegio.
Y, sí, insisto: creo recordar un chiste de Quino donde aparecían
los Beatles. Pero no estoy seguro. Ya sé: hay varias tiras de Mafalda
sobre el tema. Pero yo me refiero a una de sus páginas grandes y sueltas.
No la encontré en su autoantología Esto no es todo. Pero sí
vi y leí allí varios chistes que no conocía. En uno de
ellos –¡cómo me gusta cuando Quino se dibuja a sí
mismo!– Quino es llevado preso por una “policía humorística”
que no lo considera gracioso.
Buenas noticias: todo parece indicar que las autoridades se dieron cuenta de
su error o, mejor todavía, que Quino se ha fugado de la cárcel.
Y cualquier día de estos –si no existe, si yo lo imaginé–
Quino dibujará ese chiste donde John, Paul, George, Ringo y Quino estarán
definitivamente juntos para el resto del mundo como ya lo están para
mí.
Pero –gracias por lo que vino y gracias por lo que vendrá, Quino–
no hay apuro y hay mucho tiempo.
We love you, yeah, yeah, yeah.
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