NOTA DE TAPA
Alta en el cielo
¿Qué es la Argentina? ¿Cuándo y cómo nació la Nación? ¿Qué debe tener un personaje histórico para ser un prócer? ¿Cómo fueron las relaciones del país con el mundo? Un equipo de investigadores coordinado por Luis Alberto Romero analizó la imagen de la Argentina que fueron construyendo los manuales escolares a lo largo de medio siglo de pedagogía. De los célebres Peuser al clásico Astolfi, de Etchart-Douzón a Blas Barisani, la bibliografía de Historia, Geografía y Civismo niega o pasteuriza la política, reduce la Patria a un puñado de tópicos sentimentales y traduce su Historia al idioma paranoide de una gesta maníaca.
› Por Sergio Kiernan
Los argentinos no tenemos una bandera, tenemos un águila guerrera que, alta en el cielo, jamás fue atada al carro triunfal de ningún vencedor de la Tierra. No somos ciudadanos sino patriotas que batallaron y batallan contra todo tipo de conspiradores expansionistas para preservar nuestro territorio y nuestras riquezas codiciadas por otros. Somos incapaces de agresión alguna, apenas víctimas de imperialismos diversos que vamos a la guerra sólo cuando nos arrinconan. El nuestro no es un territorio: vivimos en suelo sagrado regado por la sangre de santos cívicos.
Este retrato arrogante y paranoico es el que destilan los manuales de historia argentina y sus corifeos, los de geografía e instrucción cívica. Y es el sujeto de un libro sorprendentemente divertido y polémico, La Argentina en la Escuela: la idea de Nación en los textos escolares, que acaba de publicar en el sello Siglo XXI Argentina un equipo de investigación coordinado por Luis Alberto Romero. El libro hace un descubrimiento sintético y útil: los manuales de historia no pretenden enseñar historia sino el ritual de ser argentino, y ni se molestan en relatar orgánicamente qué ocurrió y por qué, sino la interpretación que nos hace ser lo que somos.
El descubrimiento puede resultar chocante, porque esta idea escolar de patria ya la tenemos integrada a nivel celular. Es tan fuerte que los únicos cuestionamientos a la enseñanza de historia son que no cuenta algún aspecto, que es “una historia oficial”. Estos rezongos generalmente se limitan a que Rosas no aparece como héroe, que no se le dedican suficientes páginas a López Jordán, que falta alguien en el panteón. Lo que nadie cuestiona es que la Patria nació el 25 de mayo de 1810, que la Patagonia siempre fue argentina, que nuestra historia es la historia de la formación del Estado, que exista el panteón. El ritual aprovecha una feliz coincidencia: las fechas patrias aparecen en orden. La Nación nace el 25 de mayo, tiene bandera el 20 de junio, es independiente el 9 de julio y festeja a su santo de la espada el 20 de agosto. Caseros quedó afuera del calendario por el pecado de ser una batalla de verano: el 3 de febrero no hay actos escolares y los chicos no se disfrazan de Urquiza.
Esta historia de efemérides nos llega con un subsuelo del viejo liberalismo sobre el que se construyó abundantemente con ladrillos nacionalistas y militaristas. Las Fuerzas Armadas hace rato que tienen secuestrada la Geografía y hasta lograron que sea ilegal editar un mapa que ellos no aprueben o produzcan en su Instituto Geográfico Militar. Así nos convencieron de que la Antártida tiene un sector nuestro y que las Malvinas son, fueron y serán argentinas, argumentos ambos que no impresionan demasiado a quienes, pobrecitos, no fueron a una escuela argentina.
El militarismo se ve en detalles iconográficos –como que el abogado y civilísimo Belgrano termine de general– y en la misma definición de Patria. En 1810 nace “una nación íntegra y unánimemente patriota” que se va vertebrando en un Estado gracias a su ejército, que es naturalmente católica, que es dueña de un territorio (aunque todavía no lo controle) y que tiene, por supuesto, “un destino de grandeza” que no se cumplirá por “enemigos que se encuentran afuera, los vecinos celosos y la pérfida Albión”. Y más tarde por los enemigos internos que inventa la doctrina de Seguridad Nacional.
De Mitre al revisionismo
Pese a los cambios profundos que se producen al restaurarse la democracia –cuando se introducen conceptos de convivencia y diversidad–, la historia de los manuales sigue “un sentido común acerca de lo que significa ser argentino”, “un relato de nacionalidad aceptable para la sociedad”. Cuenta Romero que la primera historia la construyeron los que estaban armando el Estado, gente como Mitre o Vicente Fidel López. Lasiguiente camada es la primera de profesionales de la historia, que introducen conceptos científicos, basan sus afirmaciones en documentos e investigaciones serias, fundan las instituciones de su profesión y quedan etiquetados como la Nueva Escuela Histórica Argentina. Ellos construyeron un relato tan exitoso que hoy parece que siempre hubiera estado ahí, increado y perfecto.
Para los NEHA, “la disciplina y relato de la historia debían tener como objetivo la formación de la nacionalidad y la difusión de un conjunto de valores asociados con ella”. Esta nación no es un pueblo o una sociedad, o lo es apenas: es un hecho jurídico y territorial que termina en 1862, con la organización nacional, o en 1880, con Buenos Aires finalmente Capital Federal. El revisionismo cuestiona el moño de ese guión, no sus reglas básicas. Le agrega un poquito de pueblo –no mucho, porque los primeros revisionistas, como Ibarguren, Palacios o los Irazusta, eran chicos de buena familia– pero pierde como en la guerra en su intento de copar las escuelas durante el primer peronismo. Dolidos por la indiferencia de Perón, que los considera “piantavotos”, ven cómo se sigue canonizando a masones y liberales y cómo las estaciones de trenes se llaman previsiblemente Mitre, San Martín, Belgrano y, pecado venial, Urquiza. Curiosamente, la Libertadora transforma al revisionismo en historia nacional y popular, proyectando a gente menos oligárquica como Pepe Rosa y haciendo obligatoria su lectura entre todos los militantes populares. El revisionismo terminó en una bolsa de gatos de integristas católicos y nacionalistas de izquierda que generó ideas reivindicadas tanto por Tacuara como por Montoneros. Lo que nunca hizo fue cuestionar que Estado y Nación son la esencia misma de la historia argentina.
Argentina eterna
De todos modos, las discusiones entre historiadores ya estaban en la irrelevancia frente a un cambio inesperado: a partir de 1956, por una reforma educativa, los manuales pasaron a ser escritos por profesores de secundaria y no por historiadores profesionales. Ajenos a la investigación, las fuentes originales y los archivos, los profesores se concentraron en “traducir” a los profesionales y en reforzar el relato de la nacionalidad. Fue entonces que se consolidaron ciertos elementos que ya están tatuados en quien haya hecho la escuela por estas costas.
Por ejemplo, quién es un prócer. La historia argentina no es una política del pasado sino una gesta, una epopeya en la que figuran solamente aquellos que empujan la acción y van hacia la independencia y la consolidación del Estado. No es una historia de personas o de una sociedad, sino del nacimiento de una república, por lo que todo lo que sea real –egoísmos, intereses particulares, sexo, sociedad, comidas, arquitectura, cultura– queda tapado por la Gran Tarea. Como no hay evolución, la historia de manual termina siendo a-histórica.
En otros países se asume que la nación o la república –o reino o ducado, por caso– no existía hasta que comenzó a existir porque la gente así lo decidió. La Argentina, en cambio, resulta eterna, preexistente a todo, esperando ganar conciencia de sí misma para ponerse una bandera. Por eso los manuales dicen disparates como que los conquistadores desembarcaron y fueron recibidos por indios argentinos, o que notaron con curiosidad una fauna argentina y se sentaron a la sombra de árboles argentinos. Los manuales no pueden concebir la historia de otro modo. Si se cuenta la historia argentina como la suma de voluntades y accidentes que fue, señala Romero, se implica que el país podría no haber nacido o podría haber sido distinto. Esto es inconcebible para un sistema que enseña a ser argentinos tanto como lo sería para una misa.
Los peruanos enseñan en sus escuelas que en una época fueron incas, independientes y gloriosos, y que luego llegaron los españoles. Los indios “argentinos” que se encontraron los hijosdalgo de Garay no dan para ancestros, por lo que los manuales valorizan hasta la manía el territorio.Astolfi, en su aburrido manual, afirma entonces cosas como que en el fuerte de Sancti Spiritu “se cultivó por primera vez el suelo argentino”, lo que además de tonto deja en falsa escuadra a los diaguitas, que hacían canaletas y plantaban maíz mucho antes de escuchar su primer ¡coño!
Con el tiempo, estos españoles acaban siendo protoargentinos, criollos. Es que eventualmente aparecen en escena “extranjeros de verdad”, como los portugueses y los ingleses. El resaltador aplicado a estas tensiones coloniales viene de la geopolítica, planta nacionalista y militar que creció bien en los manuales obsesionados por el territorio. En lugar de explicar sucesivas invasiones y tropelías como parte de juegos dinásticos y políticos europeos, los manuales pintan al extranjero como gentes que acechan el sagrado suelo nacional. El educando nunca se entera de que un país, en el siglo XVIII, pasaba de soberanía, lengua y religión como dote de una princesa o coima para un cese el fuego. La óptica es siempre siglo XX, con la sacralización de fronteras, por lo que España es pintada en las escuelas como una eterna víctima lesada en sus derechos por piratas y protestantes. Los manuales argentinos inventaron un imperio no imperialista, una España que va a la guerra sólo para defender lo suyo, pobrecita.
Negar la política
La manía territorial hace que aparezcan como importantísimas muchas decisiones menores de la burocracia imperial. Los alumnos argentinos oyen hablar hasta el hartazgo de cosas como la Audiencia de Charcas o las misiones jesuíticas, presentadas como protoargentinas. Para los manuales, Carlos III crea el virreinato del Río de la Plata casi como un reconocimiento de que Argentina ya existe y es una unidad territorial. Los alumnos dejan la escuela con la vaga sensación de que de ese virreinato heredamos derechos sobre el Paraguay, el Uruguay, la Patagonia, Bolivia y las Malvinas, ya que se pinta a esos territorios como efectivamente gobernados desde Buenos Aires.
El virreinato se transforma en Nación gracias a las invasiones inglesas. Pintada con brochazos de gloria, esa escaramuza menor da “conciencia” y despierta a los argentinos, que no sabían que lo eran. Los “criollos” se dan cuenta de que son distintos a “los godos” y nacen como país porque fundan un Estado de la mano de los próceres, palabra imposible de encontrar fuera de los manuales argentinos. Después del 25 de mayo, no hay política: todos son “patriotas” conducidos por próceres que ayudan a mover la Historia en la única dirección posible y necesaria. Las facciones, peleas y desacuerdos quedan ninguneados y los manuales hablan de política como una asamblea conducida por Blumberg. Por ejemplo, Fernández Arlaud culpa de los problemas de la época a los “jacobinos” morenistas, y Etchart-Douzón dicen que la batalla de Suipacha se perdió por “la política”. Este videlismo temprano pinta a la política como una infiltrada indeseable, antinacional, divisiva y sobre todo ajena a la Patria.
En Estados Unidos se enseña en las escuelas que la independencia fue un proceso político, la materialización de una filosofía, la creación de una organización diferente y novedosa. Lo que importa es la república frente a la monarquía, no tanto los americanos frente a los ingleses. Washington es más el primer presidente que el primer general –los manuales se complacen en subrayar que no era un militar demasiado talentoso–, y los pesos pesado son civiles como Hamilton, Jackson y Franklin. La Patria de los manuales argentinos parece fundada por el Círculo Militar. Acelerada hasta lo maníaco a partir del golpe de 1930, la militarización de la historia le pone uniforme hasta a Belgrano, transforma refriegas menores en verdaderos Waterloo y hace de San Martín un santo de uniforme, comparable con Napoleón.
Negar la política también lleva a absurdos como plantear que los argentinos nunca cambian, son incapaces de crecer. La Patria existió siempre, dicen los manuales, los argentinos eran una nación cuando eranuna colonia y se separaron de España no porque les creció una nueva identidad –como a los norteamericanos– sino porque la metrópolis estaba gobernada por un rey tontón. Como la patria siempre existió, todo lo que tenía antes debería tenerlo ahora. De ahí surge la teoría de la continuidad de derechos, que dice que ya que el virreinato incluía a lo que hoy son otras naciones y a las Malvinas: todo eso, en realidad, es nuestro. El problema es que el virreinato fue un vago dibujo administrativo español, luego emprolijado y exhibido como cierto y certero por los manuales de escuela, un siglo largo después que dejó de existir. ¿Por qué el mapa actual no coincide con aquél? Por la perfidia de otros: Uruguay es “inventado” por los ingleses, los brasileños “roban” las misiones orientales, el Paraguay se separa por el tirano Gaspar de Francia, Chile conspira para tomarnos territorios. Y nadie agradece la cesión de territorios que los buenísimos argentinos hicimos. La resaca de esta versión escolar y paranoide –ni hablar de arrogante e insultante para nuestros vecinos– es la enfática insistencia en una Patria Grande en la que los argentinos tendremos un rol protagónico.
La guerra de independencia termina en los llanos de Ayacucho, cuando San Martín ya se había retirado de escena, por lo que merece apenas una mención al pasar. Los manuales argentinos no aceptan protagónicos extranjeros –¿Bolívar? ¿Sucre?– y sus páginas se concentran, a partir de 1820, en la pelea por organizar una Patria que siempre existió. Los caudillos todavía son gente mala, excepto cuando defienden la soberanía en la Vuelta de Obligado; los unitarios son más buenitos, excepto cuando saludan a los ingleses o al italiano Garibaldi sin darse cuenta de su cipayismo.
Luego llega el Fin de la Historia, la Organización Nacional. Éste es el período posterior a Caseros, uno de los más furibundamente politizados de la historia, que los manuales pasteurizan para consumo escolar. El separatismo porteño, las interminables batallas de políticos que no aceptan perder una elección, las intervenciones contra los caudillos, son detalles que no detienen el Gran Relato: Argentina, que siempre fue una Nación, pasa a ser una Gran Nación. Según los manuales, el mundo se queda boquiabierto ante creaciones nacionales como la Doctrina Drago –comparada abiertamente con la Monroe, ya que Argentina y EE.UU. son lo mismo– y ante la generosidad de declarar que “la victoria no da derechos” tras la guerra del Paraguay, que igualmente fue provocada por los pérfidos brasileños. Aquí hay también un cambio de actitud ante los indios. En el capítulo uno eran aborígenes argentinos que reciben a los españoles; en el capítulo de la Conquista del Desierto se transforman en “hordas llegadas de Chile”, en salvajes cuyo pecado imperdonable es resistir por las armas su integración al Estado, bloquear el ejercicio de la soberanía sobre un territorio que siempre fue argentino.
Esta vanidad intelectual nos llega a todos cuando vamos de abanderados, formados y escuchando “Aurora”. De delantal, cargamos sables corvos, vendemos empanadas, usamos peinetón. Seguimos repitiendo rituales de un Estado y Nación que no tienen gente, filtrados por el peso militar. Lo que explica uno de los primeros decretos de Alfonsín, ya olvidado: el entonces cruzado de la democracia descubrió que los argentinos teníamos prohibido usar nuestra bandera completa, con el sol, que era privilegio del Estado y de los militares, los verdaderos dueños de la nacionalidad.
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