Domingo, 26 de diciembre de 2004 | Hoy
INSISTENCIAS > VILLAGES, LA NUEVA NOVELA DE JOHN UPDIKE
A los 72 años, el fecundísimo John Updike vuelve con una ficción densa y caliente que le valió la acusación de monotemático. Y con toda razón: en Villages, como en todos sus grandes libros, la palabra clave vuelve a ser SEXO.
El otro día leí en ese tan lúcido como caprichoso libro de consulta que es The Salon.com Reader’s Guide to Contemporary Authors que “con John Updike hay cierta incomodidad. Surge su nombre y asoma, también, una cierta impaciencia: Updike es probablemente nuestro mejor escritor palabra-por-palabra y reflexión-por-reflexión, pero... ¿No va siendo hora de que se retire, de que pase?”. La pregunta es infantil, pero tiene al mismo tiempo su madura razón de ser: el intimidantemente fecundo Updike escribe y publica por lo menos una vez al año desde 1958. Ha ganado todos los premios importantes (sólo le falta el Nobel, por el que compite con Philip Roth, más politizado y por lo tanto mejor candidato); y es autor de más de cincuenta títulos entre colecciones de relatos, recopilaciones de ensayos (del golf a la pintura, pasando por el torrente de reseñas publicadas en The New Yorker, alma mater en la que se inició como una suerte de office-boy todo terreno), poemarios, libros infantiles, una obra de teatro, unas memoirs selectivas y, ahora, la flamante Villages, que se convierte en su novela número veintiuno. Y nada hace pensar que Villages sea lo último que publique Updike, que acusa setenta y dos ágiles años.
PRELIMINARES
De algún modo perverso y juguetón, Villages tiene algo de funcional
y revelador resumen de lo publicado, de catálogo de temas y situaciones,
de revisitación de antiguos y queridos paisajes desde las penumbras más
o menos cálidas del crepúsculo. Lo que no quiere decir que Villages
no sea –literalmente– la mejor novela de Updike en mucho tiempo.
Y cuando digo “novela de Updike”, quiero decir exactamente eso:
una novela no sólo escrita por él sino, además, inconfundiblemente
suya, cuyas páginas sólo podrían haber sido escritas por
el más grande sensualista de lengua inglesa (y de los otros cuatro sentidos
también). Así, pensar en Updike como en el cuarto ángulo
vivo de ese cuadrado donde también sienten y piensan Marcel Proust y
Vladimir Nabokov y John Cheever, sus maestros confesos.
Y en esas páginas, como en todas sus grandes obras, el abracadabra de
la cuestión, la palabra clave es, una vez más, por supuesto, SEXO.
La parte muy visible de esa delicada bestia compuesta por los inmensos microorganismos
del amor y el deseo, a los que Updike ha dedicado toda su carrera con la frialdad
de un alucinado científico cuerdo y la calentura de un veinteañero
muy lejos del Viagra. Sí: a pesar de su origen y formación inequívoca
y paradigmáticamente wasp, Updike siente por el acto en cuestión
una curiosidad insaciable. Y en Villages vuelve una y otra vez a él –con
la más encendida y lírica de las prosas– para realizar la
autopsia más vivaz y sudorosa. Ya sea para ocuparse de la impresión
de un niño que descubre su primer profiláctico usado a un costado
del camino; o de las acrobáticas contorsiones que un adolescente emprende
en un auto para besar a su novia entre las piernas; o de los placeres de un
matrimonio curtido, obligado de pronto a experimentar una nueva forma y posición
a la hora de hacer el amor, porque a la mujer acaban de quitarle el vendaje
de una lesión en la espalda; o la muy gráfica descripción
–en graffiti o en piel– de una vagina muy bien dispuesta a todo.
En ese sentido, Villages es, sí, un retorno con todas las de la ley al
viejo juego de Updike luego de un par de novelas “frías”
basadas en tableros y materiales ajenos: la prehistoria de Hamlet era lo que
sostenía a Gertrude y Claudius (2000), mientras que Busca mi rostro (2002)
se apoyaba sobre el lienzo de una historia apenas falseada del expresionismo
abstracto y el pop art. Y la sensación que se experimenta con Villages
es la de un Updike preso de un feroz síndrome de abstinencia, más
que dispuesto a recaer en los viejos pero vigorosos vicios. Ya desde su portada
(reproducción, dentro de un círculo, de un seraglio de Ingres
que a los pocas páginas es comparado con uno de esos baños para
mujeres decolegio secundario que se espían a través de un agujerito
adolescente y hormonal), Villages es uno de sus libros más sexuales,
entendiendo esta función/fusión de cuerpo y mente como el eterno
rito de iniciación y pasaje: el orgasmo múltiple que, paradójicamente,
nunca acaba, jamás alcanza la plenitud de ese Little Bang que todo lo
colma y justifica.
PENETRACION
Y ahora se me ocurre que, en su amplitud y frecuencia anual, el tránsito
de John Updike es fácil de compaginar con el de otro artista obsesivo
que reincide en sus pecados: Woody Allen. Tanto el escritor como el cineasta
(y escritor) crean héroes obsesionados por lo que piensan que son sueños
de un seductor, cuando en realidad no son otra cosa que sueños de un
seducido. La diferencia es que las rarezas de Updike –pensar en libros
“extranjeros” como El golpe (1978), Brasil (1994)– siempre
serán por lo menos “interesantes”. Mientras que los fallos
de Allen suelen ser irredimibles y suelen aparecer cuando intenta apartarse
de sus mejores reflejos, que, aunque previsibles, no dejan de ser gratificantes,
al menos porque activan la química de esa misteriosa zona cerebral donde
se produce y se reproduce el misterio del déjà-vu.
Lo que no quiere decir que buena parte de la crítica norteamericana –en
especial Michiko Kakutani, su ahora némesis particular desde las páginas
de The New York Times– no haya expresado, a propósito de Villages,
cierta preocupación y/o reproche. Quejas contra un Updike que para muchos
ya escribe desde las alturas de su indiscutible talento, con piloto automático
y facilismo remix de viejo verde exhibicionista. Una y otra vez lo mismo de
siempre, se quejan. Y alguno hasta titula su reseña con el título
Johnny One Note (“Johnny Una Sola Nota”). A saber: coitos variados,
barrios residenciales, atardeceres, lascivia doméstica, noticias brotando
de televisores y periódicos, un hombre más o menos profesional
y educado en el puritanismo protestante y blanco, pero siempre poseído
por una satiriasis agnóstica y de todos los colores. Y el erosionante
paso del tiempo en los rasgos de un imperio tan moderno como decadente.
Que a un escritor se le acuse de no ser “novedoso” es algo por lo
menos cuestionable. Sobre todo en el caso de Updike, al que en realidad se lee
–se sigue leyendo– no por la originalidad de una trama sino por
la elegancia y la inteligencia de una prosa. Más allá de la excursión
más o menos experimental, Updike dejó bien claro desde el principio
cuál sería su territorio. De ahí que no tuviera problemas
en reconocer en una entrevista que “mi escritura estuvo, está y
estará limitada siempre por mi experiencia y mi imaginación, ambas
severamente finitas”, que “son muchas las cosas que he comprendido
recién al verlas con los ojos de mis personajes” y que “en
los últimos tiempos mi obra parece estar marcada por pensamientos más
cobardes y rencorosos”. “Yo soy mis libros. Todo está ahí”,
le confesó a Martin Amis este hombre que, a la hora de su primer divorcio,
no fue el único que escribió sobre el asunto en The New Yorker:
su mujer y su hijo también lo hicieron.
Dicho y advertido esto –antes de internarnos en Villages para recorrerla
y explicarla–, no está de más efectuar un recuento de los
greatest hits de Updike en los que este nuevo libro se mira y se reconoce. Curiosamente
(o no), puestos a escoger sus mejores títulos novelescos, siempre aparece
un cierto consenso. Resultan imprescindibles tanto El centauro (1963), Parejas
(1968), La versión de Roger (1986) y La belleza de los lirios (1996)
como –insertar en 1960, 1971, 1981, 1991 y 2000– las cuatro entregas
(más coda de nouvelle) que confirman la epopeya protagonizada por Harry
“Conejo” Angstrom. Libros estos últimos que sin duda constituyen
uno de los aspirantes más atendibles a quedarse con el privilegio de
haber consumado ese milagro siempre inasible: la Gran Novela Americana.
Según el humor en el que estén, los seguidores de Updike no dudarán
en agregar a la lista algún divertimento como Las brujas de Eastwick
(1984),o el sombrío Hacia el final del tiempo (1997), o la sátira
judía personificada por el escritor y alter ego Harry Bech (reunida,
en el 2001, en The Complete Harry Bech) y, por supuesto, muchos de sus cuentos
protagonizados por el matrimonio Maple, los relatos diseminados en libros como
Lo que queda por vivir (1994) y reunidos en autoantologías maestras como
The Early Stories: 1953-1975 (2003).
Aquí y ahora Villages, al igual que El centauro, tiene la vocación
de mitificar con resonancias clásicas a la familia y a los padres. Insiste
en la orgía a escondidas y no tanto de los matrimonios infieles del best-seller
generacional Parejas, alguna vez considerado como “porno literario”.
Reformatea las preocupaciones por lo informático como nueva dimensión
de lo divino de La versión de Roger. Y reincide en la ambición
de panorámica crónica histórica e histérica que,
en La belleza de los lirios, reescribía hitos y mitos nacionales como
la génesis del Hollywood de Marilyn Monroe o el apocalipsis del Waco
de David Koresh, pulsión que en este nuevo libro opta por proponer una
suerte de Historia Sexual de los Estados Unidos entre los ‘50 y los ‘90
con un único e indiscutible prócer siempre erecto, siempre excitado,
siempre listo: Owen McKenzie.
ORGASMO
Owen McKenzie –como el ya mencionado Harry “Conejo” Angstrom–
es un inconfundible Homo Updike: un all american man, siempre preocupado tanto
por la verticalidad de su status social como por la horizontalidad de sus conquistadoras
conquistas amorosas. Un ser marcado por una infancia conservadora, una madurez
desinhibida y una vejez que sólo ha logrado refinar sus apetencias sexuales
y potenciar su memoria y fortalecer, así, la capacidad para disfrutar
y sufrir la agonía de la culpa y el éxtasis del secreto. Lo que
separa a Owen de Harry es su educación: mientras Angstrom soñaba
con ser una estrella del básquet y acabó como exitoso vendedor
de autos, McKenzie comprendió desde el principio que su presente y futuro
pasaban por las ciencias, marchó rumbo al MIT y terminó desarrollando
junto a su socio Ed Mervine uno de los primeros y exitosos programas para computadoras
–DigitEye– dentro de su propia empresa, la E-O Data. Una retirada
a tiempo –Owen vendió su parte del negocio en 1978 y la canjeó
por muchas acciones de lo que acabaría siendo Apple Macintosh–
le significa un cómodo y largo adiós en la “comuna geriátrica”
de Haskells Crossing: una colmena de ancianos millonarios y último village
desde donde el héroe recuerda, casado desde hace un cuarto de siglo con
Julia, su segunda esposa, todos los otros villages de su vida y todas las otras
mujeres que allí habitaban y que le abrieron las puertas de sus casas
y las piernas de su amor o su lujuria, da igual.
Así, la novela está planteada desde un plácido y final
presente matrimonial –las razones para este manso reposo del guerrero
se explican recién en las últimas páginas– que se
la pasa estremeciéndose por el sismo de los sucesivos flashbacks sexuales
de Owen. Los capítulos están titulados “Village Sex”
y numerados del I al VI; con una excepción: el último, dedicado
a las sorprendentes revelaciones finales y a una epifanía reflexiva sobre
el porqué de la pacífica “guerra de los sexos”, que
opta por llamarse “Village Wisdom”. Una shockeante “sabiduría
de pueblo” –un final sorpresa que no suele ser marca registrada
de Updike– que suena, según uno de los críticos a los que
sí les gustó la novela, “como uno de esos truenos imprevistos
en una tarde de agosto”.
Hasta alcanzar el estallido de esta crisis, los escarceos de Owen transcurren
en lo que él entiende como diferentes “sitios de instrucción”.
Primero en un pueblo de Pennsylvania llamado Willow. Luego en el Instituto de
Tecnología en Massachusetts, un pueblo en sí mismo. Más
tarde en otro de Connecticut llamado Middle Falls, donde Owen, casado con la
matemática Phillys –madre de sus cuatro hijos, gran personaje y
mártir–, muta de nerd a playboy y comprende que “hay dos
tipos de mujeres en el mundo:aquellas con las que te has acostado y las que
integran esa cantidad de mujeres desproporcionada y cruel, pero reducible, con
las que no lo has hecho”. Y el repetido desempolvar de polvos y pueblos
de Owen –incluyendo incursiones a Las Vegas con cocaína y felación
y descapotable a toda velocidad por el desierto de Nevada– no es repetitivo.
Las dos esposas mencionadas, más las ocasionalmente caricaturescas (así
las ve el narrador, no Updike: ya no tiene sentido seguir culpando a esta novela
de misógina o antifeminista) Elsie, Alissa, Vanessa, Karen, Faye, Jacqueline,
Antoinette y Mirabella, funcionan como stages didácticos y cada vez más
complejos en el videogame de la vida. Una vida –es otro de los leitmotivs
de Updike– en la que Dios es el gran ausente. Un mundo poseído
por una tecnología que Owen ayudó a crear y desarrollar pero en
la que, en la era del e-mail y del ciberespacio, ya no cree. Así que
por qué no invocar a ese Dios desaparecido desde un enredo de sábanas,
desde un recuento de camas.
... Y VOLVER A EMPEZAR
Y Villages puede entenderse como parte de una tendencia de novela sexual que
es constante, pero en los últimos meses se ha intensificado: allí
están la floja I’m Charlotte Simmons de Tom Wolfe (sexo universitario)
y la potente The Inner Circle de T.C. Boyle (vida y obra y estimulaciones predicadas
por el revolucionario Alfred “Dr. Sex” Kinsey). Que las dos, junto
a Villages, hayan sido recibidas con reacciones airadas que van del rubor avergonzado
al pedido de lapidación –uno de los críticos de Updike se
tomó el trabajo de contar una por una las veces que aparece la palabra
prick, denominación vulgar del pene– hablan a las claras del tipo
de país en el que se está convirtiendo Estados Unidos.
Más allá de tanto grito y susurro, Villages ofrece todavía
algo más. Porque también puede leerse como una –otra–
autobiografía de Updike, alternativa pero evidente. Los episodios y data
de la vida de Owen –el carácter de sus padres, su divorcio, sus
desplazamientos en el tiempo y el espacio– emulan y distorsionan a los
de Updike. La diferencia de profesiones es lo de menos: un escritor también
es un hombre de ciencia; las percepciones de McKenzie y de Updike son las mismas.
Y, cerca del final, aparece algo que no sabemos si atribuir a un descuido del
autor o a una sutil señal, un primer síntoma del inminente derrumbe
cerebral del personaje: asqueado frente a la pantalla de su iMac, atormentado
por vivir en un país que se ha convertido en un inmenso pueblo, un “pueblo/nación”
sobrecargado de mentiras y conjuras, Owen se confiesa “como embrujado
por el espectro del presidente Reagan, ese apuesto y serpenteante vendedor de
petróleo”. Quién sabe. Lo que sí queda claro es que
al cabalgar yeguas hacia el horizonte, Owen –y tal vez también
John– parece querer comunicarnos que lo único que nos salvará
y nos mantendrá cuerdos en los tiempos que corren es el misterio ancestral
de la carnalidad. El último párrafo de la novela lo dice casi
todo: “Es una cosa loca el estar vivos. Y los pueblos existen para moderar
los efectos de esta locura; para ocultarla a los niños, para embotellarla
y usarla a escondidas, para suavizar sus imperativos convirtiéndolos
en hábitos, para protegernos de las tinieblas externas y de las tinieblas
interiores”.
Es decir: los pueblos, en realidad, son cuerpos. Esos envases que funcionan
como herramientas del cerebro y el corazón para construir el frágil
hábitat del sexo, el santuario donde encontrarnos para no perdernos.
Es decir: a coger que se acaba el mundo.
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