RESCATES
Fin de semana de locos
A partir de esta semana se exhibirá en cine (por primera vez desde su estreno) Delirio de pasiones (Shock Corridor), la película de Sam Fuller sobre la locura americana que en 1963 se anticipó una década a Atrapado sin salida. Una buena manera de asomarse al cine de uno de los directores más bizarros de todos los tiempos.
› Por Mariano Kairuz
Sam Fuller estaba loco o se hacía el loco. La brecha que existe entre lo uno y lo otro se parece a la que separa a una porquería de una obra maestra, que es más o menos el rango de las calificaciones que les fueron atribuidas en su momento (y se les siguen atribuyendo) a sus películas. Está bien: es probable que Fuller estuviera un poco o incluso bastante chiflado, pero las salvajes visiones sobre su amada y odiada Norteamérica (“es una bendición poder amar a mi país, aun cuando me provoca úlceras) que solía descargar brutalmente sobre su público tenían que ser, por lo menos, producto de una mente con destellos de lucidez. Los Estados Unidos, en los que estrenó films como El rata, La ley del hampa o El kimono escarlata, aún sentían los temblores de la posguerra y se dirigían hacia otros dos enormes conflictos bélicos, entre los cuales escribió, dirigió y estrenó –en 1963– el gran film del Hollywood clase B sobre la locura:
Delirio de pasiones (Shock corridor). La decimosexta de las películas norteamericanas de Fuller se vincula de manera directa con la primera parte de la biografía de su director, es decir, sus primeras armas en el “infame” periodismo sensacionalista de la Nueva York de los años veinte. El protagonista de Shock corridor es un periodista que, lanzado sin frenos a la carrera por el Pulitzer, se hace pasar por loco para ser internado en un hospital psiquiátrico y resolver, desde adentro, un crimen y terminar descubriendo, también desde adentro, el verdadero manicomio en el que se había convertido Estados Unidos a comienzos de los años ‘60.
Shock corridor se anticipó en más de una década a la película que durante años estaría considerada como la obra definitiva sobre las instituciones psiquiátricas, Atrapado sin salida, que para eso, para hacerse el loco, estaba ya a esas alturas consagrado Jack Nicholson.
Los delirios de grandeza de Johnny Barrett (Peter Breck), el protagonista de este film, lo llevan a jugar con fuego: con la venia de sus editores, hace pasar a su novia Cathy (Constance Towers), que es bailarina de cabaret, por su hermana y la convence de denunciarlo por “sus avances incestuosos”. El final de todo el asunto se ve venir desde lejos, pero Fuller no apuesta a la sorpresa (como sí parecía hacerlo Milos Forman en el lobotómico final de Atrapado sin salida) sino a la fatalidad.
Shock corridor administra dosis de un surrealismo lisérgico al público de los años ‘60, especialmente en las escenas en las que Cathy se le aparece febril a Johnny –que ya está “adentro”, tras engañar “al mejor psiquiatra del estado”– bailando literalmente alrededor de su cabeza. Pero el negro corazón de la película parece residir en los encuentros de Johnny con los tres testigos del crimen. Fuller los hace encarnar, presentándolos de uno en uno y sin mayores sutilezas, una tríada de temas norteamericanos urgentes. Por un lado está Trent, el ex estudiante negro, el primero en ser admitido en una Universidad sureña repleta de chicos blancos como parte del gran proyecto integracionista de la época, ahora convencido de ser uno de los más duros militantes del Ku Klux Klan. Por otro lado está Stuart, chico del sur con crianza a base de lecciones diarias de xenofobia, convertido al comunismo durante la guerra de Corea y luego “desprogramado”, que regresó desde el frente sólo para encontrarse con el duro destino que su país les reserva a los veteranos de guerra. Y por último, el doctor Boden, ex genio científico involucrado en el desarrollo de la bomba atómica. Fuller escribe su película con tinta roja y habla de lo que se le antoja que es importante hablar: racismo, intolerancia, hipocresía y guerra nuclear. Así de sensacionalista, de enérgica y de encantadoramente arbitraria es Shock corridor.
Para cuando filmó finalmente su primera película como director –que fue Yo maté a Jesse James–, Fuller ya había trascendido su etapa periodística y ya había peleado en la Segunda Guerra, experiencia que cuenta en su autobiografía A third face. En su libro habla del día D, del asesinato deguerra en primera persona y de cómo afecta al soldado la primera vez y las siguientes (“Cuando uno vuelve a matar, le está disparando al mismo hombre una y otra vez. Tu voluntad de supervivencia te sorprende, sacándote eventualmente de la cabeza pensamientos abstractos tales como el remordimiento o la piedad”,) y no parece guardarse para sí ni una sola anécdota sangrienta, por ejemplo, una protagonizada por un brazo mutilado con un reloj pulsera que todavía hace tic tac. Fuller se preocupaba por esto. “Es imposible mostrar la guerra como verdaderamente es en la pantalla con toda la sangre y el gore. Tal vez sería mejor si uno pudiera disparar tiros de verdad sobre las cabezas del público todas las noches, y tener víctimas de verdad en la sala de cine.”
El cine de Fuller es el cine de un ex soldado del periodismo y de las fuerzas aliadas, y de ahí parece provenir su estilo directo, visceral, gráfico, salvaje y amarillista. “Odio la violencia, lo que no me impide utilizarla en mis films”, dijo. Muchos lo desdeñaron por primitivo, pero otros lo reivindicaron valiéndose del mismo adjetivo. Truffaut escribió: “Fuller no es un principiante, es un primitivo; su mente no es rudimentaria sino ruda. Sus películas no son simplistas, son simples, y es el tipo de simplicidad que más admiro. Hace un cine directo, irreprochable, ‘dado’ antes que asimilado, digerido o reflexionado. Fuller no se toma tiempo para pensar; está claro que está en su gloria cuando filma”.
Fue precisamente en una película de Godard, en Pierrot el loco, donde Fuller pronunció cuando ya casi se había retirado a la fuerza del cine norteamericano (pero bastante antes de sus cameos para Wim Wenders y Dennis Hopper y de sus colaboraciones con Jarmusch) una frase citada hasta el cansancio y que la cinefilia se encargó de convertir en máxima, sobre “el cine como campo de batalla: amor, odio, acción, violencia, muerte. En una palabra, emoción”. Todos elementos que se hacen presentes en Delirio de pasiones, entre los electroshocks y la increíble tormenta eléctrica que tiene lugar sobre el final ¡dentro de los pasillos del manicomio!