La batalla final
En La quimera de los héroes, un equipo de rugby de indios tobas desafía a Los Pumitas de la mano de un ex nazi
› Por Horacio Bernades
Eduardo Rossi tiene un físico rotundo, de rugbier o de guerrero. Parado junto a un pizarrón, frente a un alumnado de rostros aindiados, escribe los principios fundamentales de su credo, que descansa en una tríada de nociones no precisamente nuevas. “La Tradición es aquello que defendemos, nuestro juego”, puntualiza. Luego, previsibles, vienen las demás: “Propiedad” y “Familia”. Y Rossi pasa a detallar el sentido que él les da en relación con el terruño y con el “equipo”, el Aborigen Rugby Club, la escuadra que él mismo fundó años atrás en Formosa y que está integrada casi exclusivamente por indios tobas.
En horas más, el Aborigen Rugby Club vivirá su hora más gloriosa: va a enfrentar de visitante a Los Pumitas, la selección argentina juvenil de rugby. Poco antes, el granítico Rossi había protestado: “Si no quieren jugar contra nosotros, es por pura discriminación. Son unos hijos de puta”. La razón del escándalo: la Unión Argentina de Rugby objetaba que su selección menor enfrentara a un rival integrado por mayores de 30. Ex nazi confeso, coleccionista de armas y símbolos de la Segunda Guerra, fetichista de los cascos y los tanques, Rossi parece cumplir al pie de la letra el slogan con el que el Hollywood de los años ‘40 promocionó alguna vez a cierto villano: “El hombre al que usted ama odiar”.
Lo cierto es que el tipo inventó de la nada un equipo de rugby multirracial. ¿Quién es Rossi, entonces, en La quimera de los héroes, el documental de Daniel Rosenfeld que se estrena el jueves en Buenos Aires? ¿El villano o el héroe? En principio, algo está claro: Rossi es el protagonista, y el plural del título parece incluirlo también a él. De ahí en más, todas son preguntas. Se podría incluso apostar que ése es precisamente el propósito de Rosenfeld, cuya posición como director bloquea sistemáticamente toda posibilidad de una interpretación apurada o fácil; como si la película funcionara como una máquina de ambigüedad y su mirada cinematográfica se dejara arrastrar en el mismo vértigo incierto de su personaje.
“Una película de ficción con personajes reales”: así describe la gacetilla La quimera de los héroes. Imposible no preguntarse, entonces, dónde termina lo real y dónde empieza la ficción en esta pequeña epopeya humanodeportiva. La película deja incluso en suspenso el resultado de la tan anunciada batalla final entre esas versiones de David y Goliat que son el Aborigen Rugby Club y Los Pumitas. Todo lo que se ve del encuentro –todo lo que decide mostrarnos el arte sustractivo de Rosenfeld– es que David le hace partido a Goliat, y que los morochitos les embocan un buen par de tries a los de Zona Norte. Después los vemos congratularse con unas medallas y celebrar entre sonrisas.
Pero ¿ganaron o perdieron? Preguntarse eso es como querer saber hasta qué punto “corrigió” Rossi su abominable pasado. Un pasado en el que –como él mismo lo reconoce en una escena– “no me sentaba a la misma mesa con gente de color, y mucho menos con judíos”. Aunque una epifánica visita al Museo del Holocausto de Toulouse lo convirtió en un profeta de la integración racial, el tipo sigue conservando la reproducción de un afiche de las SS en la pared de su casa de Formosa. O exclama “¡Muy bien!” cuando en la tele el locutor habla de una persona “religiosa y católica practicante”. Y de golpe se despacha con una furiosa diatriba anti Reagan. Fundamentalismo, mesianismo, militarismo, misoginia y gritos de perro se fusionan en las alocuciones de Rossi y en su técnica de entrenamiento, muy parecida a una sesión de “baile” militar, pero –eso sí– en versión campechana. Mientras tanto, este hombre-ropero sigue intentando que el Ejército Argentino le done la pieza con la que quiere engalanar el museo del Aborigen Rugby Club: un tanque Sherman del 43, modelo M4-A.
Realizador de la refinadísima Saluzzi, ensayo para bandoneón y tres hermanos –que hace tres años lo llenó de premios y prestigio–, Rosenfeld dibuja el retrato de este hombre tosco con una delicadeza casi fuera delugar. Mientras se oyen compases de la Sinfonía Italiana de Bach, la cámara se detiene en rostros, objetos, planos detalle, y lo hace con ubicuidad, precisión y un sentido de la composición casi musical (en términos de encuadre, pero también de construcción del relato) totalmente ajenos a los apuros y contingencias que suelen condicionar a un documental. Si es que esta ficción con personajes reales, claro, puede llamarse documental.