Dom 12.09.2004
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TELEVISIóN

Chorros de sangre

Escenografía deslumbrante. Efectos especiales. Sólida producción. Las figuras más cotizadas entre los actores jóvenes. Con todo esto, Sangre fría se mete con ese género de asesinos, adolescentes y hemoglobina que es el “terror juvenil”. Pero se olvidó de algo fundamental: que transcurre en la Argentina.

› Por Mariana Enriquez

Los productores de Sangre fría hablaban antes del estreno de “terror juvenil”. ¿A qué se referían? Claramente, a los films slasher que se instalaron a fines de los años 70. Estados Unidos entraba en el neoconservadurismo y estas películas súper exitosas y despreciadas por la crítica tocaban, sin embargo, un nervio expuesto: de alguna manera exorcizaban la gran fiesta de las décadas anteriores, y “castigaban” a los jóvenes libertinos. Basta ver cualquiera de las películas clásicas para comprobarlo: el asesino, por lo general sin rostro o desfigurado, mataba primero a los chicos que se drogaban, tenían sexo, en fin, a los que transgredían las reglas de un aterrado mundo adulto que reaccionaba ante la rebelión juvenil. Para salvarse del asesino, sólo tenían que portarse bien. Por eso las sobrevivientes eran, por lo general, las adolescentes vírgenes. Los asesinos también representaban a los padres disciplinadores, desesperados por arrancar de raíz las malas costumbres y liberarse de la incertidumbre que les inspiraban los niños terribles. Éste es el modelo de Martes 13, Pesadilla y Halloween, por ejemplo.
El slasher cambió en los ‘90, con películas como Scream: los chicos, triunfantes, ahora eran expertos del género, podían reírse de él y defenderlo como parte de su cultura juvenil. Relectura plagada de citas, Scream era un ejercicio de astucia y también de diversión. Tanto se habían reapropiado del género que ahora los propios jóvenes eran los asesinos, vuelta de tuerca que encajaba a la perfección en la era pre-Columbine. Las películas slasher son un género menor, pero no despreciable. Repetitivo, agotado quizás, más apto para divertirse e intoxicarse de chocolates ante el televisor durante una noche fría que para morirse de miedo; Scream y Jeepers Creepers introdujeron el humor en un género que ya se autoparodia, y que cada vez produce películas menos interesantes.
Pero un slasher argentino podía tener su encanto si tocaba algún factor de presión fóbica de esta sociedad –que los hay, y muchos–. Pero Sangre fría prefiere copiar un formato sin mediación alguna, en un ejercicio cínico de citas vacías que fotocopian el imaginario del género norteamericano sin articular ni hacer pie nunca en, aunque sea, algún miedo atávico de la sociedad donde, se supone, transcurren estos crímenes seriados. El terror es difícil. Lo sabe cualquier fanático del género, harto de las octavas partes de sagas que fallaban en la primera entrega, de las recientes “batallas” entre villanos famosos (Freddy vs. Jason, Alien vs. Depredador) y de las revisiones irónicas que ya parecen tesis mediocres de estudiantes vivillos de la cultura pop. El terror no es un clima tenso seguido de un primer plano de cuello cercenado seguido de una figura que corre en los bosques, y no se sostiene con una producción cara y un elenco eficiente. En la miniserie de Ideas del Sur se amontonan clichés y lugares comunes con un entusiasmo pasmoso. Es como si los autores –Lucía Puenzo, Ester Feldman y Alejandro Ocón– hubieran puesto en funcionamiento la batidora y echaran mano de la mezcla loca. Es creíble que han estudiado las reglas del género, como dijeron en varias entrevistas, pero nadie se ha molestado en repensar esas reglas para un contexto diferente. Los Roldán está claramente inspirada en Los Beverly Ricos –y en un capítulo clave utilizaron el mismo recurso que la sitcom Friends para resolver el casamiento fallido de Tito Roldán– pero como comedia de la diferencia, usa los estereotipos de clase argentinos. Sangre fría no. Es apenas un experimento de laboratorio caro, que confía en Villa La Angostura y la popularidad de los actores.
Para el aficionado al género, Sangre fría es un compendio de citas que invita a la burla. Homenajea, referencia o copia tantas ideas y detalles de películas clásicas de thrillers y películas de terror que es posible hacer un inventario más o menos preciso. Veamos:
1) Los más brillantes cerebros del país están reunidos en un campus universitario (llamado ¡Gallogher!), sito en la montaña. Guiño a Los ríos de color púrpura y Batalla Real.2) Hay una chica que desapareció misteriosamente en pueblo chico; se llama Laura. Guiño a Twin Peaks (la muerta se llamaba Laura Palme).
3) Hay un chico que recoge la leyenda de la chica muerta-desaparecida (¿fantasma? ¿alma en pena asesina?) entrevistando a los pobladores cámara al hombro (en blanco y negro, claro está). Se la pasa filmando el bosque. Guiño a El proyecto Blair Witch.
4) Algunos estudiantes asustan a los demás, los obligan a abandonar el certamen y se jactan de su astucia. Guiño a los jóvenes manipuladores de Scream.
5) Hay un asesino que usa motosierra. Guiño a El loco de la motosierra.
6) Matías (Mariano Martínez) encuentra en el bosque un pozo en cuyas paredes internas aparecen uñas, como si alguien hubiera tratado desesperadamente de salir de allí. Guiño a El silencio de los inocentes y La llamada.
7) ¿Para cuándo el niño aterrado que diga: “Veo gente muerta”?
Sangre fría fuerza los límites del verosímil y se complica innecesariamente, hasta que el pobre espectador ya no comprende nada de lo que sucede. Los jóvenes brillantes que participan del certamen que “les resolverá las vidas” pertenecen a disciplinas muy diferentes –hay filósofos, matemáticos, ingenieros, psicólogos– pero sin embargo, toman el mismo examen sentados a una mesa pequeña (donde es tan fácil copiarse). No se enteran de los crímenes que van ocurriendo –salvo Matías, el personaje de Martínez– pero no están tan aislados como para que el secreto funcione, porque bajan al pueblo constantemente. Que Mariano Martínez sea un filósofo notable desafía todo verosímil, por más que cite a Spinoza –como hizo en el último capítulo, en una escena bastante vergonzosa. Se meten en el bosque por la noche sin motivo: sí, el género exige la presa fácil, pero no tanto. Las pistas y líneas narrativas van hacia cualquier lado: a veces parece que el fantasma (o lo que sea) de Laura es el asesino, pero enseguida aparece el loco de la motosierra y descuartiza a uno de los genios. ¿Laura anda con una motosierra? Improbable. Poco antes, en la casa del millonario del pueblo (Maximiliano Ghione) la cámara subjetiva observa amenazadora desde un altillo: ¿será otro monstruo-asesino-fantasma encerrado allí, o se tratará del de la motosierra? Lucy, la loca del pueblo, vagaba por el bosque lanzando frases ominosas, pero ya fue descartada como elemento de revelaciones o suspenso porque alguien la degolló. Esto no es plantar pistas falsas para despistar: es pura falta de rumbo. Por el momento, lo único apenas interesante es la manipulación que ejerce el grupo de jóvenes ambiciosos que integran Dolores Fonzi, Nicolás Pauls y Juana Viale; sus crueldades son más monstruosas que los eventuales asesinos-fantasmas-locos sueltos.
Otro punto en el que Sangre fría falla es en su uso del gore. En el género son habituales, clásicas, predecibles, las escenas de crímenes ultraviolentos muy explícitas. Pero, si no están acompañadas de alguna trama que, al menos, produzca alguna simpatía por el descuartizado, sólo sirven para que los encargados de los efectos especiales demuestren sus habilidades. En Sangre fría están logradas, pero carecen de toda sutileza y eso acrecienta algunos problemas técnicos. El festival de sangre debe dar miedo, asco o risa –el gore tiene mucho de humor– pero nunca puede dejar indiferente. Sangre fría comete el peor pecado del terror: es aburrida. Ni siquiera se la puede rescatar por el bizarro, porque su solemnidad no invita a la risa. Cree que homenajea al género y se jacta del esfuerzo de producción, pero sólo subestima al espectador. Si fue posible introducir elementos siniestros o paranormales en Resistiré –o incluso en Culpable de este amor, una telenovela muy eficiente– fue porque los productores y guionistas se preocuparon por pensar en una televisión entretenida e inteligente, y no por satisfacer un capricho de los productores y un vehículo sofisticado para el lucimiento/lanzamiento de nuevas estrellas a las que todavía les falta mucho por recorrer.

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