TORNEOS Y COMPETENCIAS
El fuego interminable
Dos mil setecientos años antes de que los oficinistas de la City se volvieran expertos en remo, vóley playero y kayak, unos griegos belicosos y creyentes celebraban los juegos olímpicos, el festival atlético-religioso en honor a Zeus que obligaba a miles y miles de espectadores a hacer 300 kilómetros a pie y hacinarse para ver correr, saltar, lanzar jabalinas o sangrar en durísimas peleas de pancracio. Sepa cómo eran las olimpíadas cuando nadie las televisaba.
Por Martín Paz
Hace días que la escena se repite en el horario del almuerzo: sentados en un bar frente al televisor, un grupo de oficinistas discute si Meolans equivocó el plan de carrera, critica la salida del competidor rumano en el caballete con arzones y señala el punto débil del equipo polaco de vóley: el bloqueo. Su desconocimiento de las disciplinas no es mayor que el de algunos imprevistos especialistas televisivos; su entusiasmo sí. Pero lo que pocos de los que celebran la inflación polideportiva de estas últimas semanas acaso tengan presente es que los juegos olímpicos –junto con los mundiales de fútbol, los máximos megaeventos de la industria del entretenimiento– comenzaron de alguna extraña manera hace casi tres mil años, en un polvoriento santuario rural dedicado a Zeus. Palabras como estadio, hipódromo o gimnasio remiten a ese remoto origen helénico; también muchas de las disciplinas de la competencia: el disco, la jabalina o la lucha. En cambio, algunos símbolos y pruebas que la vulgata olímpica tiene por antiguos son enteramente modernos: los cinco anillos entrelazados, por ejemplo, o la prueba de maratón, que el espíritu griego hubiera rechazado por desmesurada.
El olimpismo moderno, como todo el mundo sabe, fue refundado por el barón De Coubertin en la década del ‘90 (1890), con la consigna altruista de internacionalizar el deporte como vehículo de educación y progreso y la idea romántica de que participar ya representaba un éxito. Veamos, sin embargo, cuánto del espíritu que pretendía restituir De Coubertin animaba a la competencia antigua, una fiesta política y religiosa en la que el deporte simbolizaba el ideal de excelencia al que debía aspirar el hombre, pero en la que ya se escuchaban quejas por el profesionalismo de los atletas, el uso de tácticas antideportivas y la venalidad de los jueces.
Los que encendieron la llama
Cada cuatro años, la segunda luna llena que seguía al solsticio de verano –fines de julio, comienzos de agosto– indicaba el comienzo de la celebración del festival atlético-religioso en honor a Zeus, el mayor evento mundial de la antigüedad. Atletas, funcionarios de todo rango y turistas se trasladaban hacia Olimpia, región que recibe su nombre del monte Olimpo, la cumbre más alta de Grecia y mítica residencia de los dioses. Cientos de kilómetros separaban el santuario de la gran montaña en el valle comprendido entre los ríos Alfeo y Kladeo, a sólo 11 kilómetros del mar jónico. Al comienzo, en el siglo VIII a.C., la fiesta reunía a los atletas de las ciudades y los pueblos cercanos del sur y el oeste del Peloponeso. Tres siglos más tarde, la convocatoria ya abarcaba a todo el mundo griego y la celebración, que comenzaba con una hecatombe (el sacrificio de cien toros), se prolongaba durante cinco días.
Los juegos olímpicos eran los más antiguos y prestigiosos de los cuatro festivales nacionales, suerte de Grand Slam helénico que se completaba con los juegos délficos (dedicados a Apolo), los ístmicos (a Poseidón) y los nemeos (también a Zeus). Los vencedores en cualquiera de estos juegos recibían apenas una corona o guirnalda de hojas. Menos simbólicos, paradójicamente, eran los premios que recibían los ganadores de los numerosos juegos locales: un escudo en Argos, ánforas llenas de aceite de oliva en Atenas. Pero muchos testimonios mencionan los premios en dinero y privilegios que los vencedores de los juegos panhelénicos encontraban al volver al hogar. Una inscripción del siglo V refiere que los atenienses que ganaban en una competencia nacional tenían derecho a una comida diaria de por vida en el prytaneion (palacio municipal).
Más allá de las versiones míticas que rodean su origen, se desconoce la época exacta en que comenzaron los juegos. Hipias de Elis (siglo V a.C.) la fecha en el 776 a.C., aunque las evidencias arqueológicas en la zona sugieren que algún tipo de competencia ecuestre podría haberse celebrado desde el siglo XI a.C. Hacia el sur de la colina de Cronos se erigía elsantuario de Zeus, cuya parte principal era el altis, complejo arquitectónico amurallado que incluía varios templos y el altar de las cenizas de Zeus, donde tenía lugar la hecatombe. En el interior y alrededor de la ciudadela, numerosas estatuas conmemoraban victorias deportivas y militares. El templo principal del conjunto estaba dedicado a Zeus: era una enorme construcción de mediados del siglo V a.C., apenas más pequeña que el Partenón de Atenas, que albergaba una de las siete maravillas del mundo antiguo: la estatua colosal del dios sentado hecha en bronce y recubierta en oro y marfil, que se atribuye al escultor Fidias. La “villa olímpica” estaba conformada por la palaestra, que literalmente significa lugar de lucha, el gymnasium, utilizado para el entrenamiento de los atletas, y el stadion, al que se accedía desde el altis a través de un corredor abovedado que debían transitar deportistas y jueces. Debido a la creciente popularidad de los juegos, al estadio (que en un principio contaba sólo con una pista de carreras rectangular) se le añadieron montículos artificiales en los cuatro lados, a la manera de tribunas populares, donde llegaron a ubicarse 45 mil espectadores parados. Una pequeña sección de asientos al sur de la pista estaba reservada a los jueces y los funcionarios.
Un camino largo y sinuoso
El espectador actual puede ver desde el confortable sillón de su casa, cerveza en mano, cómo los deportistas corren hasta el agotamiento, ejecutan movimientos con la destreza máxima o alcanzan la culminación del esfuerzo de toda una vida deportiva. Los espectadores de la antigüedad, en cambio, debían contar con un estado físico no muy inferior al de los atletas que querían admirar: la distancia que un ateniense debía cubrir para llegar a Olimpia era de unos 320 kilómetros de caminos rocosos que atravesaban valles y montañas e insumían –contando las paradas indispensables para descansar– dos semanas de viaje. Y los atenienses no eran los más alejados. Es fácil imaginar a los grupos de peregrinos con sus túnicas recogidas para caminar más libres y sus sandalias atadas a las pantorrillas, protegiéndose del sol con sus pastasoi de ala ancha. Los viajeros griegos solían desplazarse con poco equipaje: una muda de ropa, los utensilios indispensables para cocinar y una manta para dormir. Algunos contaban con el auxilio de un esclavo o un animal de carga para las provisiones. Las mujeres de mejor posición llevaban cosméticos y un vestuario amplio, y los verdaderamente ricos viajaban en comitivas lujosas y un poco disparatadas.
Para facilitar el traslado de los viajeros, durante el mes de los juegos se declaraba la tregua olímpica, y el territorio griego se transformaba en la región más segura del mundo antiguo. Las multitudes que saturaban los caminos no eran simples aficionados que iban a presenciar un espectáculo: eran peregrinos rumbo a un santuario, y atacarlos representaba un sacrilegio contra el mismo Zeus. Para los viajeros que provenían del norte, el escollo principal era el cruce del istmo que conecta la península del Peloponeso con el resto del territorio griego. Interminables hileras de hombres se atascaban intentando superar los inseguros senderos trazados al borde de los acantilados. La tradición oral abundaba en historias de viajeros arrastrados al mar por mulas aterrorizadas. Superado el escollo se llegaba a la lujosa Corinto, puerta del Peloponeso, donde los contingentes provenientes de Tebas, Argos, Tesalia o Megara se mezclaban con los que llegaban de lugares tan remotos como las colonias griegas en España o el Mar Negro.
La ciudad, famosa por sus arcadas de mármol y su templo de Afrodita, contaba con una buena dotación de bares y prostitutas para la atención de los turistas, y por unas pocas monedas se podía dormir en las embarcaciones alineadas en la costa. Desde Corinto, los contingentes atravesaban las montañas de Arcadia, territorio del dios Pan y corazónfolklórico de Grecia. Los viajeros con tiempo podían visitar los templos y los mercados de baratijas que se formaban a su alrededor, donde por una suma pequeña podían admirar y comprar huesos de gigantes o artefactos pertenecientes a Ulises o Agamenón. Las posadas rurales de Arcadia eran famosas por su insalubridad. Según la leyenda, sus dueñas eran brujas capaces de convertir a los agotados forasteros en mulas; si se contraía alguna enfermedad tras pasar la noche en alguno de esos oscuros y fétidos cubículos, las posibilidades de sobrevivir eran nulas.
Pero las penurias del viaje a Olimpia eran una buena preparación para esos cinco días de festival en los que –salvo para las comitivas de aristócratas, que reproducían las condiciones de lujo de sus palacios– los asistentes debían lidiar con el hacinamiento, la falta de agua y las epidemias. Un dato irónico: uno de los padres de la filosofía occidental, Tales de Mileto, que postuló que el agua era el elemento más precioso de la naturaleza, murió en las olimpíadas de 565 a.C., deshidratado durante un golpe de calor.
Por deporte
Ahora bien: ¿qué disciplinas deportivas podían justificar tanto sacrificio? Los historiadores del deporte especulan que el origen de las diversas prácticas antiguas fue el ocio y las necesidades de adiestramiento de la vida militar. Las pruebas ecuestres, la lucha, la carrera con armaduras o el lanzamiento de jabalina presentan analogías tan flagrantes con los avatares de la guerra que cualquier explicación se vuelve redundante. Posiblemente la familiaridad de los hombres con la vida militar, sumado al lugar central que el deporte ocupaba en la educación y la formación de los jóvenes y a una cuota innegable de exacerbación nacionalista, produjeron una fórmula tan perfecta que sus efectos siguen vigentes en el presente.
Con el desarrollo de los juegos antiguos, nuevas pruebas se fueron añadiendo al pentathlon, las cinco disciplinas atléticas que conformaban el núcleo del deporte antiguo: carrera, lucha, salto, lanzamiento de disco y jabalina. Incorporados prontamente durante el siglo VII a.C., el boxeo y el pancracio, que junto con la lucha conformaban los tres deportes de combate, gozaron de una extraordinaria popularidad. A diferencia de lo que ocurría con las otras pruebas, el público aceptaba una altísima cuota de violencia que, en ocasiones, incluía lesiones graves o la muerte de uno de los contendientes. En el boxeo antiguo, por ejemplo, no existía límite de rounds ni períodos de descanso. Tampoco se clasificaba a los púgiles por categorías. En un comienzo se peleaba con las manos descubiertas; más adelante, los boxeadores empezaron a usar unas simples correas de cuero para proteger los nudillos, y luego incorporaron planchas de metal y hasta garfios, lo que daba a los golpes un poder devastador. Los combates a menudo se realizaban al mediodía, cuando el sol era más fuerte, y los vencedores, a veces tan maltrechos como sus rivales, bien podían afrontar una nueva pelea a poco de terminada la anterior. Sostratos de Sikyon, ganador de 12 coronas a mediados del siglo IV a.C., fue uno de los máximos campeones de pancracio, una especie de lucha total que autorizaba las patadas en los testículos, el estrangulamiento y la quebradura intencional de los dedos adversarios, táctica preferida de Sostratos. Inexplicablemente, la mordedura del contrincante estaba penada con la descalificación. Los deportes de combate fueron, sin duda, el antecedente de la lucha romana de gladiadores. Sus campeones eran muy populares y, según sus detractores, gozaban de los beneficios de un profesionalismo incipiente que violentaba el espíritu olímpico.
Entre las pruebas ecuestres, la más aristocrática era la de cuádrigas, un carro tirado por cuatro caballos. Varios personajes célebres inscribieron sus nombres en la lista de ganadores de la competencia, entre otros Alcibíades, Tiberio y Nerón. Este último obtuvo una curiosa victoria en laolimpíada del año ‘67, cuando, ante la escandalosa parcialidad de los jueces, todos sus rivales se retiraron de la competencia.
A partir de la conversión al cristianismo del emperador Constantino, los antiguos juegos olímpicos basados en el culto a Zeus rivalizaron con la nueva religión y fueron para la iglesia Católica el símbolo del paganismo. En el año 393, el emperador romano Teodosio I cerró los templos paganos y decretó el final de todos los festivales.
A pesar de las palabras bien intencionadas del barón De Coubertin en cuanto al valor de la participación por sobre el del éxito, en la práctica el espíritu de los juegos antiguos parece compadecerse mejor con las ideas del Dr. Bilardo. Los registros olímpicos sólo exhiben los nombres de 794 campeones: desde Koroibos de Elis, ganador de la carrera en la olimpíada del 776 a.C., a Zopyrus, el victorioso boxeador ateniense de finales del siglo IV. En estos mismos registros parecen haberse inspirado los publicistas de una marca de zapatillas que comparte nombre con la diosa de la victoria (Niké) cuando, un par de miles de años más tarde, afirmaron que “el segundo era el primero de los últimos”.