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Un criminal en la niebla
Fue el encargado de gerenciar para el ejército norteamericano la Guerra del Pacífico durante la Segunda Guerra. Dio la orden de barrer ciudades japonesas enteras, incluidas Hiroshima y Nagasaki. Fue el primer presidente de la Ford que no llevaba ese apellido. Llegó a la Casa Blanca por pedido de Kennedy y fue su mano derecha durante la Crisis de los Misiles. Manejó la guerra de Vietnam durante la presidencia de Johnson. Y, como frutilla del postre, se convirtió en presidente del Banco Mundial. A los ochenta y pico de años, Robert McNamara dio una entrevista al gran documentalista Errol Morris, en la que repasa su larga vida. El resultado, The Fog of War (Niebla de guerra), llega directo a los videoclubes por estos días. Y para José Pablo Feinmann, es una prueba más de lo que el mismo McNamara confiesa: que debería incluirse su nombre en la lista de grandes criminales del siglo XX.
› Por José Pablo Feinmann
La que será su mujer le pregunta cuál es su segundo nombre. “Es ‘extraño’”, dice él. “Ya sé que es extraño”, dice ella. “Pero, ¿cuál es?” “Extraño”, dice él. El hombre es Robert S. McNamara. Y esa “S” (que es parte de su firma pero él nunca explicita) está ahí porque su segundo nombre es “Strange”. La palabra “extraño” tiene relación (en algo que podríamos llamar el “pensamiento” de McNamara) con la palabra “niebla”. Esta palabra, a su vez, define, para este guerrero implacable del siglo XX, la esencia de la guerra. La guerra es similar a una niebla. (Cualquiera descubre aquí la niebla de las bombas. El polvo de la destrucción. De las ciudades cenicientas, en las que nada queda vivo.) En esa niebla es imposible ver con claridad. Todo se vuelve extraño. Los valores dejan de serlo. Las normas no han sido creadas. La naturaleza humana (human nature, concepto-excusa al que McNamara acude con frecuencia) exhibe sus facetas más terribles. La “niebla de la guerra” es, en suma, eso que impide juzgarla. No podemos juzgar algo cuyo conocimiento se nos escapa. No se puede juzgar desde afuera. Lo impide la niebla. No nos deja ver, no nos deja entender. Y estar adentro de la niebla es estar en otra parte. Ser un extraño para los otros. Conocer algo (una serie de códigos terribles) que sólo será aceptable si está la niebla. Si la niebla oscurece todos los valores del día. De día, McNamara no habría hecho o autorizado todo lo que hizo y autorizó. Dentro de la niebla, el mundo es otro. Es el espacio de la guerra. “¿Por qué no habló después de Vietnam?”, le preguntan. “¿Para qué? –contesta McNamara–. No me habrían creído. Prefiero que no me crean y no decir nada.” Se remite a lo indecible. La guerra es indecible. Hable o calle, Strange se sabe condenado.
Este hombre es un criminal de guerra y lo sabe. También sabe por qué está protegido: porque ganó. Porque es un criminal victorioso. McNamara, para ser un hombre que elige, a veces, el silencio, habla imparablemente. Es brillante. Inteligente, rápido, certero. Verlo y oírlo es experimentar la crueldad de la guerra y la reflexión acerca de ella. McNamara es un hombre reflexivo. Ahora tiene más de ochenta años y le atraen los balances. Repasa su vida. Finalizaba la Segunda Guerra y él ordenaba vuelos arrasadores sobre ciudades japonesas. Muchos aviones regresaban. La misión era “abortada”. McNamara se preocupa. ¿Cómo es posible? Es posible: los pilotos tienen miedo. En cada incursión hay demasiadas bajas y no quieren incluirse en ellas, morir. Los mismos pilotos deterioran sus aviones y regresan a sus bases. No entran en territorio enemigo. Salvan sus vidas. “Gallinas de mierda”, escupe McNamara. Hace falta un héroe. Strange llama a un duro de verdad. El tipo es tan duro que muchos dicen que es decididamente brutal. McNamara sabe que lo necesita. El tipo es el comandante Curtis Le May. Habla con monosílabos. “Sí.” “No.” La frase más extensa que suele decir es: “A la mierda con eso”. La puede aplicar a todo tipo de cosas. A una ciudad entera, por ejemplo. Le May se hace cargo del problema. Reúne a los pilotos y les dice que él irá al frente de todas las misiones. Va a pilotear el avión líder. Y, añade, si él no se vuelve... mejor que nadie lo haga. “Se acabaron las misiones abortadas”, dice McNamara. A partir de ahí, Le May y McNamara forman una dupla devastadora. Empiezan a arrojar bombas incendiarias sobre las ciudades japonesas. Llegan a matar 100 mil civiles en una noche. “La guerra debe responder a ciertas proporciones”, confiesa McNamara. “Con las bombas incendiarias de Le May estábamos arrasando todo Japón. ¿Era necesario echarles además dos bombas atómicas?” Considera que, en este punto, se incurrió en una “desproporción”. Lo que no dice, y todos sabemos, es que esas bombas se arrojaron sobre el nuevo enemigo, sobre el ex aliado, sobre la Unión Soviética. Fueron una feroz advertencia. Hiroshima y Nagasaki no terminan la Segunda Guerra Mundial, inician la Guerra Fría. Ya Patton y hasta Eisenhower habían analizado muy seriamente rearmar a los batallones nazis, a los SS, para arrojarlos sobre Moscú y seguir la guerra hasta el “verdadero” final. No los pensaban arrojar solos. Pensaban acompañarlos. Ese proyecto abortó y se eligió el camino de la reorganización de Alemania. Con miles de ex jerarcas nazis al frente de las nuevas corporaciones.
Volvamos a Le May y McNamara. “Curtis Le May –sigue narrando Strange– fue quien decidió arrojar las bombas atómicas. Ya lo habían cuestionado por la masividad destructora de las bombas incendiarias. Le May había respondido: ‘¿Qué prefieren? ¿Matar cien mil civiles japoneses o perder soldados norteamericanos en acciones de alto riesgo?’.” De esta forma, las bombas incendiarias de Le May-McNamara aniquilan poblaciones enteras. Al terminar la guerra, Le May le dice a su compañero de armas: “Si no hubiéramos ganado, nos considerarían criminales de guerra”. McNamara dice: “Fuimos criminales de guerra. Pero no era culpa nuestra. El error estriba en que no hay leyes para la guerra. ¿Hay alguna ley que prohíba matar cien mil civiles en una noche?”. Recuerda entonces al general Grant. El alcalde de Atlanta le pide que no queme la ciudad, que morirán miles de civiles inocentes. El general Grant responde: “La guerra es cruel. Yo no soy responsable de esa crueldad”.
Sólo algo más: ¿por qué nos pasamos la vida hablando de Eichmann, de Goebbels o –abundantemente desde 1989– de Stalin? ¿Por qué los grandes filósofos centralizan el horror de la condición humana en los campos nazis? No se trata de dejar de hacerlo. Se trata de incluir en la lista de grandes criminales del siglo XX a otros. ¿Alguien conoce a Curtis Le May? ¿Alguien elaboró, a partir de su figura criminal, de su brutalidad, de sus monosílabos, de ese cigarro tosco y carcomido que lleva entre los dientes, de sus desaforadas declaraciones, algún concepto exquisito como –por poner un ejemplo– el de la “banalidad del mal”?
Acaso ayude a entender esto no sólo lo que Le May dijo sobre la impunidad que da el triunfo. (Uno puede quemar vivos –eso hacían las bombas incendiarias: quemaban vivos a los civiles de las ciudades sobre las que caían– a cientos de miles de seres humanos, puede tirar bombas atómicas sobre ciudades indefensas, no importa. Si con eso ganó la guerra, ganó su inocencia.) Acaso lo que nos entregue la diáfana verdad sobre la pureza de McNamara, sobre su destino tan diferenciado de los campos nazis o de los campos soviéticos de disidentes, acaso lo que impida por sobre todas las cosas incluirlo entre los grandes criminales de guerra del siglo XX sea el simple, sencillo, siguiente dato: luego de la guerra de Vietnam es nombrado presidente del Banco Mundial, cargo que desempeña entre 1968 y 1982. Su propósito, dice, al asumir ese alto, altísimo puesto (PRESIDENTE –del Banco– MUNDIAL), será el de luchar contra la pobreza en el mundo. Guerra que, para su completa felicidad, para redondear su imagen de “héroe del capitalismo de Occidente”, perdió por completo.