Dom 12.09.2004
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LOS 12 ESCáNDALOS DE LA PLáSTICA. CAPíTULO 7.

La hoguera de las vanidades

A principios de los 90, una generación de artistas ingleses financiados por un publicista millonario y vanidoso hicieron de la irreverencia y el nihilismo su grito de guerra y tomaron por asalto el mundito del arte. Pero hace poco, el galpón que guardaba parte de sus obras ardió hasta las cenizas. Y sorpresa: el público inglés salió a las calles a festejar. Mientras los jóvenes de ayer, que tanto celebraban el presente, hoy lloran esta inmensa pérdida de la posteridad.

› Por María Gainza

La temporada de fútbol había terminado cuando un espeso nubarrón negro cubrió el paisaje de Leyton, al este de Londres. Un galpón de Momart que almacenaba gran parte de la colección de Charles Saatchi –esa incubadora de estrellas que en los 90 encandiló al mundo con el BritArt– ardía en llamas. Dos horas después, obras emblemáticas del arte contemporáneo inglés como la carpa del amor de Tracey Emin, los puntitos neuróticos de Damien Hirst o el Capitán Shit rodeado de bosta de elefante de Chris Ofili habían quedado reducidas a una pila de cenizas del tamaño de un puño. Entonces el pueblo inglés salió a las calles. A festejar.
Dos meses después los diarios londinenses continúan registrando lo ocurrido sin llegar a ponerse de acuerdo. ¿Por qué tanto desprecio hacia un grupo de artistas que acaparó la escena británica en los 90? “Llamemos a las cosas por su nombre”, increpó hace unos días un inglés a cámara, “esto no ha sido un cataclismo cultural”. Puede que tuviera razón: el incendio de la Biblioteca de Alejandría que destruyó 90 tragedias de Esquilo y 30 comedias de Aristófanes, el fuego que devoró el mural de Enrique VIII y su familia por Holbein en el Whitehall Palace, las llamas que se llevaron una batalla de Tiziano en el Palacio del Doge de Venecia, el rumor de que el magnate japonés Saito cremó el retrato del Dr. Gachet de Van Gogh y Au Moulin de la Galette de Renoir, ésos son y serán –digamos– imprevistos que quedarán registrados en los anales de las catástrofes culturales. Pero no es seguro que el fuego que arrasó con gran parte de las obras del BritArt figure en los charts futuros. Y sin embargo el aire londinense ha quedado enrarecido: que las obras de artistas agrupados alrededor de un publicista vanidoso que pagó por ellas precios exorbitantes y caprichosos hayan terminado hechas cenizas es darle a Saatchi de su propia medicina. Pero que el público haya salido a vitorear mostrando una hilacha iconoclasta sin precedentes es una muestra contundente de que la gente entendió el incendio como una depuración. De que algo olía mal en Inglaterra y no era justamente el plástico chamuscado de –oh, paradojas del destino– los soldaditos del Infierno –una de las últimas obras de los hermanos Chapman donde el mundo se volvía una caldera– que también ardió por los aires.
Veamos un poco. Uno de los bomberos presentes en la escena dio el parte con solemnidad: “Una serie de elementos de tipo industrial han sido destruidos”. Y eso fue lo más sobrio que se escuchó. Sebastian Horsley, un artista conocido (solamente) por crucificarse en las Filipinas, decretó que el incendio había sido “radical” y entendió lo ocurrido como “la mejor obra de arte que se había visto en años”. De no existir el e-mail, las cartas de lectores hubieran literalmente inundado las redacciones de los diarios: un lector de The Sunday Mirror propuso presentar al Turner Prize 2005 el video de la brigada de bomberos apagando el incendio; otro, hacer de las cenizas una escultura en Hyde Park; un tal David Hobbs propuso en The Telegraph proyectar la imagen de un Charles Saatchi llorisqueando sobre la fachada de un edificio de South Bank; un Mike Milford, en The Guardian, dijo: “No hay nada como una hoguera para deshacerse de la porquería”. Algunos ofrecieron tejer en crochet una nueva carpa para Emin. Qué quemazón, pensaron otros: tanto alboroto por los huevos fritos de Sarah Lucas que de última ya estaban cocidos. Otros sugirieron que si algo había sobrevivido podía ser reutilizado en el asado del domingo. Porque al final, lo que los furibundos ingleses le reclaman al arte contemporáneo es algo que éste ya no les puede dar, ni por asomo.
Pero estos sentimientos de nihilismo fueron, en primera instancia, promovidos por los mismos artistas que ahora vieron sus obras desaparecer. Después de todo, su estética se había regocijado justamente en eso: el arte británico de los 90 insistió en el presente: ¿el futuro?, ¿qué es eso? Pero diez años más tarde los jóvenes desfachatados e insolentes se habían convertido en artistas hechos y derechos que, sentados cual duquesen sus dominios sobre los mullidos sillones de una fiesta de Charles Saatchi, se intercambiaban las nuevas tendencias artísticas como quien se pasa la receta de un bizcochuelo. Y ahora, de grandes, la ironía pareció haberlos abandonado: Tracey Emin se largó a llorar diciendo que esto era “una tragedia para la cultura británica”. Un mes después recapituló y envió un mensaje de texto al mundo: “Nadie murió y las ideas continúan. El incendio ocurrió mientras en Irak la gente era bombardeada, por lo que me es muy difícil decir que estoy deprimida. Y aun así la carpa era una obra seminal. Me llevó seis meses coser todos los nombres por dentro. No podría volver a hacerlo de la misma forma en que no podría volver el tiempo atrás”. El mismo Saatchi dijo: “Me siento enfermo”. Y habrá que creerle.
Muchas de las obras del BritArt se centraban en la idea de lo descartable, burlándose de la posibilidad de trascendencia que aún se les adjudica a las artes visuales: las vacas cortadas de Hirst debían ser recauchutadas cada unos años; los huevos fritos con kebab de Sarah Lucas, cada un mes; Anya Gallaccio, ganadora del Turner Prize el año pasado, presentó una obra donde las flores se marchitaban a medida que pasaba la muestra. A los hermanos Chapman, quizás de los pocos ideológicamente consistentes con su obra, el incendio pareció no haberlos molestado. Jake se preguntó por qué le había llevado al Todopoderoso tanto tiempo desatar una venganza divina sobre aquellos que se burlaban de él y Dinos dijo “por favor, es sólo arte”.
Al público, nada que los artistas salieran a decir le bastó, porque al final del día su encono estaba dirigido hacia el mismo Saatchi: no le perdonan la megalomanía y no le perdonan que guarde sus tesoros bajo siete llaves. “Él dice que adora sus objetos, pero lo cierto es que no puede convivir con ellos. Sólo reconoce el arte con su billetera”, dijo Damien Hirst cuando, insólitamente, volvió a comprarle parte de sus obras al coleccionista. Y alguien que paga los precios delirantes que en su momento pagó Saatchi por las sábanas sucias de Emin sólo puede ser visto como un buscador de fama.
Hace unos días, el artista Michael Landy salió a hablar: “Un producto es una ideología materializada”, dijo y recordó cuando, un tiempo atrás, anunció públicamente la destrucción de todas, absolutamente todas, sus pertenencias. El item A4 en su inventario era, en ese entonces, un pañuelo bordado por Emin llamado Be Faithful to Your Dreams; el item A90 era Clown, una pintura sobre madera de Gary Hume (quien se enfureció con su amigo al ver su obra hecha añicos). Más tarde, Hume volvió a pensarlo y dijo que la de Landy era una obra que lo había conmovido hasta las lágrimas porque había entendido la depuración como una forma de hacer lugar a cosas nuevas. “Como si viviéramos cercados por imágenes que no podemos sacarnos de encima”, propuso Landy. Una pila que crece día a día. Y si seguimos acumulando obras de arte, nuestros galpones, y nuestros cerebros, pronto estallaran.
Lo que no quiere decir que el incendio haya sido algo para celebrar. Como sentenció un editorial de The Guardian: “Cuando las obras de arte son expulsadas a la vida, algo de nosotros se va con ellas. Una enorme cantidad de energía cultural se invirtió alrededor del BritArt: hubo debates, críticas, peleas”. Después, los caricaturistas se mofaron de ellas, los publicistas las plagiaron, los editoriales las defendieron –y, oportunamente, denostaron– y Rudolph Giuliani se puso todo loco cuando “Sensation”, la muestra que introdujo al grupo en sociedad, abrió en el Museo de Arte de Brooklyn. Un día, sin darnos cuenta, descolgamos del corcho frente a nuestros escritorios la lámina del período azul de Picasso y en su lugar pusimos una del tiburón levitando en formol de Damien Hirst. El tiempo dirá si eran obras que veían un poco más allá de sus ombligos. Sólo el tiempo. Y finalmente, como decretó uno vecino de Leyton: “La respuesta al fuego fue muy inglesa. Si hubiera ocurrido en Francia, yahabrían decretado un día nacional de luto y los intelectuales del país andarían por el tercer tomo de sus tratados sobre la muerte de la muerte del arte”.

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